jueves, 22 de marzo de 2012

Toda esa nieve





Tenemos toda esa nieve, todos esos edificios post comunistas, toda esta tristeza gélida; nuestros aparatosos sombreros con pelo, estos rostros ajenos de mejillas sonrosadas que contrastan con la dureza del cielo; los ojos fríos como simetrías de cisne. La rigidez áspera alojada en los genes. Esa melancolía de tundra en el vano de la noche nos acompaña en silencio, como una procesión de días perdidos en la sucesión de la vida.

Moscú en fiestas es una ciudad hermosa, dicen. Las tiendas y grandes superficies se mantienen permanentemente iluminadas a lo largo de la calle Tverskaya, la plaza Pushkin se cubre de farolillos y el centro se llena de personas estúpidas que se complacen en pasear durante horas observando tras los escaparates las cosas que nunca podrán permitirse comprar. Las amplias vías a ambos lados del Moscova son surcadas por veloces taxis rojos que parecen apresuradas hormigas abandonando el corazón de un hormiguero quebrantado por la tormenta. La gente no parece feliz ni triste. En su lugar, permanecen ajenos a todo sentimiento. Tal vez sea el carácter ruso. Uno no puede huir de lo que, en esencia, es.

En estas fechas suelo pasear por el centro, a pesar de la orfandad gris de las calles en invierno. Me bajo del metro en la parada de Komsomolskaya y luego salgo a caminar sin rumbo preciso. Escucho en mi reproductor viejas canciones folclóricas de Helmut Lotti, Lyudmila Zykina, cosas por el estilo. Hipnos patrióticos, largos estribillos. En ocasiones me pregunto la cantidad de necios que habrán muerto pocas horas después de desgastar la palabra Kalinka entre sus labios, defendiendo ideales que no valen una vida, que probablemente barrieron demasiadas inútilmente. La gente necesita del sentimiento de pertenencia a algo, a lo que sea. Eso da lugar a muchos de los problemas del hombre, a mi entender.

No sé en qué momento ocurrió, pero con el tiempo cambié. En cualquier caso, yo no fui consciente de la transformación hasta que ya era parte de mí. De algún modo, empecé a ver nacer oscuros instintos. Tal vez ya estuvieran allí antes, pero lentamente comprendí que no trataba de darles freno, no podía poner diques a lo desagradable que percibía medrar en mí, porque quizá mostraban a un yo más profundo que el que había pretendido ser hasta entonces. Sentí el vértigo. Y continué.

Dejé de hallar en la condición humana sentido, acaso en la mía propia. No podía entender que la gente depositara su confianza en los extraños de un modo tan irracional. Me ofrecía para ayudar a las señoras con las bolsas de la compra, a los ancianos, a los invidentes, los minusválidos. Lo que fuera que me permitiera participar del trato humano y desentrañarlo; poner a prueba los límites y a mí mismo. Me brindaba a la sociedad por mis actos y rápidamente era valorado sin ser cuestionado mínimamente. Luego, de un modo gradual, fui liberando aquel rumor extraño, dejándolo fluir. Dejé de hacerme preguntas, de hacer consideraciones éticas que no nacían en mí interior; dejé brotar aquella música tétrica más allá de los razonamientos y las palabras. Perdí el miedo a mí mismo, sin importarme a dónde pudiera conducirme aquello. No anticipé lugar a donde pudieran llevarme mis actos y pensé que quizá la indefensión de los otros que tan fácilmente me era revelada hubiera sido puesta en el mundo para dar una respuesta a otros mecanismos nocivos.

Poco tiempo después comenzaron los asesinatos.

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