martes, 11 de octubre de 2011

Sentado en la calle solo y llovía



Sentado en la calle solo y llovía.

No sabía en qué pensar, aunque, naturalmente, pensamos todo el tiempo, un poco por defecto. Aunque no lo pretendamos, cuando no vegetamos. Recordaba algunas mujeres extrañas a las que había mirado a la cara por la parte de las raíces. Cómo alguien que un día te gustó puede volverse con el tiempo desagradable a tus mismos ojos.

Cómo empezó a apretar la lluvia. Cómo empezó a oscurecerse el vacío de las horas yertas. El pavimento aún no sabe hacer compañía. El asfalto nunca conoció el calor que vierten unos senos sobre la faz de un sediento.

Intenté meterme por un callejón para evitar el naufragio. Al pasadizo daban algunas salidas de cocinas y comercios. Olía a de todo a un tiempo, y la miscelánea no confluía en algo muy agradable. Además, casi siempre se puede hallar detrás de toda industria o negocio el hedor humano que subyace. Cuando alguna vez entraba en unos baños públicos, los de algún edificio, solía recibir esa vaharada como a cisterna. Como a canalización obturada. Tal vez nunca muy fluida. Me interrogué acerca del sentido de la hediondez humana. Por qué la madre naturaleza otorga los malos olores. Que yo supiera, los mecanismos biológicos solían operar de determinado modo con un sentido específico, generalmente lógico. Existe cierto orden que no alcanzamos a comprender del todo. Pero está ahí. Un relativismo causa-efecto. Pensaba que es un engorro que las heces apesten, claro, pero que debe existir una razón natural de esa inconveniencia. Si las heces no olieran mal, si en lugar de eso olieran bien, pongamos por caso, a carne estofada (muy propio teniendo en cuenta que un caldo de cultivo estomacal se asemeja a una cazuela pertrechando un guiso, sazonando y emulsionando con su profusión gástrica de esencias y fluidos), la madre naturaleza no poseería la garantía de que algo que, por definición debe ser expulsado de nuestro organismo, no pudiera volver a entrar a él debido a su agradable olor y sabor (presuponemos que lo que huele bien tiende a saber del mismo modo, o al menos de un modo similar, aproximativamente). Como se tendería a la posibilidad del equívoco, la demiurgia natural concluyó que lo mejor eran excrementos de los que uno quisiera librarse y dejar atrás cuanto antes. Parece muy consecuente. Lo que el cuerpo excreta es desecho puro y pestífero. Cuanto más lejos, mejor.

¿Y el mal olor corporal? ¿Qué supone? ¿Una advertencia para que nos aseemos? ¿Y por qué razón hay que asearse? ¿Lo hacen las bestias en el campo cuando huelen a choto? Sí, bueno, en cierto modo se asean dentro de unos mínimos, pero la cuestión más cotidiana, la exudación más inmediata, tampoco es una inconveniencia que les vuelva locos. Las criaturas emanan olores diversos. Porque toda la creación apesta desde el mismo día en que tuvo lugar la vida: lo vivo permanece siempre muriendo y lo muerto nos revela la esencia de la descomposición.

Al atravesar el callejón ya no llovía tanto, resultaba soportable, así que busqué un banco húmedo en la calle para acomodar allí mi inquietud serena. Pensé en ella. En todas ellas. En el motor cansino que sacude todas las cosas: el amor. En esa absurda fijación por buscar el origen, por salir de nuevo al encuentro de lo perdido. En los noctíferos valles de locura que hospedaban mi alma, un dardabasí pretendía cantar como balan los lechazos en el matadero. La primavera extendía su humus vítreo cubriendo los intersticios poblados de polvo y pujanza. Por qué la pasión. Por qué el fuego. Por qué la lucha, la vida, siempre en estrecho forcejeo con el desistimiento, con el abandono, con la asimilación del eventual deceso. Me imbuí tal trascendencia que terminé por pensar en la dama nívea del culo escamoso. El desagrado que me produjo su tacto epidérmico. Tocar sus glúteos en la oscuridad de aquel cuartucho me permitió oficiar por vez primera de pescadero: acariciar su montura era como raspar un fletán, de tan velluda como era. Pero como estaba tan oscuro, hasta el amanecer no podía comprobar qué era aquello, y fui incapaz de entrar al tema. Intentaba abstraerme, dejarme llevar por los tocamientos, los besos, pero mi mente y aquellas escamas copiosas formaban una unidad indisoluble. Escapé de allí horrorizado a la luz del alba, temiendo haberme acostado con alguna clase de travesti operado. Ese fue mi primer encuentro con el vello corporal selvático y espero sea el último.

Siguió lloviendo, de un modo grisáceo y suave en mi ópalo interior.

Retiro.

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