martes, 30 de noviembre de 2010

El atlas infinito de un mundo troceado



(Dadle al play, ¡mentecatos!)



Allí estaba. Frente a mis ojos. Con el aplomo de una evidencia sangrante. Destilando el prurito de una estupidez atroz: el atlas infinito de un mundo troceado. Viviseccionado. Contaminado de anodinia. Gente entrando, saliendo. Andando. Jodiendo para aminorar la tristeza. Aplacando el rugiente olvido. Solazando su palmaria derrota. Lo que no logramos ser. Lo que no somos. Esperando. Igual que yo. Aguardando no sé bien qué que nunca terminaba de tener lugar.

Hacía un frío del demonio y yo estaba en un banco de un pseudo parque, mascando el vacío inconfundible. Centinela del minuto desperdiciado. De la ocasión contrahecha. Pensaba en muchas cosas. Como siempre. En aquel lugar donde sólo germinaban hierbajos deslucidos yo revisitaba esquemas mentales ajados. Había bajado pensando en hacer fotografías a la seductora decadencia de unas atracciones pobres, de pueblo, que habían dejado allí empaquetadas, olvidadas, al abrigo de un invierno áspero como corazón de picapedrero. Esos tiovivos, la plataforma vial de los coches de choques. La taquilla cochambrosa de los tickets. Todo eso, de por sí, ya solía parecerme horrorosamente cutre. Pero ahora, con el inestimable hálito de abandono que emanaba de aquella maquinaria industrial grasienta y desmantelada, como vestigios de osamentas en un cementerio de elefantes, todo cobraba una dimensión trágica enormemente fotogénica.

Debía ser hora de salida en los colegios porque algunas madres pasaban con sus niños. Mochilas aparatosas, uniformes. Carreritas, juegos. Gritos, saltos. El incordio que no cesa, siempre a la vera del progenitor responsable. Entonces me sobrevino un pensamiento claro, una certeza sobre todo el asunto aquel: construimos toda nuestra existencia en torno a unidades de dependencia.

Familia. Amigos. Parejas sentimentales. Centros de trabajo. La casa que ansías poseer con tanto esfuerzo y que después pasa a poseerte. La hipoteca que te asfixia. El banco dueño de tus pelotas, que de vez en cuando aprieta un poco para que no olvides al garante de tu esclavitud. Tu barrio. Los centros de ocio que frecuentas y que, en proporción significativa, no distan mucho de tu casa o de tu trabajo. Y así en un contínuo sin fin. La culpa no es nuestra, claro. Al fin y al cabo, es un sistema auto reforzante que se perfecciona con el mero transcurso del tiempo y el surgimiento de la necesidad entendida como vinculación a su solución.

Lo hemos mamado desde la cuna. La única y primera subordinación a la que no podemos renunciar es la primigenia, que nos forja. La total dependencia de los padres al venir al mundo. Esa es irrenunciable, por carecer nosotros de capacidad de autosuficiencia en los primeros años. Normalmente, se perpetúa cultural, afectiva o circunstancialmente por un periodo de duración tendente al exceso. Por lo tanto, en nuestra propia germinación como individuos albergamos ya un condicionante serio, la dependencia adquirida del entorno familiar inmediato.

Posteriormente se van forjando vinculaciones de distinta naturaleza y grado que refuerzan la superestructura completa de la persona y complementan el esquema inicial de supeditación: noviazgos serios. Matrimonios. Amigos antiguos. Lugares de esparcimiento. Hobbies mantenidos en el tiempo. Sigue sin ser nuestra culpa, a fin de cuentas. Es parte de un todo muy bien organizado.

Pero tras esta disección de los estándares sociales y el organigrama cultural imperante, llega la duda apremiante. ¿Dónde coño queda el pensamiento independiente y la libertad de elegir nuestra propia vida?

Se habla mucho de libertad. Reina por doquier, al menos como abstracción, como concepto pendiente de concreción efectiva. Parece que nos acompaña en todo momento, como ente corpóreo, presente de facto. Siempre al alcance de la mano. Se usa en publicidad, en literatura, en periodismo, coloquialmente. Incluso como ente icónico. Como bandera. Como parte de programas políticos. Como derecho constitucionalmente irrenunciable. Pero, me pregunto, ¿es realmente así? ¿Podemos verdaderamente elegir? ¿Podemos diseñar un esquema vital “a la carta” tomando de aquí, quitando de allá y configurando todo a nuestro gusto?

