martes, 7 de diciembre de 2010

No sé qué más (chapter tú)


(Dadle al play antes de leer, ¡perros Sarracenos!)



¡Ah, sí! Ya me acuerdo de qué más.

Proseguí con mis reflexiones de ultrarumba. Se me iba a arreguñar el cacumen de tanto pensar del tirón. No sé por qué razón, evoqué la vez que más había llorado de tristeza en mi vida. Fue en el festival de Benicassitecaesporunpeñascomendrugo. Aún sentía, como celulitis en las anfractuosidades del alma, las lágrimas de dolor que me asaltaron cuando anunciaron por megafornica que se cancelaba la actuación de Donato y Estéfano. El camello que me vendió el peyote con el que intentaba sobreponerme de tan ominoso desajuste en el corazón me miró compasivo y me dijo: “Son cosas que pastan. En la pradera. Del dicho al hecho, berberecho. Be-derecho. Que sino te saldrá joroba. Y no querrás darle ese disgusto a tu madre, ¿verdad? Mal rollo. Luis XV”. Atendí a sus sabias palabras, me erguí ostentosamente y dejé de ser monárquico en el acto.

Mientras, en algún otro lugar allende los suburbios de la ciudad, Honorato Camelaunrato rasgueaba su ukelele melancólicamente a la luz de la luna. También tocaba su instrumento musical, sisando notas afligidas a la sonrisa sardónica que enarbola el desconsuelo al contemplarnos. Enfrentado al mundo. Enfrentado a la incomprensión. Enfrentado a cinco dedos prensiles de mandril que le asían la chistorra, como corbata talla S de Sepu al cuello (de pavo) de un pocero de Guarromán. Cuento esto (sin venir a) cuento, por jugar a la palindromía un rato. Adviértase con carácter previo la existencia del palíndromo, (excluyendo entreparentesizado anterior) y venérese la extraordinaria sapiencia, genialidad y modestia sin parangón del amanuense que aquí consigna. Pero enseguida retomamos la narración donde la habíamos dejado, en la casa de lenocinio y blenorragia, que luego se me duermen.


“¡Perdone las disculpas!” le dije a Cucufata, la meretriz que discutía sobre Heidegger y sus posibles concomitancias unimodales sinalagmáticas con la Crítica de la Razón Pura de Kant(o como el culo) con Aniceto. Interrumpí la animada charla. “¿Querida trabajadora bucal, adalid de la involución labial, me permite tomar prestado a su contertulio por unos breves instantes...? Graciaaas”.

Así al bueno de Mr. Hall de la levita como a un nabo por las hojas, como a un senegalés por el tronco; como a un caucásico por el tallo; como a un pekinés por el brote (de soja cárnica). Consternado se hallaba. “¡Es increíble, intolerable, insufrible, indignante, inaceptable, inadmisible, inenarrable, inasumible, insoportable, inextricable, incognoscible, inaprensible, infarto de miococo, in-bécil el que lo lea!”, mascullaba. Al parecer, Cucufata estaba totalmente a favor de la última emanación legislativa del Parlamento, que acababa de aprobar por mayoría mayoritaria la Ley de la Selva y la Ley del Embudo. Ella consideraba que, ante tamaña crisis que se cernía como una negra sombra sobre nuestras despreocupadas inconsciencias, lo más práctico era dar cobertura legal a lo que indudablemente iba a regir el comportamiento socioeconómico de los poderosos empresarios, multinacionales y entidades financieras supracomunitarias en relación a las clases trabajadoras (esclavas) en las fechas venideras. Tras sus abusivas prácticas empresariales de riesgo, se planteó refundar el capitalismo, hasta que descubrieron que era notablemente más fácil refundar a los siervos del sistema quitándoles un poquito más. Grandes fortunas contentos: todos contentos. Nada como subsistir en el fango para aprender a valorar lo bueno de la vida. En el fondo lo hacemos por vuestro bien. Habéis estado viviendo por encima de vuestras posibilidades y ahora os toca apretaros el cinturón. Por insensatos. Cuando los bancos obteníamos unos beneficios del 66% y los especuladores del suelo nos hacíamos millonarios tabicando las orillas del mar, ahí no os quejabais, ¿eeeh? Pues ahora, cuando vienen mal dadas por vuestros despilfarros en tiempos de bonanza, a recortar tocan. ¡He nicho!

Así estaba el mundo, pero en fin, hay que seguir bebiendo, ¿no? Pues dos tazas. De güisqui, a ser posible.

Horas después, transcurrida nuestra apasionante escapada nocturna al serrallo para debatir las abstrusas dialécticas que habitan tras el dinamismo moral en el matrimonio de lo gutural y lo divino, marchamos a contemplar, a las claritas del día, las vistas del amanecer sobre el viaducto. Una colorida paleta entre rojizo coágulo menstrual y rosado forro de vagina de bonobo del Kilimanjaro salpimentaba el hemoglobínico firmamento. Era como encontrar a tu agente de seguros atropellado por un trailer frente a tu puerta: una vista maravillosa. Los primeros suicidas de la mañana, intentando contravenir a las impertinencias de la muerte, trepaban ya sobre las placas de polimetacrilato instaladas para que los suicidas, poniendo un poquito de esfuerzo de su parte, cayeran desde mayor altura y se hicieran más daño. ¡Ah! ¿Acaso no era hermoso este mundo de mierda? ¿Acaso no podíamos por menos que congratularnos ante tantas beldades como acaecían a cada minuto a la humanidad merced de su propia idiosincrasia? Improvisé un poema mental, de tanta belleza prosódica como percibía en la condición humana:

Violación, violencia, ablación.
Zoofilia, zoquetez, zurraspas.
Pederastia, pedofilia, rinoplastia.
Genocidio, magnicidio; magnum almendrado.
Celulitis, celulares, colitis auditiva.
Políticos, policías: polla en tu culo.
Crímen, costas de Crimea, ¡crí-crí! (afirmó la cigarra)
Me la comían. Melancolía. Me la sacudo.


