martes, 1 de marzo de 2011

Haga-kaka Blues



(Dale al play, así te ambientas, cacaseno!)


La luna llena irradiaba su suave luz en el interior del pequeño apartamento de la prefectura de Haga-kaka donde el joven Tadao Gustiko se aliviaba penetrando a una rebanada de tofu. La textura suave y tersa del alimento le procuraba intensos momentos de placer al avezado onanista. Además, ahorraba una barbaridad en papel higiénico post-tocamental y cuando luego reutilizaba el tofu en ensaladas y guisos, la textura cremosa y singularmente tierna que éste adquiría, merecía encendidos comentarios de elogio por parte de las visitas que eran invitadas a cenar. Tadao observó su acostumbrado ritual. Terminó el acto con júbilo escrotal, extrajo con sumo cuidado su pene del sicalíptico, nutritivo alimento, para no verter nada. Envolvió el tofu con papel de estaño y lo guardó en su respectiva balda de la nevera. ¡Qué bonito era el amor… cuando se practicaba!

Concluido el proceso seminal, siempre asaltaba a nuestro protagonista como un leve mohín de tristeza velada, de varada melancolía en el muelle del desamparo. Por eso, tan pronto alojaba el Tofu en el níveo corazón que esconde todo frigorífico, marchaba presto a conectarse a Internet. ¡Ah, qué gran invento de la modernidad! ¡Este .com, este www (Wild Wild West)! Te evitaba el engorro de tratar con los seres humanos, permitía respetar la barrera de lo físico, no descubrir las vulnerabilidades, las imperfecciones, las inconsistencias del yo volcado al crudo exterior. Abrió el buscador y se metió en su página favorita de suministradores de pienso para hamster bielorruso bubónico. Le saltó un banner en la pantalla, un spam publicitario:

«¿Busca una mortaja?».

¡Cáspita! ¡Ya no sabían qué vender! A dónde nos habían llevado los vertiginosos tiempos en la era del progreso. Luego escuchó el sonido de un mirlo extraviado, piando. Instintivamente alzó la cabeza, buscando el móvil del que pudiera proceder el sonido. Lo primero que había pensado es que había escuchado un politonto (el que lo lea). Hasta tal punto tenían metidas las nuevas tecnologías en la mollera. ¿Qué habían hecho con el ser humano subsumido en un entorno postcapitalista? ¿Por qué tal desarraigo con la propia naturaleza biológica, animal? ¿Hacia qué oscuros vericuetos se dirigía aquella sociedad inhumana? Cariacontecido, se peyó de soslayo, con abandono. Luego, huyendo de la contaminación atmosférica vernácula, se dirigió al lugar de donde procedía el inesperado piar. Abrió el ventanuco y allí, escojonado en el alféizar, vio a un pajarraco enano con un ala aparentemente rota. Pobre criatura, se dijo Tadao. ¡Extraviada en el devenir del inasible presente! ¿Y si de verdad tenía el ala rota, cómo podría descender y sobrevivir a la caída de veinte pisos que había desde el apartamento de Tadao hasta el suelo? Declinó comprobar su ala y le dio un golpe con la mano al pollo enano, dejándolo caer al vacío. Vio cómo caía haciendo algún aspaviento triste, lejanamente inútil. En cualquier caso, el ave no voló. Soltó algunas plumas al chocar contra el suelo, eso sí. Tadao se sintió en paz consigo mismo. Había auxiliado a un alma perdida.

De nuevo Tadao frente a su computadora. ¡A esto se reducía la vida moderna! ¡Menudo tedio tecnocrático! Tardes y más tardes. Y luego noches y más noches frente a la pantalla. ¿Qué había sido de jugar en las calles? ¿Qué había sido de secuestrar niños en los parques infantiles? ¿De violar a impúberes en lúgubres zulos atrayéndolos primero con caramelos a las puertas de los colegios? Hasta los violadores y pederastas se modernizaban. Trabajaban desde casa, conectados a los chats, captando víctimas con señuelos, regalos; haciéndose pasar por otros niños. Chantajeando. Usurpando. Corrompiendo. Siempre intrigando, en la red. La posmodernidad prácticamente había aniquilado las relaciones humanas en todos sus estadíos iniciales, simplificando todo hasta los últimos actos simbólicos sin los cuales, no existiría el contacto humano. Así estaban los tiempos. Ya casi nunca pasaba nada. Y si pasaba era en algún país lejano y olvidado. Pobre de solemnidad. Uno de esos países árabes o asiáticos donde la gente, aburrida de no tener Internet, de no tener nada, instigaba revoluciones para reclamar su porción de capitalismo salvaje; de Facebook y Messenger. Los tiempos de guerras santas se hallaban prontos a su fin. Ahora las sediciones eran concebidas secularmente y auspiciadas por las redes sociales. Menos mezquitas y alcazabas: más Mc Donald’s y cibercaféses. Pero el presente en las grandes ciudades industrializadas nunca avanzaba. Nada transcurría. La vida se volvía un poco como una novela de Murakami. Te pasabas todo el desarrollo, el texto de tu existencia, esperando que pasara algo. Ni siquiera algo muy sublime o genial. Ni notoriamente bueno ni singularmente nocivo. Sólo ALGO. Medianamente significativo. Singular. Reseñable, quizás. Y cuando llevabas trescientas malditas páginas de la narración de tu vida metidas para el cuerpo, te dabas cuenta de que protagonizabas un argumento pobre. Sin chicha. Una vida prescindible, a fin de cuentas. Un libro intrascendente, como tantos otros que pueblan estanterías sin faz; huecas en realidad. Entes prescindibles, como cagarro huérfano sobre viaducto. Como las infames novelas de Murakami. Como tantas de nuestras insulsas vidas. En aquellos tiempos de medianía y tibieza fatal, por no saber, no sabíamos ya ni fracasar como es debido.

Tadao se mesó el ojete con efusividad. En realidad, tampoco habíamos evolucionado tanto. Se sintió como un jodido simio rascándose impíamente. ¿Treinta siglos de civilización para qué? ¿Evolución o involución? Dicha sensación quedó refrendada cuando no intentó contener el impulso de olerse el dedo que había introducido en su recto para aliviar el picor. ¡Ah, qué aroma funesto! ¡Como el de una civilización en pos de su agonía última! ¡La antinomia irresoluble, la degeneración imparable! Trascendimos al propio hombre, a su especificidad biológica, a lo que hubiera podido esperarse de su evolución natural y he aquí nuestro premio: la autodestrucción.

Tadao dejó sus consideraciones transhistóricas existenciales a un lado, extinguió la escasa iluminación del estudio, apagó el ordenador y se metió cuidadosamente en el futón, para no deshacerlo mucho. Mañana sería otro día.

O no.


Para mi librera. Por atreverse a leerme.

1 comentario:

  1. Estás al cabo de la calle en lo referente al onanismo nipón. Además, tiene razón en refugiarse en internet tu prota: en el ciberespacio siempre puedes pulsar la tecla escape, y en la realidad no

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