martes, 27 de marzo de 2012

Enric y el vacío



Enrique Cimientos se tiró un pedo tan horroroso en la ducha que tuvo que salir apresuradamente para no morir gaseado. Se había administrado a sí mismo tratamiento de judío holocáustico, sin quererlo, aplicándose la Solución Final. No había comido legumbres ni nada por el estilo, y tampoco esa tarde había padecido flatulencias. Pero ya se sabe, lo de peerse es como la fatalidad, en ocasiones acontece la tragedia cuando menos te lo esperas.

Enric –como le apodaban sus amigos del club de golf– salió de la ducha de mármol de carrara y se quitó los restos de espuma de gel (de sales termales de Karlovi Vari) con la toalla. Reflexionó un momento sobre el inconveniente de discurrir por la vida sin objeto alguno, y más tarde sobre la metástasis progresiva de todo organismo vivo. Luego pensó sobre un par de arreglos que convendría hacer en la eslora del yate familiar. Luego dejó de pensar. El pensamiento en exceso era como la vida: tedioso por acumulación.

Cogió en aquella ocasión el BMW deportivo por aquello de que era viernes. Tal vez después de finiquitar la mañana en el despacho se acercara directamente a la zona nocturna de tapas. De ese modo se evitaría un trayecto. Mientras conducía pensó en un tejón atropellado que había visto días atrás. Debía ser una hembra, a juzgar por su orondo vientre. Tal vez el animal no pudiera cruzar lo suficientemente rápido por la carga del embarazo. Pensó en la pelambrera que tendría aquel mamífero en sus genitales, envuelta en jugo almizclero, durante el acto que se traduciría en aquel bombo. Le recordó a una inglesa adolescente que se había tirado de joven en el reservado de una discoteca exclusiva, la cual descuidaba su depilación íntima. Hoy día los tiempos habían cambiado; era difícil encontrarse una chica que no llevara aquello depilado. No por fuerza cualquier tiempo pasado fue mejor, se dijo Enrique.

Entró aminorando en segunda al parking de la empresa, accedió al edificio y subió por el ascensor privado al despacho del director, su padre. Cuando se acercaba a la puerta del despacho Sandra, la secretaria, le detuvo con su clásica sonrisa, un tanto traviesa.

–Perdone, Don Enrique. Su padre está manteniendo una reunión con parte del consejo de dirección. Me pidió expresamente que nadie les molestase.

Y luego le hizo un guiño sexy. Era una cochina. Quería mambo. Él lo sabía.

–Estupendo–, contestó Enrique lacónico(con grélicos), y se encaminó a su despacho.

Pensó en Sandra. El culo de Sandra. Sus tetas. Cómo serían debajo de aquella blusa de vuelo. Su coñito rumboso. Sandra le causaba sensaciones encontradas. Por una parte, tenía pinta de follar como si se fuera a acabar el mundo y eso le agradaba. Pero por otro lado era demasiado sensiblera, demasiado lavado su cerebro por las mentiras de amor que suelen infiltrar en los cerebros las películas, las novelas románticas de vampiros y en general los medios de persuasión que nos dictan tendencias, valores y modelo de comportamiento a reproducir. Probablemente Sandra tuviera un buen polvo, e incluso podría ser lo suficientemente viciosa para complacer a Enrique, pero siempre tendría que mediar aquella pantomima, aquel engaño redentor. No podrían follar como conejos sin prejuicios y punto, no. Todo tendría que parecer un accidente, una pasión pura y limpia. No aceptaba los polvos sin compromiso con tipos honestos, necesitaba de sus mentiras de amor, todo debía, si no ser, al menos parecer romántico y cursi. Los tíos que se la tiraban lo comprendían pronto, por lo que después de llegarle a las bragas con las tretas más viles, luego pasaban de ella; nunca volvían a llamar. Luego ella se sentía como un juguete roto preguntándose qué podría haber salido mal. No alcanzaba a entender que ella era «lo que no funcionaba bien». Pero ya conocemos la problemática: el ser humano no está a la altura de tan elevados sentimientos. El amor es el infinito puesto al alcance de los caniches. Enrique, en su concepción pragmática de las relaciones hombre-mujer, veía la realidad de un modo más sencillo. Las mujeres estaban siempre hablando de sinceridad y esas mierdas pero lo que querían en el fondo –tal vez de modo no consciente– era un avezado impostor, un comediante experto, tan buen intérprete que las hiciera creerse a ojos ciegos la falacia del maldito amor. No hay dos hombres completamente distintos, sólo cambia el pelaje. Debajo hay lo mismo: lobos. En raras excepciones puede haber otra cosa, generalmente un imbécil clínicamente ingenuo.

En resumen, Sandra era un buen polvo arrastrando la sombra de una infinitud de problemas consigo. Probablemente mentiras superlativas, matrimonio, hijos. Esos polvos nunca valían lo que costaban. Era crucial anticipar el peligro, y él estaba prevenido.