Técnicamente, se debería poder. Pero el pensamiento independiente y la acorrección política son factores de exclusión social. Son opciones reales y en teoría libremente elegibles, pero acarrean reacciones del entorno. Y hay que estar plenamente convencido de lo que se decide defender para poder asumir toda clase de consecuencias imprevistas que generalmente no son positivas, por ser tomado, en principio, lo distinto como agresión, aunque sólo sea porque lo novedoso contiene una semilla de cuestionamiento de la opinión mayoritaria, sea en el tema que sea.

Y, qué cojones, en eso pensaba viendo a las mujeres caminar, siempre con prisa, con sus niños detrás, soldados neófitos, integrantes futuros de esta guerra sin fin. Esas familias como tantas otras, con sus casas grises integrando comunidades de barrios tristes, con sus maridos prostituidos cada madrugada dentro de una gabardina con manchas de soledad, en pos de un trabajo que no pueden permitirse mandar al carajo porque la hipoteca les tiene a todos cogidos de los huevos. Esos barrios, ciudades enteras, países, alimentando cada día el engranaje económico social con el sudor de su sangre, machacando las entrañas de su alma en pos de una ilusión común de asir el timón de sus dependientes vidas, de sus condicionadas almas, de sus lobotomizados ideales que nacen de sus trepanados, infértiles y acríticos modos de diseccionar la propia existencia; no ya la común, sino la supraindividual, la cosmogónica, la que nos permite intentar acercarnos, si no extraer cierta noción de generalidad, de verdad común al género humano, de pensamiento sublime, aforístico, licor destiladísimo, esencia refinada en extremo de lo que intentamos esclarecer como camino indiscutible e inmutable por el que conducirse sin cagarla tanto, para variar.

¿Y qué elegía yo? ¿Me creía mejor por no elegir la que parecía ser elección única con unas pocas variantes circunstanciales no estructurales? Yo vivía en la indefinición. Elegía no elegir. Hacía honor a una estúpida frase hecha, “no sé lo que quiero pero sé lo que no quiero”. Era un insumiso de la decisión, un apátrida de la elección; un renegado del sino último que subyace en el fallo de nuestra sentencia vital. Asía el timón de mi desarraigada barca, desprotegido en éste ancho mar de desconcierto, sin decidirme a elegir una orientación que pudiera llevarme a buen puerto: a algún puerto. Mientras, la gente remaba, hacía un análisis somero de la situación y pasaba a la práctica, no se prestaba a vacilaciones infinitas, no se entregaba a la nada que rige en último término a la duda no resuelta.

Y así seguí, hasta que decidí marcharme, presa del frío invierno ambivalente que fulguraba sobre el témpano de hielo que sirve de base al crepitar de mi accidentada alma. Y así sigo. Pensando mucho sin concluir nada. Instalado en la indefinición. La incertidumbre velada.

Soy el preso que sufre en la casa del amor extraviado.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

No sé qué más



(Que le deis al play antes de leer, ¡zangolotinos! ¡Sus lo tengo dicho!)



Con suma delicadeza me la cogí y traté de no echar ninguna gota sobre la tapa. Lo conseguí fácilmente echando todo fuera. Mi madre estaría orgullosa (si me hubiera abortado retroactivamente al ver mi careto salir). Luego me limpié la última gotita en el calzoncillo como mandan los tratados de buenas maneras. No es casual que luego se queden amarillentos por la zona esos slips remeados en un bucle sin fin.

Salí de mi propio autorretrete y me sacudí la huevada profusamente. Me sentía fresco, puro, habano, tabaco de pipa. Por fin la vida comenzaba a sonreírme. Me había hecho una camiseta con la que sólo podía triunfar: NENA, AHORA QUE AL FIN ME HE RECUPERADO DE ESA MALDITA GONORREA, ESTOY LISTO PARA TU AMOR. Todo parecía resuelto y en orden. Mi endocrino me había dado tres semanas de vida. No entendí muy bien cómo había adquirido el don de alargar la vida de sus pacientes a su antojo, pero decidí no hacer preguntas y tomar lo que se me daba con naturalidad. Tonto el que lo lea.

Pensé en matarme. Pensé en ser eterno. Pensé en la beneficencia que ejercía sobre mí la sopa juliana. Y las palomitas de caramelo. Claro que sí. Uno de los inventos del siglo. Luego no pensuve más. A la noche tuve un sueño. Enjundia serena que atormenta las almas de las pocas sierpes solteras que suspiran durante el periodo estril. Una vez me caí desde una roca por hacer el mongolo y me abrí el ojete en la caida. Fue gracioso desde el punto de vista de un observador externo. Por mi parte, tuve punzadas durante semanas al hacer mis donaciones solidarias a Intermoñigo.

