viernes, 25 de marzo de 2011

Sin tener por qué


En estos tiempos de decadencia, el amor es lo único importante. ¡Lleguemos juntos, vida!



Dos viejos amigos sentados. Aniceto y Siracuso. Charlando a ratos. A ratos callando. Mirando por la ventana. Otro atardecer gris. Gris pelusa; gris fracaso. Mierda de expectativas de vida no alcanzadas. Siempre es lo mismo. Plano cenital. Zoom acercándose. Primer plano de uno de ellos. Mirando a las Batuecas. Relajado. Esparcido en el sofá. Chupando de un bote de cerveza. Eructando de cuando en cuando, desdeñosamente. Comienza a sentirse incómodo con algún aspecto de la humanidad. Lo expresa.


–Joder, Aniceto, estoy asqueado de veras. El panorama que se avecina es negro-ojete-de-babuino. Esta sociedad se está deshumanizando y echándose a perder a un ritmo vertiginoso. Como dijo un sabio, dentro de doscientos años ya no habrá más hombres y mujeres: solo habrá gilipollas.

–Talmente de acuerdo, tunante.

–No sé, tío, hay como una progresiva tendencia a la transitoriedad de los vínculos humanos, cada vez la gente va más a lo suyo sin importarle una mierda el resto. Consumimos novedad. A ver si me explico: antes la gente se ennoviaba formalmente, luego se casaba y se pasaban toda la vida juntos. Yo no digo que ese fuera el mejor sistema, naturalmente. Ya sabemos que hay cosas que se acaban, casi todo, de hecho, y no parece muy deseable llevar veinte años soportando a la misma persona como si fuera un encadenamiento perpetuo dictaminado por algún despiadado juez de familia. Pero mira lo que pasa ahora. ¡Utilizamos a la gente para nuestros fines y luego, cuando se agota lo que nos interesaba sacar de ellos, los desechamos como carcasas inútiles!

–Bueno, no sé. Tal vez haya algo de eso, no digo que no, pero la gente sigue buscando y necesitando amor. Un poco como ha sido siempre. Simplemente la gente no aguanta si no le interesa.

– ¡Pero tú mismo no me negarás que la gente es cada vez más interesada! Buscan el beneficio inmediato y cuando no les compensa, hacen borrón y víctima nueva. ¡Tan tranquilamente! Partimos del hecho innegable que en las relaciones humanas hay cosas buenas y cosas malas. Que la pasión por definición no dura y que también esos elementos, los perniciosos, los no tan agradables, deben entrar siempre en cualquier ecuación relacional. Sin embargo, esta mierda de sociedad de consumo, de capitalismo despiadado y obsolescencia apremiante, esta era de lo inmediato, no sólo nos lleva a consumir productos desenfrenadamente y a desecharlos al menor contratiempo, ¡es que nos está conduciendo a consumir personas, amistades, almas y a dejarlas en la cuneta por la más nimia avería, a la menor pérdida de aceite en el motor del sentimiento! ¡Pasamos de llevar al taller de la reconciliación el vehículo seminuevo de nuestras relaciones!

–Bueno, querido Siracuso, me temo que nuestra relación no sería lo mismo si el motor de tu sentimiento empezara a perder aceite, ¡jajaja! ¡Me preocuparía que me salpicases! Pero sí, entiendo lo que quieres decir. Ya se sabe que los primeros meses en las relaciones sentimentales son los buenos. Luego todo se vuelve un poco, digamos, previsible. Falto de emoción. Monótono. Y ahora además hay muchas tentaciones, mucha red social, muchas maneras de estar intercomunicados con extraños, invitaciones a pecar, a adentrarse en historias que implican innovación para las relaciones henchidas de tiempo extra. Si te aburres de alguien puedes picotear por ahí fuera en cualquier momento.

– ¡Y no solo eso! De algún modo hemos acabado interiorizando esa voracidad reinante en las sociedades de consumo desenfrenado. Nos bombardean con anuncios que nos invitan siempre a probar el último e innovador producto revolucionario de turno. De paso, salpimentan cualquier cosa que quieran vender intercalando sexo en el mensaje, porque apelan a nuestras frustraciones, a nuestra carestía de relaciones táctiles, porque la gran revolución de la intercomunicación global que nos brinda la informática lo que ha acabado haciendo es debilitar, sino herir de muerte, justo a eso: a las propias relaciones físicas en detrimento de una suerte de virtualidad de mierda que se descompone tras tristes pajas solitarias al abrigo de una webcam preñada de sordidez y ajeneidad allende las bandas anchas.