Como no sabía qué hacer y desconocía las aplicaciones y usos de los montones de papeles que había en su mesa, vagueó cotilleando páginas de videos porno en internet. Trató de masturbarse pero no alcanzó el nivel de estímulo adecuado, así que desistió. Observó el mobiliario de despacho pensando que era notablemente anti erótico y frío. Imaginó a Sandra follada a cuatro patas sobre el escritorio y la cosa le pareció mejor. Luego sesteó un rato.

Pasó un tiempo –Enrique no sabría decir cuánto– hasta que recibió una llamada. Era su padre. La reunión había terminado y podía pasar a verle. Se secó los restos de babas que le habían caído sobre la chaqueta y salió. Su viejo estaba quitando la vitola a un enorme habano que a continuación encendió. El viejo lobo de mar se había quitado los zapatos y los calcetines de ejecutivo. Olía a pies sudados.

–¡Qué tal va todo hijo! –le dijo con su voz ronca, de resonancias profundas, parapetado tras su enorme panza.

–Muy bien papi. Un poco cansado de la vida, de sus inercias, pero bien. Tal y como está el panorama, creo que no tengo derecho a quejarme.

–Jaja, y crees bien, pequeño rufián. No te haces una idea de cómo está el tinglado económico: ¡cogido con alfileres! Esto va a estallar muy pronto, ya lo verás. ¡Todo se va a ir a tomar por culo! Aún así, de momento los que se joderán son los pobres, como ha pasado siempre.

El viejo tosió un poco. Suspiró. Luego volvió a chupar de su puro. Entonces descolgó el teléfono y pulsó una tecla.

–Sandra, tráeme un vaso con hielo y la botella de escocés seco, la de la etiqueta negra. –Luego carraspeó–. Por cierto: tú, Enrique, ¿quieres algo?

–Bueno, está bien. Una coca cola.

El viejo lo pidió también. Luego se irguió en el asiento de dirección. Espiró emitiendo un quejido cansado con la garganta al dejar salir el aire. Al poco entró Sandra meneando su culo de primera. Dejó todo en una bandeja y salió bamboleando de nuevo todo aquello tan bien distribuido. Se sirvieron sin prisa, dejando transcurrir la insensatez de los segundos persiguiéndose unos a otros.

–Ah, mis socios, malditas alimañas –exclamó el gran hombre de negocios–. Estos cabrones han estado forrándose hasta hace poco y ahora que vienen las vacas flacas ponen pegas para seguir en el barco. En fin, ¿por dónde íbamos hijo?

–Con eso de que todo está fatal y que nos vamos a ir todos a tomar por culo.

–Ah sí. Bueno, tampoco es nada nuevo. Sabíamos a lo que jugábamos en esto del capitalismo. Tarde o temprano acabaremos todos fagocitados. ¡Al menos tenemos la mano y parte de la banca sobornada! –su padre rió socarrón¬–. Bueno Enrique, ¿y tú en qué piensas?

–¿Yo? Pues en follar, como todo el mundo. En eso y en una máquina de hacer perritos. A veces pienso en eso.

–¿Una máquina de hacer perritos? ¿A qué cojones te refieres? ¿Al nabo del perro macho?
–No, verás. Es una tontería, pero mi amigo Nacho, ya sabes, el del club de golf –su padre asintió–. Bueno, pues Nacho, de cuando en cuando, se acuerda de una máquina de hacer perritos que le regalaron a los quince años.

–Entiendo –contestó el viejo– pero, ¿por qué piensas en eso concretamente?

–Bueno, la verdad es que puede parecer una gilipollez, pero el hecho es que Nacho tiene pasta para comprar lo que quiera. Ya conoces a su padre. Por supuesto, podría comprarse un montón de máquinas de hacer perritos. Qué demonios, podría comprarse hasta un carrito para hacer perritos, de esos que usan los vendedores ambulantes. O una flota entera. Pero ese no es el problema.

–¿Ah no? ¿Y cuál es el problema? –repuso su padre comenzando a impacientarse.

–Pues la cosa es que Nacho no quiere una máquina de hacer perritos cualquiera. Quiere otra exactamente igual a la que tuvo y perdió, la que ya no puede recuperar. Le había cogido cariño y de algún modo, la extraña.

–Está bien –dijo su padre–. Puedo llegar a entender que le cogiera cariño a aquel trasto viejo; al fin y al cabo, recuerda que sigo casado con tu madre después de cuarenta años. Pero si de lo que se trata es de hacer perritos, yo pienso que lo mismo da un cacharro que otro, ¿no? Lo importante es el resultado.

–Puede ser –contestó Enrique– pero precisamente a eso quería llegar. A que quizá a veces no da lo mismo una cosa que otra, ocho que ochenta. A lo mejor las cosas más importantes son aquellas que significan algo especial para nosotros, que pulsan la tecla afectiva concreta de un modo único en nosotros. No sé. Por eso pienso tanto en la máquina de perritos de Nacho. Tal vez ocurra como con las mujeres. En esencia se podría pensar que da igual una mujer que otra mientras esté buena. Que se trata de follar a fin de cuentas, ¿verdad? Que lo importante es el resultado, tener a alguien que te guste ahí y que te sirva a los fines, cualesquiera sean estos, por los que se construyen las relaciones sentimentales. ¿Es eso lo que tú decías, no?