¿Qué es la vida? Un fresnadillo. Perdón, un frenillo. No. Un frenesí. Frené. Sí.

Medité sobre el delirio, sobre la licuación cerebral. Sobre el origen de las especies. En concreto del tomillo y la albahaca. Una vez me tomé un chupito de brandy. Acto seguido fui a encender un cigarro y me flambeé las amígdalas. Intenté aplacar el fuego con tequila. Ahora soy mudo. Me ha parecido apropiado recalcar esto.

No encontraba sentido a nada. Por eso, llamé a mi buen amigo Aniceto Hall y le convencí para que me acompañara al lupanar Asun, del que soy socio honorífico: ayudé a levantarlo con el sudor de mis huevos. Vamos, que saqué a Mr. Hall del sofá a pollazos. No he entendido esto: tallarines apesto.

A medio camino, Ani Hall se crujió y nos detuvimos un momento a aspirar el aroma de la crónica de su muerte anunciada. Es importante olfatear los cuescos. Homenajear su hálito putrefacto. Su unicidad fétida singular. Es el único modo de que alcancen la posteridad en su corta pero odorífera existencia. Durante el paseo fuimos manteniendo una acalorada discusión sobre el por qué de la escritura. Yo defendía que escribía porque intentaba explicarme el mundo y realizaba una labor de catarsis creativa para purgarme en el proceso. Él defendía que escribía porque tenía manos. No supimos dilucidar quién tenía razón y quién estaba en lo cierto: tallarines apesto. Qué bonito poema.

Cuando llegamos al Asun’s, nos reclinamos frente a la entrada y elevamos una oración al padrenuestro que habita en los celos. Aniceto hubo de limarse un poco los cuernos, al ser casado. Yo hube de limarme un poco el retraso, al ser de incesto.

Ya en el interior, discutí acaloradamente con una felatriz de nombre sugestivo, Emeteria Concalzador. Yo discutía sobre la musicalidad oculta que habita en los prepucios, tras su solaz recogimiento. Ella cuestionaba uno de los axiomas básicos de mi filósofo griego favorito, Diarrea de Módena. El filósofo dijo (cito sexualmente):

“Tomad un círculo. Acariciadlo y se volverá vicioso”.

Una sentencia a prueba del silogismo mortal de la incordura. Pero M (abreviatura de Emeteria), sostenía con ardor (mi pene) que el vicio ya se halla intrínseco en la naturaleza íntima de la elipse euclidiana y por ende, Michael Ende. No conseguí sacarla de su horror. En su lugar, se la metí más.

¡Y de repente…!

No sé qué más.



CONTINUARÁ.



Dedicado a _______, como te prometí.

martes, 23 de noviembre de 2010

Para otros, que puedan merecerlo…



(Dale al pleis y no te quites el jerseys)



Me reconocerás. Cariño. Soy aquel que te prometió que te correrías cien veces en una y mil noches, pero nunca lo cumplirá. Nunca estará allí para verificarlo, para volverlo cierto…

Sabrás quien soy cuando atisbes el vacío imperativo de la soledad inenarrable que me conduce en los días presentes y persigna mis desalientos inconexos.

Tantas cosas he prometido que nunca sucederán. Hay barras de pan, aquellas de Dimitri, compradas para un condumio irreal con un pasado caduco, inenarrable, irredento. Serán otros los que acudan a la llamada, indiferentes a la melancolía infinita de éste pasado inencontrable. Prestos al pulso cerval del exceso inafecto; directo. Carente de protohistoria, de pudor, de prebendas consagradas a un tiempo incierto…

¿Sabes…? yo te quería. Y aún te quiero. Es muy duro decir adiós a quien aún sigues amando contraversalmente, de algún modo, a sotavento, y tal vez no olvides. Somos retales que aunan un desierto…

Ando, claro, no invisto remedio. Atisbo las caras. Transcribo los silencios. Sueño con un presente irrealizable. Musito. Reverbero. Pierdo. Lloro. Me quiebro por dentro. Estoy muy jodido. Lo siento. Como tantos otros, nada originales, por cierto. Esos otros que versaron mil veces mejor que yo y que alcanzaron el tabernáculo eterno de los perennes del pensamiento.

Podría asomarme al acantilado del incierto, naturalmente. Pero seguiría muerto. Solo soy las cenizas de lo que jamás llegará a buen puerto. Una promesa infinita de acierto. Un fraude inconcreto. Eterno desacierto.

Aún vivo en la mirada de los ángeles…

He llorado tantas veces. He llorado tan pocas para lo que me pudrí por dentro. He sido tan hijo de puta sin serlo. Aún siéndolo.

