jueves, 16 de diciembre de 2010

Líbranos del bar, himén.



(Dadle al play antes de leer, ¡cenutrios!)



Trasnochar. Ser malo. Excederse. Incontenerse. Ensalmuerarse hepáticamente. Proyectar valores transaminasales hasta el infinito y más acá.

A quien madruga dios le ayuda. A quien trasnocha dios le empluma. Cuando nos sobrevienen estos pensamientos tan manidos, tan putrefactos de cotidianeidad, esas necróticas prospecciones de conciencia en las que se perjura que no se volverá a incurrir en los errores sempiternos, cíclicamente cometidos, nos sonreímos un poco. Así. De tapadillo. Tengo un familiar que más o menos una vez al mes, en su “estado” del Caralibro pone lo mismo: “no vuelvo a beber”. Yo os propongo un título alternativo que me parece infinitamente más realista y constatable de facto:

“No vuelvo a vivir”.

¿Qué por qué os cuento esto? Pues primero porque esta noche he dormido más o menos lo que dura una siesta larga y no sé qué hacer para no fenecer. Bueno. Sí sé qué hacer. Verborrear. Y segundo porque no estáis ahí. Me consta que tengo, como mucho, tres lectores o cuatro. Ello depende de si me salto alguna pastilla de mi medicación para lo del trastorno múltiple de personalidad o no. ¡Qué emoción jugar con el peligro y dejar que entren en escena esas vocecitas que conspiran en mi cabeza para que lleve a cabo las tropelías más disparatadas, tales como patentar el cóctel de ginebra con espumillón de hamster ruso y una pizquita de napalm restregada por el borde, mezclado, no sacudido!; o cardarme al estilo setentero el bello rectal. O qué sé yo. O qué yo sé. Sea como fuere, fuere como suele. Lo mismo me da que me da lo mismo. Cómo me gusta cuando entra justa. No se me pone dura cuando hay holgura. Pasapatraña. Comodín del público. Del bello público. Que alguien trate de detener esto, por dios.

Lo sé, lo sé. El engaño este del narrador. No cuesta tanto. Podría intentar conmover vuestras ateridas almas con frases pestosas pseudo literarias en plan:

“En aquella hora decisiva, Tulip se regocijó contemplando, quizá, la alborada más hermosa que sus avezadas pupilas habían aspirado jamás a aprehender: su humor vítreo reverberaba ante tamaña solemnidad visual manifiesta. Después aseguró la manguera al cierre de elevalunas eléctrico, encendió el contacto y realizó una profunda inspiración mientras el CO2 iniciaba su cadenciosa expansión por el interior del vehículo. Sabía que se hallaba poseído por una desmesurada determinación suicida, pero no cabía otra opción. La redención de sus pecados no era posible. Debía pagar el precio por haberse dejado llevar por la lujuria, acariciando furtivamente a un queso Gouda sin el consentimiento de su legítimo comprador.”

Pausa dramática para excretar. (Momentos de gran emoción). Ahora vuelvo.


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¡Esto es el no va menos! Escritura automática a tiempo real. ¡Increíble-ble!

Y a todo esto, ¿por qué leches sigo escribiendo y para contar qué y a quién? Me he autoconvencido: a cagar. ¡Ah, no puedo, si acabo de ir! (jujjujj, ¿habéis visto qué astucia la mía?, ¿cuán ponderable mi intelecto? ¡Qué desparpajo perifrásico y qué desenvoltura prosódica gasto!

Y no sé qué más. Bueno, sí. Me gustan los garrapiñados. Eso lo tengo claro, algo nada desdeñable en estos tiempos de naufragio moral e idiosincrático.

Y líbranos del bar, himén.

2 comentarios:

  1. Me apunto lo del cardado rectal para nochevieja!! Y también creo que las garrapiñadas son el último vestigio de la cultura occidental

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  2. ¡Marchando una de azul de rizos en el ojal-dre, ínclito señor!

    Estoy de acuerdo con tu reivindicación garrapiñil. Y por supuesto, siempre a favor de la inconmensurable trascendencia y notoriedad de la minucia.

    Abrazotee!!

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