viernes, 4 de noviembre de 2011

Salvo en éste caso




Katy da a luz a dos mellizos, uno negro y otro blanco.

Y Koné piensa en asesinar a Katy. Tan vulgar es.

¡Ay la vida, qué reveses tiene! La de veces que se habrá contado la clásica broma del tipo blanco que es corneado sin saberlo y cuando nace el retoño se descubre el pastel. De chocolate. Y ahora lo mismo, pero al revés.

En este caso al revés, porque Koné es negro. De Liberia. Y su pastel es merengue: un bastardo del Real Madrid. Hay que joderse.

Koné que tanto ha vivido, que tanto miedo ha visto refulgir como vómito de bulímica en las pupilas de sus víctimas.

Koné fue mercenario. Participó en conflictos armados. Por dinero, claro. Irak. Antigua Yugoslavia. Colombia: su programa estatal contra los cárteles. Finalmente, Costa de Marfil. Conculcó derechos humanos. Dificultó el derecho de autodeterminación de los pueblos. Reprimió manifestantes pacíficos. Masacró población civil. Con desdén. Como quien libera un pedo silente sobre el suave lino de un cojín terso. Como quien aplasta una hormiga. Emitiendo un plácido bostezo.

La empresa tapadera para la que trabajaba era una compañía privada de seguridad. Grandes pagadores. Gente seria. Que saben hacer las cosas. Así da gusto.

Después, la jubilación. A los treinta. Dejó el oficio porque ganó el suficiente dinero y siguió vivo para gastarlo. Se instaló en París. Fumó. Bebió. Inspiró temor y disfrutó con ello. Se corrió buenas juergas con las putas de Montparnasse, los gángsteres de baratillo, las barras últimas de la noche. Contempló infinidad de mujeres por la parte de las raíces hasta que una hermosa flor germinó en su tiesto: Katy. Una francesa colonial, de marfileña exuberancia, negra como un interno en estado crítico de la unidad de quemados, en el hospital del deseo inconcluso.

Koné se enamoró. Claro. Hasta el tuétano. Y la cagó. Ahora lo constata al ver ante sí un bebé negro y otro blanco. Qué hacer.

El médico dice que pudiera ser algún gen recesivo perdido. O tal vez en su árbol genealógico, o en el de Katy, hubiera algún blanco y lo desconocieran. Koné escruta al médico franchute. Es blanco. Blando. Mirada esquiva, temblorosa. ¿Y si fuera el padre? Koné está cabreado y cuando se cabrea se torna impulsivo. Se deja llevar por lo peor de sí mismo. A la mañana siguiente el doctor no acude al trabajo. Sus compañeros preguntan por él, extrañados. Ignoran que en éste momento su cuerpo descansa apacible, en el fondo del Sena, con una piedra enorme atada al cuello. Eso sólo lo saben Koné y el muerto. Pero los muertos no hablan. Están mejor callados. Sin hacer desafortunadas conjeturas sobre etimologías de bebés blancos.

El cabreo de Koné sigue en aumento. En la calle, con el carrito, el mendigo borracho del banco hace un chiste sobre los helados de nata y chocolate. El manchurrón de vino torna arroyuelo escarlata en su pecho cuando Koné le raja el cuello en un callejón desvencijado. Koné hace desaparecer el cuerpo en el alcantarillado. Quemando en su jardín manos, pies y dentadura del borracho. Un profesional es un profesional. Las ratas harán el resto.

Koné está triste, pero no puede hacer nada. No puede matar a Katy. No serviría de nada. Está enamorado. Condenado. Calienta dos biberones en el microondas y suspira ausente. Espera. Para esto ha quedado.

Es de suponer que sería más feliz si conociera mejor la historia de aquella joven mujer pobre. La que en su día lo abandonó en el orfanato de Monrovia por no poder hacerse cargo de él a causa de cinco hijos previos con un díscolo guerrillero de Sierra Leona. La misma a la que luego él asesinó por despecho. Por todas las miserias y maltratos soportados en el hospicio. Dejando a esos cinco hermanos destrozados. Como él, huérfanos. Si la hubiera dejado explicarle, habría conocido el motivo real de su puesta en adopción.

El caprichoso destino quiso verle nacer negro azabache, no mulato, ni blanco. Pero en realidad, Koné, era el resultado de una aventura extramarital entre su madre liberiana y aquel galante alemán, tan guapo, cooperante de ONG, que ayudaba con humanitario tesón en el orfanato del campo de refugiados. Algo había que hacer para no revelar el desliz a ojos del violento y celoso marido.

Pero la vida tiene estas cosas: la vida es una paleta de color inabarcable. Y la verdad se distrae en los matices. El mundo no se rige por el maniqueísmo. Las cosas no suelen ser blancas o negras.

Salvo en este caso.

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