lunes, 12 de marzo de 2012

Val Kilmer y la cremación


El antes y el después, te jodes del revés.

Debía ser mediodía cuando se despertó. Val Kilmer se miró al espejo y no le agradó el cachalote que vio al otro lado. «¡Puta mierda!», se dijo.

Unos cuantos años atrás había sido un auténtico sex symbol, el terror de las nenas, las vaginas se empapaban y los labios –los de arriba y los de abajo– daban palmitas rijosas suspirando flujos varios por su cuerpo serrano. Pero, ¡ay amigos! ahora parecía una muñeca pepona mismamente. Era una auténtica putada esto de envejecer sin delicadeza. Todavía recordaba nítidamente la de fiestas de la jet set y orgías sin fin que se había corrido en Los Ángeles, Hollywood o Nueva York –por poner tres ejemplos– en los días en que surfeaba en la cresta de la ola cinematográfica. Pero ahora estaba acabado. Sí, tenía pasta, claro. Estaba forrado, pero algo se había perdido en el proceso, de un modo trágico. Probablemente su silueta homínida. Ahora compartía más características anatómicas con una foca constrictora que con un varón caucásico de complexión media. «Lo difícil no es llegar, sino mantenerse», le dijo una vez Sting en una fiesta en una mansión de Beverly Hills. Pero como Sting siempre andaba dando el coñazo con lo buen follador que era, cómo había aprendido a correrse para adentro y porquerías por el estilo, Val pensó que la frase filosófica hacía referencia a echarse un palete sin correrse jamás, como le gustaba hacer al degenerado cantante de los Police.

Miró sus mejillas rosadas, restallantes como cojón de preso en celda de castigo; su papada colgandera, que parecía la de un jodido urogallo con paperas. ¡Jesús! Qué rápido puede degenerar uno en este descenso implacable que es envejecer, para acabar finalmente en una caja de abeto, apestando a pies y ajo. Pensó que si seguía engordando así, a diez kilos por año, tal vez desistieran de intentar hacer medidas para su ataúd y en su lugar, consideraran más apropiado llamar a diez balleneros para que le arponearan y golpearan con remos en la cabeza hasta la muerte. Después le extraerían la grasa para hacer ungüentos y venderían su carne a los japoneses para forrarse aprovechando a fondo sus recursos. Joder, ¿qué cojones hacían los actores y las modelos para mantenerse delgados pasados los cuarenta? Tenía el teléfono de Brad Pitt por algún sitio, podía intentar llamarle para que le explicara sus rutinas. Pero probablemente no se lo cogiera, siempre andaba de un lado a otro, como puta por rastrojo con las malditas reuniones de padres. Es lo que tiene apadrinar –y procrear– como un conejo.

Las drogas. Las drogas eran un buen comienzo, una vía ideal para empezar a perder peso. Inhiben el apetito. Te quedabas hecho un figurín, no había más que ver a todas esas modelos de pasarela esqueléticas con tanto estrés, tanto puente aéreo y tanta coca inhalada como por trompa de elefante. El problema de la droga es que podías acabar hecho polvo si no la dejabas a tiempo, y claro, si la dejabas de consumir regularmente, volvías a ponerte hecho un pepoño. La clave estaba en el equilibrio, en el feliz término miedo (a pasarse). Se acordó de su malograda amiga Whitney Houston. Pobre mujer. Se quedó con un tipín genial, sí, ¡pero a qué precio! Además todo depende, porque mira al capullo de Bobby Brown. Se drogaba tanto o más que la diva y estaba hecho una peonza. Tal vez no estaba hiper gordo, pero sí gordo medio. O sea que coca y panchitos tampoco son la panacea. Si te drogas, tienes desórdenes alimentarios: básicamente comes lo que pillas estando todo el día tirado por el suelo o en el sofá, víctima de la resaca yonki. ¿Si eres millonario qué acabas comiendo? Pues comida rápida. En fin, Val no se imaginaba a un puto adicto tirado en la moqueta de su casita en Long Beach degustando una ensalada de algas con tofú y surimi fresco, qué cojones. Así que la vía de la droga tampoco funcionaba, a no ser que fueras un puto crack o heredaras un metabolismo inmortal, como Keith Richards, Ozzy Osbourne o Iggy Pop.

En resumen, que tocaba inflarse a comida ecológica biodietética, de esa que nunca sabe a una mierda, y correr más que un hámster ruso en una lavadora centrifugando. Cosas que él, no estaba dispuesto a hacer. La cincuentena tiene sus servidumbres. De joven sí que se había pelado el culo en los gimnasios, pero es que de joven le bastaba hacer pesitas una hora, no tenía que bajar tripas, ni perder treinta kilos. Qué cojones, entonces la tabletita le salía casi sola. Ahora tenía también un abdominal muy marcado: marcadísimo, de hecho, pero sólo uno. ¿Tableta de chocolate? Sí, pero de una onza brutal. ¡Maldito metabolismo! Lo de adelgazar resulta muy factible cuando te sobra un kilito o dos, pero cuando devienes león marino, precisas de un milagro, joder.

