miércoles, 7 de marzo de 2012

Nos vamos hundiendo



Es un videocip, de un tal Sak Noel. No sé quién es, pero al minuto del videoclip comprendes que eso no importa, no importa en absoluto. Supongo que las imágenes no tienen porqué ir relacionadas ni directa ni indirectamente con la música, pero en estos casos, las imágenes casi no necesitarían ni ir asociadas a nada: son un todo en sí mismas, una plétora, un exceso, oscura flor de concuspiscencia. Sale un montón de gente, mujeres jóvenes principalmente, en bañador y meneando el culo, contoneándose; desfilando por una pasarela montada sobre una piscina, improvisada al albur de un bosque de pichas. Una cohorte de tipos con cara de estar sufriendo un choque testosterónico ante tanta carnaza expuesta en el asador, farolillos rijosos a punto de explotar, invadidos por el afán libertario de sus pelotas justicieras.

Tiene su gracia.

Es curioso comprobar cómo el sexo ha ido estableciendo su omnipresencia en los medios, paulatinamente, desbancando a la sugerencia o la sensualidad, el atisbo o la posibilidad de algo cálido en la raíz del deseo. Recuerdo, cuando niño, que ver una teta en una peli de Pajares y Esteso ya era todo un logro. La desnudez adquiría la condición de un fin en sí mismo y lo sensual, lo erótico en la propia sinuosidad de las formas, un objetivo más o menos concreto. Tus padres se daban cuenta, pasado un rato, de que te regocijabas en la teta de la vedette y te daban un capón suave. Luego tenías que marcharte a tu cuarto, a consumar la imaginación calenturienta en excreción deyectiva. Ceremoniales entrañables que se ejecutan sin palabras, como en una danza inveterada preñada de encanto y semiologías totémicas procedentes de los viejos buenos tiempos. Hoy día, sin embargo, el sexo parece ser el objeto y acaso el fín omnímodo; la explicitud, lindar en todo caso con los límites de lo pornográfico, la ausencia de compromiso emotivo, la experimentación sensorial extraída del conjunto de todo aquello que nos hace vulnerables, receptivos al enamoramiento, la recreación hedonista, la fabulación intrínseca a la persona objeto de deseo.

Pienso mucho sobre la omnipresencia del sexo en la vida actual, y de forma poco constructiva, lo sé, pero pretendo decir que hay algo triste en todo esto -casi melancólico–, en la nueva visión de los cuerpos deshabitados de alma, poseídos por una afán fornicatorio, amparados en la búsqueda del placer extremo y la nula profundización en el matiz interno, humano; sintético. No pretendo establecer barreras morales, no es mi intención establecer una pedagogía del comportamiento sexual. Creo que se debe follar, follar mucho y sin recato o fronteras. Está bien esa liberación para equilibrar el péndulo respecto a esos tiempos de mierda no tan lejanos en los que morder un culo era delito, remojar la punta un duelo y meter dos dedos un quebranto. Pero tal vez algo se haya perdido en el proceso. Deshumanización, cosificación, empobrecimiento, ausencia. Se podría adjetivar mucho, pero me canso de hacerlo...

Así que allí la tenemos, a ella, sobre una cama geométrica como un ring, de lados equiláteros, preparada para encajar la contundencia del encuentro. La chica es rubia, joven, desvergonzada, de nueva generación, fantasmas católicos a un lado, sexo sin vello dando un paso al frente ante el pelotón de fornicamiento. Una auténtica jinetera de las que se disfrutan más aún cuanto más salvaje es la causa que el efecto. A él le gustan las niñas con el culo gordo, su verde sonrisa, joder a matar. Tetas grandes, aunque no tersas. Asomo de estrías como rocío de cañaverales descendiendo por el barro del invierno. Una completa pervertida queriendo ser rellenada como un redondo de ternura por un buen pene enhiesto. El año del gato, de la gata, de la astuta felina en celo esperando maliciosa el mordisco en el vientre, la lengua en el cuello, la glotis invadida por un glande insurrecto. Bilis y marea de espuma para lubricar el levantamiento. Ella, por su descaro, su afán recaudatorio de esperma y ardor interno consigue sacar lo peor de él, o lo mejor, llegado el caso, de su natural aptitud para interpretar el papel de militar violador y genocida con las niñas huérfanas del campamento de refugiados en el corazón del desamparo. Él se nota obsceno, salaz, visceral, venéreo; sin diques posibles ante el caudal de lo violento. Seis condones –media caja de XL– empeñados en el deficitario negocio de abrir el mar de la lujuria como Moisés, con una daga incólume como un pepino en un cesto.

Tras el primer polvo, él se duerme, cansado por el alcohol, la calima satisfecha en el bajo vientre de la ventana, y después el frío aliento de la luna, y el cáliz domesticado de su contricante, derrotado a los puntos. Pero ella no espera, ya esperó demasiado tiempo, y le despierta, le lame, le atrae hacia sí y le inhala hasta el último aliento espérmico. De nuevo pasaje hacía ningún cielo, ninguna fe, en el tranvía ovárico que marca final de travesía sobre un melocotón hambriento. Él se levanta con las primeras horas del amanecer para sacar al perro, que se revuelve inquieto, no por la inminencia del paseo sino por el almizcle en el ambiente: querría reclamar su parte en el apareamiento, pero desconoce cómo hacerlo. Cuatro polvos y tras desvirgar al medio día, por la tarde, durante la siesta, ella reclama más divertimento. «Quizá pienses que estoy enferma, pero después de cuatro años con mi novio, follando por prescripción legal los días de victoria del Atlético o de borrachera vacacional para esquivar al tedio, me podría subir por las paredes, o frotar como una osa enferma de deseo, esperando que el tronco férreo de tu abeto pueda poner fin, a la hoja perenne triste, de su hacinamiento.»

Por la tarde, él ve alejarse a la chica con una cadencia cansada en su distanciamiento. Feliz, pero despeinada de canas al aire. Seis condones. Seis polvos. Seis intentos de amagar al lento hibernar que es hacerse viejo.

Pero él no se enamora, ni probablemente se enamorará, porque ya no se trata de eso. Queda demasiado sexo duro para compartir con extraños pero al amor se le ha pasado su momento, hace ya tiempo.

Un bonito sol de media tarde vierte su cálida luz, como destello de navaja hendiendo el corazón del autoestopista, sobre las zorras de la ciudad, que esperan agazapadas en sus madrigueras el mejor momento para depredar a las raras criaturas que aún resten en la noche; inocentes o ajenas al peligroso suburbio de espejos concéntricos en el que todos, unos más y otros menos, nos vamos hundiendo.

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