El lirismo sacudía mi ser como látigo de iraní los lomos y culos de los declarados judicialmente infieles. La creatividad bullía en mi interior como esperma en recto de oveja en celo de pastor soltero. Aniceto también se hallaba visiblemente perturbado por los estertores finales de la juerga que nos habíamos corrido aquella noche. Me confesó que le había tocado la patata una epatante frase de amor sincero que le había sido confesada aquella noche. “¡Sácamela más para adentro, tunante!”. ¡Ay! No somos nada, peleles desmadejados por las veleidosas sendas por las que nos extravía el amor. Pobres mortales al albur de las noches perdidas.

En mi caso, no hubo tal grado de catarsis metesacosa. Lo más bonito que me habían dicho era “¡Aaay! ¡No me hagas cagar para dentro, hijo de putativo!”. Esto es porque mi padre, Alfrenillo, no llegó a conocer a su verdadero padre, Quinquenario. Se sabe que mi abuelo marchó una vez a comprar tabaco, hallándose su esposa en estado y que jamás regresó. Mi abuela hubo de criar sola a mi padre. Se especuló con varias teorías. Unos dijeron que el motivo de su desaparición era su adicción al juego. De la rayuela. En repetidas ocasiones mi abuela sorprendió al abuelo en la intimidad dando saltos precisos y ordenados sobre las baldosas de la cocina al tiempo que entonaba extraños cánticos: “una, dola, trela… ¡catola!”. También fue sorprendido numerosas veces hurtando tizas de la pizarra cuando asistía a las reuniones de padres del colegio Nuestra Señora del Cenagal. El caso es que la semana que desapareció, casualmente se organizaba un torneo mundial de rayuela en Kuala Lumpur al que asistirían los más insignes y consumados especialistas en dicha suerte. Un amigo de Quinqué (tal era su apodo-logo) sospechó que tal vez éste tuviera pensado viajar a dicha localidad al ver asomar un billete de avión de “Kuala Lumpen Airlines” del bolsillo de su pechera. Al ser interpelado por la naturaleza de tal adquisición, Quinqué farfulló que había dejado pendiente una cuenta de finos y altramuces en el bar de las Torres Petronas y que tal vez se pasara una tarde para saldar la deuda. Los amigos no ocultaron su recelo, más si cabe al descubrir que corría el año 1940 y tan famosas torres ni siquiera se habían concebido sobre plano.

Y bueno, se especuló con otras teorías menos contrastadas, como un posible ajuste de cuentas por tráfico ilegal de mapaches estonios por la costa oriental de Torrepacheco, o alteración biomórficogenética de fertilizantes industriales fecales para su posterior uso como carne de hamburguesas en cadenas de comida rápida (esto posteriormente se supo que lo hacía Mc’Donalds, pero respetando puntillosamente todos los controles sanitarios exigidos para el tratamiento industrial de la caca animal). El caso es que ante tanta ignominia como pesó contra la familia y ante el impopular hecho de que mi abuela criara en soltería a mi padre Alfrenillo, éste, llegado el momento de la responsabilidad paternal para conmigo, decidió seguir la tradición iniciada por su patriarca y abandonar a mi madre como mandaban los cánones. Eso sí, fue mucho menos ingenioso en su huida. Montó un puesto de estalactitas recién hechas en Roquetas de mar que incomprensiblemente quebró y más tarde se recicló trabajando de temporero del fresón sus últimos años, hasta que falleció tiempo después en un poblado yonki, víctima de su adicción al algodón de azúcar de las ferias (era diabético).

Pese a todo, he de confesar que tuve suerte, pues poco tiempo después un agricultor de semillas de opio afgano que se hallaba de intercambio cultural con España (intercambiaba una estancia temporal en nuestro país por unos presentillos para un narcotraficante gallego en forma de heroína sin cortar) se hizo cargo de mí al enamorarse perdidamente de mi madre, pasando yo a ser hijo putativo suyo. Los dos tórtolos se conocieron en una pelea clandestina ilegal de poligoneros politoxicómanos encocados que se celebraba en Navalcarnero Ciudad Dormitorio cada noche de las calendas de mayo en la que el endoplasma de la soledad transmigraba en difteria.

Pero dejemos atrás el pasado irrevocable. Centrémonos en la hermosa alborada que nos auspiciaba los más prometedores presagios. Nos fuimos pasando la botella de vino en la bolsa de papel, pegándole buenos tragos mientras nos entreteníamos animando a los suicidas que resbalaban una y otra vez, se magullaban pero continuaban peleando por encaramarse a aquellas placas del averno que hacían tan utópico el abandono último de la oscuridad redentora.

¡Y de repente…!

No sé qué más.

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