Fue a la cocina y se preparó el desayuno habitual: café, zumo de arándanos, tortitas con sirope de chocolate, dos huevos revueltos con bacon y baked beans: ¡qué cojones, el desayuno es la comida más importante del día! ¡Ahí sí que no pienso ceder! Luego llamó a sus hijos, pero no andaban por la casa. El mayor seguramente estaría surfeando, como siempre, oteando los ojetes de las bañistas y ligando a troche y moche: era un follarín, como lo fuera su padre alguna vez, y sus múltiples conquistas –que se cepillaba en casa, armando unos escándalos sonoros considerables– eran el orgullo de Val. Su legado no moriría con él. No debía preocuparse por su hijo. Aquel piojo cabrón que no dejaba de chupar de la teta de sus ahorros era un verdadero cabronazo. Sabría salir adelante siempre. La niña era otra cosa. Las mujeres siempre eran otra cosa, qué demonios. Vivía con su madre y se pasaba algunos fines de semana, pero la relación no era muy fluida. Comían en restaurantes caros. Veían películas en pre estreno de las que le enviaban los de Paramount o Universal. De todo menos hablar mucho. Ella siempre estaba colgada del jodido teléfono y Val estaba hasta los cojones de interpretar el papel de buen padre. Resultaba tan sobreactuado que no se creía ni a sí mismo. Pertenecían a mundos diferentes, eso era todo. Siempre serían diferentes. Seguramente su madre le habría llenado la cabeza de gilipolleces a raíz del divorcio, y la niña había tomado partido por la madre herida y abandonada. Muy típico, pasa casi siempre. Val estaba hasta el nabo de disquisiciones morales. A fin de cuentas, esa panda de parásitos vivían de su dinero y no habían dado palo al agua en su vida. ¡Que no se quejaran tanto!


¡Liberad a Val, la orca amiga de los niños!

Decidió hacer algo por su vida, sacarle la lengua a la pereza. Ordenó el equipo de surf, que llevaba bastantes meses criando polvo en el armario. Se entalló a duras penas el neopreno (le iba como un guante, sí, pero como un guante de sado: aquello era una tortura que apenas le dejaba respirar) cogió su tabla y salió por su camino privado hacia la playa para hacer un poco de ejercicio. Hacía un día espléndido, la arena quemaba los pies como el garrafón el tejido hepático, el sol tocaba los cojones oculares bien alto. Val soltó una maldición por haber olvidado las gafas de sol en casa. Pero ahora no iba a volver, apenas había andado cinco minutos y ya sudaba como un puerco: quería remojarse. Entró en el agua cauteloso, sin prisa, salivando mirando los culos, como antaño, como siempre. Él era un hombre de culos y, para su suerte, se había tirado a tías con nalgas espléndidas. Era verdad que unas tetas bien puestas no le amargaban a nadie, pero a su entender, las tetas estaban sobrevaloradas. Y las piernas. Y los labios sensuales. Y los cabellos sedosos. Y las cabezas. Y los cerebros que supuraban idiotez dentro de la mayoría de las cabezas. Qué cojones, toda mujer estaba sobrevalorada, porque no valían lo que costaban, todo era un timo, menos un buen culo. Ay amigos, si cogiera a Jenni Farlopa por la grupa, con ese culo sí que podría un hombre aspirar a la felicidad. Era tan espacioso y luminoso que dejaba espacio para apoyar sobre la rabadilla un cenicero, una copa de buen whisky escocés y todavía te dejaba espacio para el anuario de la liga de béisbol con todas sus estadísticas. Extra de carne con el mínimo de celulitis. ¡El Culo Definitivo! Pensó en la frase «El sexo está sobrevalorado» y se sonrió. La solía decir mucho su buen amigo y compañero de juergas Clint Eastwood, que la soltaba siempre en plan críptico en las entrevistas de los años setenta, y luego se callaba, misterioso, para que los periodistas hicieran conjeturas con lo que realmente pretendía decir. Se preguntaban si para Clint el sexo no era gran cosa, si una paja a tiempo vale más que mil mamadas. O si por el contrario quería dar a entender que el vaquero había montado tanto a caballo que ahora se la ponían dura otras cosas como hacer películas o tocar el piano, cubata (de bourbon) en mano. Como siempre, la mayoría se equivoca y la gente no tiene ni puta idea de nada. En realidad, lo que ocurría era que Clint había sido siempre un avariento miserable, y realmente le jodía que las putas te sacaran sesenta, setenta, ochenta pavos por un polvo sin alma, polvos que él podía sacar –ya desde sus tiempos de figurante– por dos Budweisers en la barra del bar de los estudios con cualquier corista con sueños de grandeza.

En fin, Val había sido un grande, pero hay una realidad común a todas las facetas de la vida: hay un momento en que se tiene, y después se pierde. Es inevitable. Le sucede a todo organismo vivo. La corrupción y el deceso y la melancolía del trayecto, de lo vivo a lo podrido: ¡y esto es todo, amigos! Cuanto más grande y más alta sea la cima de tu éxito, peor será el batacazo. Al menos le quedaba su glorioso pasado y una vejez holgada donde podía hacer lo que le viniera en gana; actualmente, no hacer nada. ¡Pero tenía tantas anécdotas vividas! Pensó en aquel trío con dos enanas que se marcó en el backstage de Willow. En cómo se limpió el ojete con las toallitas desmaquilladoras del presuntuoso De Niro durante un descanso del rodaje de Heat, cuando nadie vigilaba su camerino. (Al rato pudo oír cómo el gran actor maldecía en voz alta y tosía –cof, cof, ¡qué cojones…!– para luego gritar encolerizado «¡Pero qué les pasa a estas putas toallitas: estás hechas un asco! ¡Me va a oír el jodido director de atrezzo!». Qué risas se echó con aquello. Tenía mil historias. Como cuando se cagó dentro del bombo de la batería antes de rodar la escena de “The Doors” de la mamada en el estudio y todos estuvieron preguntando porqué olía tan mal, y buscando mierda del gato de Val por cada rincón del set de rodaje. En fin, la juventud es vivir y la vejez recordar. Si empiezas a pasarte el día acordándote de esto y de lo otro, es que ya has vivido lo que tenías que vivir y empiezan a sobrarte cruces en el calendario del mañana.

De tanto pensar y ponerse triste con sus recuerdos, se fue cabreando: «¡Cojones, no soy ningún viejo!». Así que decidió atacar una ola como en los viejos tiempos, poniendo todas sus energías en ello. Iba a ser como hacía treinta años, no importaba que no fuera el mismo físicamente, su corazón latía a pleno rendimiento. Se irguió sobre la tabla en el mismo momento que la cresta de la ola llegaba a su altura en todo su esplendor, y en aquel instante, deslumbrado cálidamente por los reflejos iridiscentes de la espuma con el sol, del resplandor de los días de juventud en la opacidad triste de su presente, del sabor a salitre en los labios y a derrota en las rodillas cansadas, se sintió rejuvenecer fugazmente veinte años y, de algún modo, se sintió feliz de estar vivo y de seguir haciéndolo (estar vivo). Luego se resbaló de la tabla al no poder avanzar lo bastante rápido por el interior de la ola, perdió pie, y fue engullido por la imponente muralla salada, que le sacudió como un monigote de trapo, haciéndole tragar tanta agua que, al fin, perdió el conocimiento.

Había bastante gente allí, en corrillo, curioseando. El morbo es más fuerte que el propio ser humano, ya se sabe. Al parecer, después de caerse y ser zarandeado por la ola le habían sacado del agua unos surfistas, que luego le practicaron la respiración artificial junto a la orilla. «¿Se encuentra bien?», le decían todo el tiempo. «Diga, ¿cuál es su nombre y qué edad tiene?». «Me llamo Val Kilmer y estoy bien... ¡por favor, dejadme solo!». Los chavales se miraron unos a otros con cara de desconcierto. «¿Cómo dice que se llama…?». Val les mandó al carajo.

La cabeza le daba vueltas y le ardía la garganta. Se sentía bastante idiota y probablemente eso es lo que era. Había tenido un breve momento de iluminación, de catarsis y luego se había ido al carajo. Graciosa metáfora de la vida. Había tenido bastante playa por aquel día, bastante playa por una temporadita, de hecho. Volvió caminando con pasos torpes por su caminito privado, sintiéndose agotado, sintiéndose viejo. Luego se preguntó cuánto años podían quedarle todavía y qué calidad de vida le esperaría; por qué se había descuidado tanto con los años. Por qué esa sensación de fracaso inevitable en el ocaso de los días, por qué la melancolía empapando las membranas de su felicidad. Después se preguntó de qué modo quería que trataran su cuerpo, una vez fiambre. Tal vez debiera empezar a pensar en eso, a juzgar por su estado de ánimo. ¿Entierro? ¿Cenizas esparcidas por la playa? ¿Incineración? Cremación. La cremación –al menos de nombre– sonaba bien. Podrían inventar un modo alternativo, no de tratamiento del cadáver, sino de fallecimiento: cremación. Morir sepultado en crema, engullir dulce crema sin límites que manara a litros de una manga pastelera gigante hasta reventar por dentro. Sería un dulce desenlace para él, un goloso impenitente.

Siguió caminando. No dejó de sentir una tristeza atenazante. Sólo dejó de pensar en ello.

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