miércoles, 19 de octubre de 2011

Aletas y carracas: binomio satánico






Mientras yo me remojaba decidido surcando las frías agüitas oceánicas, libre como un pajarraco en un vertedero, suelto como un estómago diarréico, algunas parejas de mediana edad, sus críos llorones y más de un viejales de nívea orografía dérmica, se lo pensaban muy mucho. Bueno, los niños no se lo pensaban. Más bien eran sus padres, desconfiados, los que no lo tenían muy claro. Que si aguas profundas. Que si qué miedo, que no se ve el fondo. Que si está muy fría. Que si me mojo el moño. Que si nos dicen "no se alejen mucho de la embarcación" por algo será. Que si algún depredador marino suelto y adiós al invento.

Joder con los miedos.

Es lo que tiene el pacífico, señores: te zambulles o no. Es lo que tiene la vida: te mojas o no. Y la gente tiene infinitos asuntos de qué preocuparse. No pueden permitirse la asunción de muchos riesgos. Hipotecas. Letras del coche. Sanguijuelas a su cargo. Paquetes de viajes transoceánicos en modalidad de pago aplazado. Dolores de muelas. Dolores de Cospedal y sus propiedades secretas. María Dolores Pradera, cuando en la radio suena y nuestros tímpanos cercena. Y fíjate tú si ahora voy y me pasa algo. Y fíjate tú si ahora voy y la palmo. ¡Más desgracias, lo que nos faltaba! Que no, que no me meto.

Pero yo soy distinto. Siempre independiente. Siempre solitario, a salto de mata. Un zascandil, un rufián, un bohemio. No me extraña ni el perro. Esta semana, Rufo se ha quedado con los vecinos. Y con sus malditos hijos. Que lo ponen en mi contra agasajándolo con chucherías. Cuando a la vuelta vaya a recogerlo, seguro que me morderá de nuevo. Con delectación. Saboreándolo. Maldito chucho pulgoso. Lo único que me dejó el viejo. Eso y sus deudas de juego, que no asumí. Cómo mola ser huérfano.

Algunos turistas se echan cócteles y mojitos al coleto. El bar está a pleno rendimiento. Como lo están la mayoría de los del mundo. (El trago es un mecanismo de supervivencia. Vuelve romos los bordes con que nos hiere la vida. Ayuda a resistir. Como los divorcios. Como el bromuro. Como los anti-represivos. Pero no se lo digáis a nadie. Es un secreto a voces mudas). ¡Ah, Estos guiris, rosados como gambas, achicharrados en su aceitillo corporal! Los menos de ellos, medrosos, timoratos, chapotean a escasos metros del barco. También han dejado bañarse a algunos niños. Lo infiero por sus graznidos inconfundibles.

Yo soy el más chulo del barrio y me alejo un buen trecho,
desplazándome grácil, navegando derecho,
con mis aletas de los chinos, mil mojitos en el pecho.

Que diría Quevedo. Y si no lo dijo, pues haberlo dicho, rediez.

Aletas Talla XXL. Pese a que calzo un treinta y nueve. Hay que fardar. ¡Toma aletazas! ¡Parezco un sireno! Soy de la peor categoría homínida: calvo, achaparrado y puñetero. ¡Los enanos inventamos la mala leche! ¡La necesidad de reafirmación! ¡Cuidadito conmigo!

Me pego unas buenas brazadas a pleno rendimiento, pataleando brioso, para que se deleiten conmigo. Es verdad que, más que delfín, parezco seboso león marino, pero no carezco de potencia, ni de esplendoroso vigor masculino. Al detenerme estoy exhausto. Respiro hondo. Miro hacia el barco. Parece que mi demostración de fuerza ha causado sensación. Me silban. Gritan. Casi pareciera que aúllan. Sí que están conmovidos, leñe. Parecen seguidores balompedísticos mismamente. Pero hay algo raro. ¿Qué será lo que señala la alemana histérica esa, ventrosa como un Apfelstrudel? ¿Y el turco esmirriado y peludo? Todos parecen apuntar alarmados en dirección a algún lugar detrás de mí. ¿Qué leches pasa? Me giro. Uy. Uy, la virgen. Eso que se acerca a toda velocidad es… no…. ¡dime que no! ¡La aleta dorsal de un tiburón! ¡Y viene directa hacia mí!

Nado como un demente en dirección al barco, completamente descoordinado por el miedo. Echando espuma como un energúmeno. El cruel escualo se me debe estar acercando a toda leche, a judgar por las expresiones de espanto de los guiris y las muecas de horror de sus niños. ¡Maldito bicho inmisericorde, apiádate de mis chichas! ¡Un poquito más! ¡Vamos, ya casi he llegado al barco!

Algo acontece. Noto una sensación rara al intentar avanzar, como si me hubiera enganchado con algo en mi pataleo. Como una especie de choque. Un bloqueo. Luego oigo una especie de crujido seco, desagradable y horrísono. Como el sonido de una carraca venga a girar. Sin detener mi forcejeo, giro el coco y miro. ¡El maldito tiburón está masticando mis aletas! ¡Y están ensangrentadas! ¡Algún dedo, como pinchito, me ha cogido!

Y sigo pataleando un poco por sentido de coherencia, algo tendré que hacer. Pero en seguida me pongo a cavilar y me abstraigo. Es un defecto que tengo. Cuando padezco mucho estrés me evado. ¡Su hijo es apático! le decía a mi madre el doctor Ceferino. Pues no lo debe ser siempre, contestaba mi santa madre, porque fuera de aquí es muy salado, el chiquitillo. Pero cuando iba allí, a la consulta, ¡hija, nada que hacer!: distraído perdido. Ni contestaba. Ponía cara de besugo y babeaba. Poco más. Pero el origen del problema estaba en Don Ceferino. Era tan superlativamente horroroso que su fealdad me estresaba, su rostro me parecía como una antesala de la muerte y, claro, yo me bloqueaba sobremanera. ¡Pobrecillo!

¡Ay este niño, siempre se le va el santo al cielo! – suspiraba mi madre.

La pobre tenía razón. Y más en este caso. ¡Y tan al cielo!

Yo también estaba en lo cierto: al final, la vida es meterse o no (en la boca del tiburón).

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