viernes, 20 de abril de 2012

Soñé que era una martucha y mordía a Paris Hilton


Soñé que era una martucha y recurría a la espeleología de mis propios genitales cuando me venía en gana. Jugueteaba con mi apéndice respingón como prócer financiero con los hogares de un país. Paris Hilton me bautizaba como Baby Luv y yo mordía a la mentecata para demostrarle mi parecer sobre el asunto y también un poco por higiene mental, porque no soporto a las petardas adineradas  –tampoco a las pauperrimizadas–. Paris iba para estulta pero quedó relegada a los puestos de cabeza en la clasificación de vulgares pedorras anodínicas, alumbradas por este mundo hueco, como oquedad cerebral asignada  a honradez de político contemporáneo.
Yo me iba por las ramas, un poco por aquí, otro poco por allá, y no reflexionaba mucho, más bien actuaba, como mis esposas en otras vidas sus orgasmos fingieran para que yo de una vez terminara, y no tenía mucho seso, pero en este huracán de zozobra mundial, tampoco lo precisara.
Luego me conmovía con las pequeñas cosas: una pequeña fortuna, una pequeña mansión en Palo Alto y una pequeña participación en Repson YPF expropiada. Y tenía corazón, siquiera un adarme de alma, y tomaba tu mano, y te mostraba el atardecer en que todos desembocamos, te ayudaba a dibujar la luna en la sombra de mis párpados y luego venía el otoño y caminábamos junto a un lago y los cisnes estaban ebrios de insensatez por seguir navegando en una ciénaga que los arrastraba hasta el fondo de su negrura, de musgo y roca intercalada.
Descubríamos qué era el amor y cuál el prurito de vida que a los hombres gobernaba. Pero lo desdeñábamos, como rechaza el enfermo el menú de hospital por no saber a nada, y nos mentíamos a los ojos y nos olfateábamos las miradas, y comprendíamos el sabor de los besos, que tampoco saben a nada. Y nos reíamos y llorábamos, e interpretábamos une danse macabre como celebración de lo efímero que nos define y nos acaba. Y exprimíamos los verbos y nuestros vahos se reencontraban y quizás se me antojaba una baya y tal vez de mí te enamorabas.
Pero yo era tan sólo una mamífero ungulado y tú tan sólo una fulana, y la pasión, como todas las veces, acababa enquistada. Y dejábamos de abanderar mentiras, y de arrojar nuestros rostros al adoquinado de la tristeza, otrora de perder energías en el trascurso de una entrevista con palomas de humo que ya casi nunca nos enviaban.
Luego te mordí, Paris, para que siempre nos deje de quedar París y tú me devuelvas a mi puta rama, pelandusca kitsch, que más gano yo con el tercer mundo y mi selva apartada que tú con tanto petro dólar y herencia de cuna, gilichorrez a  categoría elevada. Y éste cuento se terminó porque nadie supiere que yo tengo esta conciencia, porque las martuchas elegimos no hablar para que nuestro lenguaje no manchara las palabras, lo exacto que le pasa a la especie humana con cada segundo de esta herida –que se llama civilización– que tenéis bien infectada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario