viernes, 27 de abril de 2012

El desequilibrio de todo



Creo que ella lloraba y creo que no recuerdo muy bien lo que yo sentía. Quizá sólo esperaba. Esperaba que cambiara el mundo, que la humanidad no fuera un cúmulo de seres fríos y despiadados, que yo dejara de integrar ese patrimonio triste que desprovee las palabras de contenido y los sentimientos de esperanza.
Pero el mundo no ha cambiado y tampoco podemos creer en los milagros, porque hemos asesinado a los profetas y los ideales, bueno, hace demasiado que los ideales parecen eslóganes publicitarios malvendidos.
Afuera en la calle llueve, adentro también, y me cuesta entender a los optimistas. Un optimista mira este gris óvalo desteñido y quiere creer que, tal vez no lloverá. Yo aún no he salido de casa y me estoy empapando.

Hay gente que corre, que no sabe pero busca, y no encuentra el sentido a este chiste tan mundano. Se desentrañan dormidos vientres de paraguas, subyace un vetusto hilo de cobre que dirige el destino de todos a cualquier lugar al que no aspiramos, nada impermeabiliza esta sutil verbena económica y mis palabras comparten el humor tibio de los soportales. El desencanto es un vulgar apellido y "vacío" es el nombre propio de todos los autoestopistas extraviados.
Creo que ella no lloraba, sino que aguardaba al silencio, pero yo me debatía entre el desajuste y la arritmia, entre la estupidez y el misterio, que se nos muestra pero nunca penetramos, como un aforismo filosófico que no significa nada. Esperaba que todo fuera distinto, que el absurdo no acabara por retratarnos en nuestra innata capacidad para ver florecer en nuestro ombligo el fruto de la compasión oxidada.
Es difícil sustraerse al desequilibrio de todo.

¿Y qué importancia tiene, si con entretejer el olvido basta?

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