–Joder, ¡qué mundo este! Al final tanta promesa de lograr la máxima comunicación global, el contacto con la realidad, con las personas, con el mundo, ha acabado auspiciando el efecto contrario: más soledad.

–Exactamente. Pero lo dramático es que ha ido permeabilizando en la conciencia colectiva, o tal vez debiera decir en la inconsciencia colectiva, la idea de que hay que abanderar lo nuevo y desprenderse de lo que implique el más mínimo problema, la menor contrariedad técnica.

–Pues sí, creo que tienes bastante razón en lo que dices. Lo único que, oye, nos estamos poniendo demasiado profundos, ¿no te parece? A lo mejor lo que habría que hacer es aceptar las cosas como vienen, asumir nuestra condición de hormiguitas, de pequeño eslabón integrante de un todo sin mucha capacidad de cambiar la situación y adaptarnos. Ya sabes. Evolucionar. Darwin. Mutemos, ¡qué cojones! No hemos impuesto las reglas, pero podemos aprender a jugar.

–Sí, claro –dijo Siracuso, haciendo una pausa para exprimir su bote de cerveza–. Supongo que eso sería lo más práctico, pero al menos déjame quejarme de lo que pasa. De los jodidos androides en los que nos estamos convirtiendo. Soy el nuevo Nostradamus postindustrial vaticinando el Apocalipsis. Veo la decadencia y anticipo el horror. Permítome anteceder dialécticamente a la tragedia, si usted concede.

–Claro, claro. Faltaría más. Y opinas con mucha sensatez. No se te puede negar.


Pequeña pausa en la conversación. Siracuso hace un burruño con su lata y la lanza a la papelera. Falla el tiro. Gruñe contrariado. Con un deje de pereza largamente sostenida. Aniceto se pone de pie y va a la cocina, en busca del whisky, la cubitera y los hielos. Se le puede oír trasteando con la nevera. Abriendo cajones. “Ya va siendo hora de empezar con bebida de verdad, ¿no te parece? ¿Quieres que te traiga patatas, cacahuetes o alguna porquería por el estilo para acompañar?”. “No te preocupes Ani, si te empeñas, acaso unas aceitunas, pero me trae sin cuidado. Lo importante es la hidratación, que es de lo primero que se muere uno. ¡Venga esos whiskazos! ¡Enfermera, aquí!”.

El zoom se aleja. Encuadre amplio. Travelling lento, ligeramente inclinado, plano medio, recorriendo el pequeño apartamento de izquierda a derecha. Primero la cocina. Se perciben sombras chinescas: Aniceto maniobrando. La cámara se desplaza a través del salón, desordenado, anárquico. Ropa tirada. Revistas esparcidas. Bandejas con restos orgánicos encostrados, asidos a los platos como entes macrobióticos residuales porfiando por átomos de supervivencia, eones de insignificancia. El plano continúa. Siracuso repantigado sobre el sofá. El extremo de su pantorrilla rebasando el brazo del sofá, columpiándose juguetón y desordenado, como atendiendo a una sinuosa música tribal desacompasada: autómata totémico del pulso arrítmico, del desdén anodino de una tarde famélica que se extingue sin oponer resistencia ante la crónica de una oscuridad anunciada. Fin de plano. Metacrilato y plexiglás. Amplitud inhóspita. Una noche brutal, azul marinada, como el fin de la ilusión de un náufrago en medio de un vasto océano estragado de catástrofe naviera. Muy arriba, alguna estrella apartada. De tan solitaria y lejana, semejante a asteroide huérfano de Principito herido de melancolía.

Travelling veloz de derecha a izquierda. Aniceto sale de la cocina con una gran bandeja en las manos. Cuidadosamente esquiva las minas antibandeja que pueblan el suelo del salón. Deja la bandeja sobre la mesa. Botella de whisky, dos gruesos vasos de sidra, cubitera rebosante y un cuenco lleno de patatas fritas. Aniceto se pone cómodo, se rasca los cojones y luego empieza a prepararse un cubata bien cargado. Siracuso inspecciona los elementos dispuestos sobre la bandeja. Tuerce un poco el gesto. Ani le increpa.



–No tengo olivas. Te jodes, mamón sibarita.

–No pasa nada rufián. Si no hubiera whisky sí que podrías temer por tu culo.