Creo que nunca podré saldar la deuda del daño que he causado sin quererlo.

Mil perdones. Para otros, que puedan merecerlo…

Dedicado e inspirado por un texto de Javier Gutiérrez Rubio, un grande.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Sin saberlo



(¡Uy esta qué gonita! ¡Tonto el que no la escuche!)



Cuando en mitad de la noche la lluvia golpea contra las ventanas.

Cuando la tenaz oscuridad recorre las avenidas solitarias de esta tristeza que no cesa.

Cuando soy consciente de que nunca volveré a ser ese niño extraviado en algún lugar de un tiempo que nunca se avocaba a transcurrir.

Cuando entiendo que lo que ha quedado atrás no podrá ser recobrado. Nunca los errores subsanados; expiados los pecados.

Cuando un viento frío zarandea caprichosamente las puertas mal engrasadas en las que chirrían los goznes oxidados que sostienen a duras penas mi alma.

Entonces es momento de concebir que todo está lleno de olvido, de pérdida, de derrota silenciada por los portavoces del gobierno de la nada.

Es este firmamento quebrado en el horizonte último de la locura, soslayada inútilmente. Es este hoy inhumano en el que tantos porfiamos contra un futuro perpetuo que algún día nos engullirá sin remedio.

A veces siento que escribo como el que evita un suicidio. Como el que esgrime diques contra un llanto inagotable. Como el que escupe al viento. Como el que ha sido desplazado de todo centro. Desgajado. Inhábil. Desmantelado. Víctima de su recuerdo.

Sigo aquí. Solo. Asomado al acantilado oscuro que nos circunda a todos pero sólo algunos vemos.

En nuestro yo profundo, todos somos islas desiertas.

Zozobramos hace tiempo. Sin saberlo.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Novembre toute l'annee



(¡Uy esta qué fermosa! ¡Los pezones pa rallar chopped!)



Llegó a la habitación, le dieron el pijama azul celeste y se sentó abatido en la silla. Nadie fue a verle. Dormía, comía, paseaba por los pasillos y se sometía pacientemente a una tristeza que le iba devorando el alma.

La clepsidra del tiempo, que siempre creyó infinito, oprimía su psique como el cordel ase el vientre de la peonza. Tantas veces se había dicho ya lo haré. Más adelante. No tengo previsto morirme a corto plazo.

Albergamos la ilusión de un cierto control. Espejismo de poder sobre algo. Pero somos marionetas bajo cuerda de un prestidigitador caprichoso e inconstante. Somos guardianes de nuestra fragilidad; orfebres de nuestra inconsistencia. Custodios de una degradación que no cesa. Testigos de un atardecer infinito con final fundido en negro.

Una enfermera le traía la bandeja del desayuno. Un rato después se la llevaba. Cómo se encuentra hoy, le preguntaba. Termíneselo todo, no me haga enfadar. Y no decaiga, que la presencia de ánimo es lo más importante. ¡No hay que venirse abajo! ¡De todo se sale! Agradeció el carácter enérgico de la mujer. Reconfortaba. De todos modos, resulta más fácil ser valeroso viendo los duelos tras la barrera, se dijo.

Novembre toute l'annee. Mirada perdida a través de la ventana. Partículas de soledad anegando la melancolía hueca que habita el corazón de los viandantes. Discurren de un lugar a otro. Siempre con prisa. Siempre abotargados. Aturdidos por la inmediatez descarnada. Perpetuamente de camino hacia algún sitio que no puede esperar. Invariablemente atareados. Sin advertir que mientras, la vida no se detiene.

Éste es el primer día del resto de tu vida. Ya se sabe. Esa frase es cierta todos los días menos uno. El día que te mueres. Él, que tantas veces había intuido a la muerte, ahora la esperaba. Ésta absurda vida como una larga lista de espera del no porvenir.

A media tarde, un pájaro se posó en el alféizar, junto a él, alentando de algún modo algo en lo que ya no podría creer. Coches veloces a través de las autovías del silencio. Dans la Merco Benz c´est de l´espoir que je caresse.

Un nuevo pálpito en el costado. Mucho más doloroso que cualquiera de los anteriores. Todos somos condenados a muerte esperando la ejecución de nuestra sentencia en el corredor de la vida.

Se supo acabado antes de empezar. La vida. Esta gran cárcel con las puertas abiertas. Se despidió de sí mismo, sabiendo que moriría solo. No importa cuánto humor, cuánto sarcasmo, cuánta burla de nosotros mismos podamos albergar: llaves para jaulas sin candado. Al llegar el fin, la muerte siempre nos deja el corazón destrozado.

Desbandada.