–Exacto hijo. Un chocho es tan bueno como cualquier otro, una mujer guapa tan válida como otra, es sólo un problema de elección. Casi un accidente, se podría decir. En estos tiempos de utilitarismo radical, nadie es insustituible. Así lo veo yo.

–Muy bien papi, pero entonces, dime, ¿por qué sigues eligiendo a mamá después de tantos años? Si diera igual no seguirías con ella. Te irías con la primera.

–¡Jajaja! Desde luego, qué inocente eres todavía, Enrique. Cómo se nota que todavía no sabes nada del matrimonio ni has tenido que enfrentar las responsabilidades de formar una familia–.

Su padre pegó un buen trago al vaso y le sonrió con un gesto extraño, casi malvado.

–Verás. Una cosa es acostarse con una mujer y otra muy distinta ponerle un anillo en el dedo. Asumes compromisos y te vinculas con todas las consecuencias. Tampoco nadie es imprescindible, porque como bien sabes, todos podemos pasar a mejor vida en cualquier momento. Pero digamos que te haces mayor y pierdes cintura. No puede uno estar moviéndose tan rápido por el ring como cuando se es un novato, y es una lección que conviene ir aprendiendo. De lo contrario, pueden noquearte antes de tiempo. La experiencia es lo único que acaba quedándonos a los viejos. Por eso es muy importante mantener los ojos y los oídos bien abiertos, porque la experiencia no es lo que te pasa, sino lo que haces de ello. En fin, ya sabes, no se le pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo.

–¡Vaya papi, qué bien te expresas!

–Si no supiera convivir con las bestias no llevaría tanto tiempo dirigiendo este circo, hijo. Pero bueno, estábamos con la máquina de tu amigo…

–Es cierto. No pasa nada, tampoco es tan importante, supongo. Es sólo que me da la impresión de que algo se está desnaturalizando, algo se está desfigurando irreversiblemente en esta sociedad en la que la gente está siempre corriendo de un lado a otro en pos de algo que ni siquiera sabe bien qué es. Es un poco como cuando alguien grita y echa a correr y el resto le imita para preguntarse, un rato después, por qué sigue corriendo. Me siento un poco como si todos estuviéramos así, apresurados por imitación del entorno. Y quizá por eso acabe convirtiéndose en una cuestión tan importante resolver las minucias, dar importancia a los detalles pequeños.

–Mira hijo, no sé si te habrás dado cuenta pero comienzas a hablar como un filósofo. ¿Y sabes qué son los filósofos? Charlatanes de taberna, arquitectos del vacío. Usan palabras hermosas y parece que dilucidan grandes cuestiones de la vida, pero en el fondo no son otra cosa que vendedores de humo. Sus grandes teorías y cuestionamientos no resuelven gran cosa, en realidad, y mira, si volviéramos al homo sapiens, los filósofos de la manada, los que se quedaban elaborando pensamientos complejos, esos eran los primeros en ser devorados por los depredadores. Al final, y más vale que te vayas dando cuenta de ello, los que dirigen el mundo son los que le echan huevos. Siempre ha sido así y siempre lo será. Si te detienes te atropellan. El tráfico es jodido, no espera a nadie.

–No sé –contestó Enrique–, puede que tengas razón. O que los dos la tengamos, a nuestra manera. De todos modos yo sigo acordándome de la máquina de perritos de Nacho. Y también entiendo que para él sea importante.

–Naturalmente, naturalmente. No hay nada malo en pensar sobre ello. Pero hazme caso Enrique, es muy posible que todo eso que le preocupa a tu amigo acabe diluyéndose con el tiempo por sí solo. Todo tiene su momento. Cuando esté sacando adelante su familia y se vea presionado con los problemas de la vida ordinaria, acabará centrándose en lo verdaderamente importante. Además, debes pensar que somos afortunados y lo que realmente nos tiene que seguir preocupando es tener al toro bien cogido por los cuernos. Que no se te olvide.

Llamaron al teléfono. Su padre lo cogió. «Sí, sí. Pásamelo». Su viejo le guiñó un ojo señalándole la botella de escocés con el dedo. Enrique hizo un ademán rechazándolo. «Sí. Sí. Entiendo. De acuerdo, voy para allá. No te preocupes. Y no hagas nada hasta que yo llegue, ¿de acuerdo? Lo vamos a resolver. Bien, adios.»

–Me tengo que marchar, el deber me llama –dijo su padre mientras se ponía los calcetines–. Otro día seguiremos con esta conversación, si es que te has quedado con ganas de decir algo más.

–No papi, no te preocupes. No importa.

–Muy bien hijo. Pásalo bien. Y arma alguna buena, ¡que hoy es viernes y la juventud es una cabrona esquiva! –su padre rió. Era un hombre muy dicharachero, con un carácter muy extrovertido.

Y salieron del despacho.

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