– ¡Vaya! ¿Qué pronto empieza tu motor con lo de las pérdidas de aceite, no?

–Que más quisieras tú, ¡julandrón! Este casco alemán sólo penetra en territorio enemigo femenino, jajaja. Bueno, ¿por dónde íbamos?

–Pues por lo jodido que está el mundo para ti. Tu discurso es bastante monotemático.

– ¡Hay que joderse! Yo al menos soy un filósofo de nuestro tiempo, un epicúreo urbano. Un esteta de lo moralmente pretendible. Mi discurso puede ser monotemático pero el tuyo es temática-mono. Estás todo el día hablando de coños y tetas, tío guarro.

–Eso no es verdad. También hablo de fútbol.

– ¡Pues ya ves para lo que hemos quedado! Al final dan igual siglos y siglos de civilización. Son en vano. Antes teníamos el Pan et circensis; ahora triunfa el Fútbol et conejis.

–Eso te pasa por darte ínfulas de ser evolucionado. En realidad, no estamos tan lejos del mono como piensas. Para eso basta con pasearse un rato por el zoo y ver cómo se comportan los chimpancés, los mandriles o los macacos de culo rojo. Estoy convencido de que al comienzo de la especie, los macacos no tenían el culo así. Eso ha sido evolutivo. Una mutación. Del uso, jajaja.

–Calla filibustero, que ya me estoy acordando de la conversación de antes.

– ¿Filibustero? ¿Me llamas pirata? Vaya, vaya, lo de tu pérdida de aceite ya empieza a ser avería grave, ¿eh, sarasete?

–Jajaja, maldito filólogo de tres al cuarto, estás a la que salta, no se te puede apodar nada creativo. A todo le sacas punta, ¡malandrín!

–Tampoco te vayas a creer. Sobre todo le saco punta al matraz de carne, que para eso está, para verter soluciones químicas en otros recipientes, ¡jijiji!

–Bueno, a ver, estábamos con lo de esta transitoriedad relacional humana, este usar y tirar que no cesa.

–Ah sí. Tú estabas viéndolo todo negro, como jerbo de gay atascado en túnel del amor, para variar.

–Convendrás conmigo en que las perspectivas tampoco es que sean muy halagüeñas.

-Pues no mucho, no. Pero yo soy de los que ven el vaso medio lleno en lugar de medio vacío.

–Medio lleno de mierda, en lugar de medio vacío, ¿no?

–Venga, Sir. Lo que te vengo a decir es que según se miren las cosas, se pueden encontrar soluciones. Un pesimista en los malos tiempos sólo ve crisis galopante. Un optimista ve oportunidades, semiescondidas entre tanta ponzoña que nos circunda.

–Nos circuncida, más bien…

–Bueno, lo que quieras. La cuestión es que yo veo estos tiempos de usar y tirar personas, de profilaxis relacional, de sublimación de la utilización símica (somos jodidos simios) de la otredad como una oportunidad para el mero disfrute de los múltiples placeres que se brindan a los que saben jugar sus bazas con naipes marcados.

– ¿A saber, Anicetín?

– Pues mira, tontín, las cosas ahora funcionan por parámetros más ajustados a la realidad de nuestra mísera naturaleza de mandriles. Esto es así, aunque nos pueda incomodar reconocerlo. Hace treinta, cuarenta años, en este puto país, lo que había era infinitamente más hipocresía. Éramos iguales que ahora, pero se cuidaban más las formas por el qué dirán.

–O el “por dónde nos darán”.

– Como prefieras. Con este percal, el tipo que se casaba se condenaba a cadena perpetua, y el que no se casaba era encasillado de rarito, de individuo al margen de la normalidad, de excéntrico o bohemio de dudosa moralidad. Así que prácticamente todo el mundo se casaba y la gente se movía por estrechos márgenes. Sin embargo, ahora, ¡no hay que andar con máscaras ni siguiendo estamentos morales estandarizados!

–Vale. De acuerdo. Más libertad. ¿Y?

– ¡Cómo que “y”! Pues mira, no sé tú, pero a mi no me parece tan mal el folleteo generalizado. Al final, a todos los tíos nos gusta lo mismo, pero antes era más un problema de que te lo pudieras permitir. ¿Tú sabes la pasta que podía suponer tener una querida?

– ¡Joder si lo sé! Cómo no costaría aquello que mi abuelo Rufo tenía una querida y mi abuela se lo contaba a las amigas con cautela… ¡pero algo así como orgullosa! Que tu marido pudiera mantener a una concubina era signo de distinción, ¡de clase alta! ¡Mi abuela lo veía como normal en un hombre de su posición!

