martes, 17 de abril de 2012

Aprender a matar fue lo más difícil.




Aprender a matar fue lo más difícil.

Las vacilaciones, decía el profesor, generalmente no proceden de una repugnancia natural, sino cultural. El profesor no era alemán, como ustedes podían haber supuesto. Era un ex relojero suizo que había obtenido su sabiduría en la directa contemplación de la naturaleza.

–El acto de matar es instintivo, vitalmente lógico. Luego, las inhibiciones se encargan de adulterarlo. Las inhibiciones se disfrazan con una capa de moralidad. Pero en realidad se trata de repugnancia por la mera formalización, desacreditada a lo largo de una educación visual. Recuerden la primera imagen de la muerte que fijaron en su cerebro: Caín, quizá feísimo, con una descomunal quijada de burro en la mano. Abel, barbilampiño, blanco, yaciente. Después la literatura, el cine, todo, tiende a desacreditar la muerte aunque proporcionalmente la avale si la suministra el héroe. Fíjense en que el villano mata sin contenciones, sin límites. En cambio las matanzas del héroe han de justificarse siempre, ética y estéticamente. A la muerte se le ha dado un carácter ultra: o es épica o es vergonzosa. Ustedes, a lo largo de una vida profesional, que les deseo sea dilatada, comprobarán que la muerte no es otra cosa que un ademán afortunado.

La teoría del ademán afortunado presidía las cinco horas de clase semanal destinadas al arte de matar. Presidía también mis irregulares conversaciones con Wonderful, el director de la escuela, siempre tan amable conmigo. Las clases prácticas fueron al principio muy enervantes. Comenzamos con enemigos de trapo, acabamos con cobayas humanas auténticas; ejercicio de fin de curso. Empezamos aprendiendo a disparar, a apuñalar, a estrangular con dogales hindús. Después los ejercicios admitían variantes. Fue muy comentada mi versión del estrangulamiento hindú sustituyendo el dogal por la cadena de un water closet. Un asesinato in situ y con material de mano, comentó el profesor, que no hubiera realizado mejor el malogrado Orestes Docali. Pero matar con la mano era lo más difícil de todo. El cuerpo humano tiene veintidós puntos mortales. Puede llegarse a ellos mediante un golpe o mediante la aprehensión. La mano, si es experta, puede hundirse en los tejidos adversarios, aprisionar el bulto de la vida y tirar de él hasta desgajarlo. Los enemigos mueren entonces con una perfecta limpieza, los ojos cerrados, también los labios, sin una expresión que culpabilice al agresor. Sus brazos se doblan, las palmas de las manos se te oponen, pero sin tocarte. Es algo así como la prueba demultiplicar. Si se obtiene esta gesticulación, el ajusticiamiento ha sido perfecto. Es muy importante apartarse del cadáver sin mirarle. Es un muerto que olvidarás pronto si pierdes el tacto del remordimiento.

Primero matábamos peleles, perfectas reproducciones humanas. Les dábamos nombres humanos. Convivíamos con ellos. Nos inyectaban drogas del afecto, les teníamos aprecio. De pronto nos llegaba la orden de matanza en una clave codificada: cada signo traducía un ademán, matar a seres humanos auténticos requería una destreza más psicológica que manual. Eran meridionales del mundo. No sé si este concepto es suficiente. El sur se caracteriza en casi todas partes por la poca valoración objetiva de su población. El sur es siempre una referencia geográfica relativa, porque el sur siempre es norte con respecto a otro sur. Pero cualquier sur, me había hecho observar míster Phileas Wonderful, siempre está degradado humanamente con respecto a su norte referencial.
Ellos sabían de qué iba. Se lo dejaban hacer a cambio de un seguro de vida. Nada individuados, tenían una obligatoriedad sentimental para alguien que les llevaba a sacrificios tan totales. Ya eran viejos perros sin raza, de nariz húmeda y ojos despoblados. Pese a su poquedad se hacían pagar caro el último trabajo, hasta tal punto que nuestro tesorero se quejaba del alza de precios y solía comentar lo necesario que sería la permisión de un sistema similar a las razzias de esclavos o a la liquidación científica de los prisioneros. Después, ya profesional, has de matar continuamente. Entonces las víctimas se defienden, algunas saben tanto como tú. Es lo que decía el viejo Wonderful el día en que celebramos su jubilación.

- En nuestro oficio cada día se aprende algo.

Wonderful ha sumado hasta diez bienios. Era el agente secreto mejor pagado, con todo merecimiento. Era un señor en esta profesión a la que llega tanto piernas. Supo guardar para la vejez que es la suprema sabiduría de un buen agente. Aunque, todo hay que decirlo, se soporten muchas cabronadas en este oficio, la paga de jubilación es bastante buena y los descuentos en los economatos, importantes. El otro día, sin ir más lejos, me compré un somier por cinco dólares.

Fragmento de "Yo maté a Kennedy", Manuel Vázquez Montalbán.

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