lunes, 24 de octubre de 2011

Mi coño de la guarda




Lámeme. Lámeme esta noche y no vuelvas.

Ojos como escarpias. Dedos arteros sisando la tibieza del cuerpo. Como la cellisca a la dermis de un cisne en invierno.

Aquella puta. Mi puta ovárica: mi coño cosmológico. Mi musa. Una balsa de humanidad entre tanto esperpento. Entre tanto circo. Entre tanto cuento.

Poesía eran los contornos al viento de su vestido.

Tenía un coño como el Hermitage. De dominio público.

Era la feminidad misma. Años luz del engendro sintético ese de Carrie Bradshaw. El desierto del Fez aún anda sacudido por las alucinaciones que produjo su radiante cuerpo en la mirada de los Bereberes perdidos. El estanque sinuoso de su cintura. El oasis fértil de su ternura en un mundo desvalijado por cuervos y políticos: economistas del descuido.

Ella conocía la verdad: lo esencial es invisible a los ojos. Lo esencial está en el interior. De los calzoncillos. De la billetera: del estiércol.

Lo más bonito de las personas está en su interior. Quizá esa frase fue suya. O de Jack el Destripador. O de Simbad el marino. Familiares míos.

Era una meretriz ilustrada. Me ponía al corriente sobre Strindberg. Rabelais. Bernard Shaw. Vallejo. La conciencia social cósmica emanaba como un estigma seráfico de su hospitalario agujero negro. Muchos menesterosos lloraron calmos sobre su felpudo de proverbial beneficencia.

Mientras, en las aceras, el amor era una metáfora grotesca traída por los pelos a un mundo oscilante sobre un eje vencido.

Fuera de su coño cálido, el mundo no tenía sentido. Hoy sigue sin tenerlo.

Una noche triste como un cenicero vacío, la muerte fue su encuentro. Intrigada, quiso conocer la maravilla de su hospedaje, de púrpura y armiño. Tanto le conmovió que acomodó en el vientre de la Venus su nido. Se personó disfrazada de amante posesivo.

La hoja del puñal, al atravesar el abdomen de la deidad, se derritió, como pidiendo perdón por el error cometido. Pero ella, mi musa, no murió entonces. Tampoco lo haría nunca. Al punto final de los finales le siguieron dos puntos suspensivos.

La muerte que le infligieron transfiguró en amor supracósmico. En impensable ternura. En extático polvo de estrellas. Dispersado para hacer más acogedor el silencio espacial que nos asola por dentro. El azul marino exosférico, nuestro cerúleo enemigo. Melancólico azul cobalto, como ojo de lobo defenestrado en el cauce del río.

No se fue. Se nos llevó consigo.

Esta mañana fría, de otoño mal digerido, al asomarme a la ventana, vi que llovía.
Pero yo no cedo a la melancolía porque sé que no son gotas de lluvia intrusa lo que moja las mejillas de la faz de mi piso. Es su coño enamorado, vertiendo lágrimas de flujo hospitalario para que sepa que siempre está conmigo. Acompañándome. Cuidándome. Mi coño de la guarda. Brindándome su celestial cobijo. Vaginal abrigo.

Hasta el día en que se reúna con todos.

Y conmigo.

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