–Vaya, curiosa historia familiar. Pero, eso sí, accedía a ello quien podía permitírselo. El resto de infelices al lupanar de mala muerte, a pelarse la alcaparra, con la primera guarra, hasta que sobreviniera la muerte monetaria. ¡Toma serventesio que te ha regalado mi lírica vertiginosa! ¡Jurjurjur!

– ¡Estás hecho un poeta!

– ¡Lámeme la bragueta! ¡Jajajaja! ¿Será posible? ¡Estoy en racha poética, hay que hacer algo! ¡Corre, tráeme un bloc, que se me desparraman las ocurrencias literarias!

–Ejem, eso parecía un pareado de parvulario, o incluso de inferior nivel mental. Pongamos por caso, afín a la capacidad intelectiva de una musaraña sefardita en tiempo de recreo.

–Anda, desconocía la afiliación hebraica de tales pequeños mamíferos. Por cierto, ¿en qué trabajaba tu abuelo, el que se podía permitir la querida? ¿Cuál era su posición?

- ¿Su posición? Pues por lo que tengo entendido, a cuatro patas. Así no tenía que verle el bigote a mi abuela y no se enredaba con el nido de ratas que tenía por pelo. Aparte mi abuela era aficionada a comer ajo crudo y le olía el aliento a puré de rata muerta.

- ¡No hombre, me refería a su profesión!

- ¿Su profesión? Pues me parece que profesaba la confesión bosquimano-sintoísta, a judgar por las pipas de la paz que se fumaba con los amigotes. Pero no sabría decirte a ciencia cierta.

- ¡Será posible! ¡Me estoy refiriendo a en qué trabajaba!

– Anda, leche. ¡Haber empezado por ahí! Pues regentaba una carnicería clandestina en un cuarto piso de un bloque de oficinas en Naval-carnero.

– ¡Maldita sea! Gran elección de localidad para el tráfico ilegal de chicha. ¿Y tanto dinero da eso?

–No veas tú. Mi abuelo Rufo pagaba las letras del piso de la querida en onzas de lomo argentino. ¡No veas tú lo que era aquello! ¡Oro cárnico! ¡Tenía que esconder los fajos de billetes no declarados debajo de montones de carne picada!

–Fíjate qué cosas, Siracusete, ¡descendiente de todo un potentado bovino! ¿Y de qué falleció tu abuelo si puede saberse?

–De gota.

–No me digas. ¿Se comía todos los excedentes? ¿Dieta estricta de carne en todos sus formatos?

–No, no. Murió de gota, pero de gota a gota. Como la tortura china. Solía dormir la siesta en el sofá con mi abuela y a ella se le caía el moquillo. Con la mala suerte de que siempre se le caía sobre el mismo sitio de la calva del abuelo. Tras cuarenta años de convivencia le acabó llegando al cerebro. Un drama. Murió por los gases.

– ¿Gases? ¿Qué gases?

–Mi abuela sufría de flatulencias severas. Incontinencia gaseoductal. Se peía con tanta virulencia durante las siestas, en la sobremesa del cocido, que aquellas ventosidades nocivas penetraron por el agujero y acabaron necrosando el cerebro del pobre Rufo.

– ¡Pero qué me estás contando! ¡Esta historia es increíble!

–Y tanto que lo es. Me la acabo de inventar.

–Pero bueno, Aniceto, ¡cómo puedes ser tan cabrón!

–Viene de fábrica, Sir. Está en mis genes. Vengo de una estirpe de tratantes de carne. Lo quieras o no, al final todo se pega, jajaja.


Los dos amigos rieron con ganas asidos a sus cubatas de whisky. Los apuraron y rellenaron los vasos. Continuaron con sus reflexiones sin albergar grandes esperanzas acerca de nada. El futuro era lo único que les quedaba, apuntalado ante un presente siempre mutante, en eterna disolución; haces de tiempo incompleto. Minutos deshilachados en el jersey ajado que nos tricota el tiempo. Continuaron conversando hasta altas horas. Sin resolver nada. Sin pretenderlo. El uno incidiendo en la dimensión decadente de la posmodernidad. El otro, ladino, sabiendo encontrar la veta de pureza en el sustrato de turbulencia. Y así siguieron, hasta que todo pareció cobrar sentido, de algún modo.

Sin tener por qué.

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