lunes, 12 de diciembre de 2011

Pasaban cosas




Pasaban cosas. Siempre estaban pasando cosas. Pero casi nadie se daba cuenta.

Un día, en el río, Rupert miró la oscura corriente y notó cómo desde el agua, ocultos por una sombra opaca, los ojos de las burbujas grises miraban a los hombres.

Otro día se escondió astutamente para espiar a las veletas, que, aprovechando el opaco velo de la noche cerrada, abandonaban los tejados para señalar clandestinamente destinos que jamás conocería el hombre.

Descubrió que los objetos inanimados poseían vida. Lo único que ocurría era que los seres humanos eran demasiado torpes y estúpidos para entender sus movimientos; para comprender que no hay una sola verdad, sino múltiples, y que a veces, creer que sólo existe una senda para llegar a tu destino es la manera más efectiva de perderse.

Las personas solían extraviarse en lo sencillo, ¿cómo pedirles pues que se dieran cuenta de la realidad que subyace tras montañas de estupidez y mentira?

Pero Rupert era distinto. Siempre lo fue. Tenía el don de una percepción única, de ver la vida a través de dos cruces de fuego que iluminaban el atlas oscuro que resume el mundo.

Pronto Rupert fue entendiendo que ver lo que los demás no ven, sentir lo que los demás no sienten, te condenaba a pastar lejos del rebaño. La singularidad es un factor de exclusión social. Lo distinto es rechazado en tanto que puede poner en tela de juicio la verdad establecida como generalmente válida. No interesan las visiones alternativas de la realidad. Lo extraño es perseguido y estigmatizado por el bien de la comunidad y sus paradigmas adquiridos.

Así Rupert fue viendo cortadas sus alas. Problemas de integración en el colegio, fracaso escolar, estudios en centros especiales, inadecuación al mercado laboral, inadaptación a las reglas de la sociedad. Finalmente, marginalidad.

Ahora Rupert manipula un ovillo de lana, al pie del roble, mientras mamá en la cocina asa el pavo para la cena de nochebuena. Los otros adolescentes no le aceptan, por lo que carece de amigos. Le suponen tonto, con un ovillo entre las manos. Pero no juega con él: trata de aprender el teorema oculto que conmina a los tejidos a utilizar un lenguaje algebraico basado en fractales recursivos alternos, de difícil comprensión para las personas. Los textiles también tienen sueños, miedos y anhelos, pero nunca son escuchados, a causa del egoísmo de los hombres, que es infinito.

Toda la realidad que creemos percibir es la pura escenificación de un engaño.

Y Rupert debe cargar con el peso de toda la estupidez del ser humano.

En la cena familiar, se muestra taciturno. Harto de poseer los únicos ojos que vislumbran el vertedero que habitamos. Harto de la responsabilidad de un saber demasiado grande para ser ignorado. Toda la familia interacciona inútilmente, esgrime la siniestra daga de la conversación absurda para herir al de al lado con su tedio. Se cantan villancicos, se vierten fingidas muestras de cariño entre los primos, tíos, abuelos y demás asimilados. Se honra la efeméride del consumo. Hacen poco caso a Rupert porque cada vez que habla les hace corroborar su impresión de que es un tarado.

Después, comen sin recato, cacareando al unísono como palomos inquietos.
Rupert escucha atentamente las disquisiciones del pavo, que le habla de una apasionante vida interestelar más allá de la segunda reencarnación en ave. Si tienes suerte en el reparto, puedes alcanzar una vida plena navegando por los confines de las estrellas más remotas.

El cuco del reloj le habla de su futuro. A través de una lengua mental basada en la reverberación de la madera tallada sobre los anillos del núcleo, le cuenta que la eternidad es atemporal como un reloj roto. Que no es real la muerte. Que todos formamos una conciencia colectiva experimentándose a sí misma subjetivamente. Que sólo somos la imaginación de nuestro ser habitando el sueño de algún otro.

Después de la cena, durante los postres, los platos rezan y los cubiertos cantan salmodias proféticas sobre el vacío del alma. El mantel susurra cánticos zuavos y los polvorones son pedazos de lágrimas.

Rupert no puede más. Son demasiadas voces eufónicas queriéndole mostrar la complejidad del mundo mientras los demás comensales se preocupan de varices, Ibex 35 o calvicies tempranas.

Rupert se levanta de la mesa y manda callar a toda la familia de un grito. Todos se quedan estupefactos por lo inesperado de ver al tímido chico intervenir autoritario. Entonces lo suelta:

"¡Esta maldita sociedad humana es un absurdo, vivís todos engañados!"

El silencio grita en la estancia hasta que la madre abraza al chico y le dice que ya le va tocando su pastilla para los nervios.

Rupert se resiste a perpetuar la mentira solidaria, no puede participar un día más del engaño. De pronto, es tan fuerte el ataque de ansiedad y frustración que experimenta, que cae fulminado al suelo, víctima de un colapso. Sufre un derrame cerebral y fallece.

Es un chico con suerte. Se mueve en segmentos vectoriales de un tiempo arbitrario.

Instantes después, rondando la quietud espectral que rodea la constelación de las Hespérides, el frágil polvo de estrellas es atravesado por un veloz pavo intergaláctico que prosigue su largo viaje hacia los desmadejados confines del ovillo llamado "universo conocido".

1 comentario:

  1. Y tú dónde has aprendido a escribir así de bien? Ojiplática me he quedado. Un placer haber descubierto tu parte literaria, de la cual, aquí entre nos, nuestro común amigo J.G.R. no me había hablado. Ya le ajustaré las cuentas.
    Besos.
    Tula.

    ResponderEliminar