jueves, 23 de septiembre de 2010

Del desconcierto





Membranas. Texturas. Cavidades.

Los recuerdos de un escritor ausente. La maldita tristeza del tiempo. Ése engaño. Ésa rueca en el telar que no deja de girar sobre un eje enfermo.

Treinta siglos de mentirosos. No dejan de brotar. Como hongos en verano, allí se les puede ver, medrando, contando sus mentiras, multiplicándose; como el odio cerval. Como el vacío. Todos mudos en realidad, subproductos de sí mismos. Copias de imitaciones. Reproduciendo las mismas ideas, llegando a idénticas conclusiones. Vaciando un todo inhábil con su nada cegadora.

Afuera llueve. Las gotas golpean estúpidamente las superficies. Revierten contra el cristal esmerilado. Pero nada cambia. El cielo sigue siendo una promesa de herrumbre gris, un ancho manto de desespero.

A veces sueño con ella. Entonces, viene a mí y me dice que fue un error. Que aún es capaz de albergar sentimientos. Que no es un jodido lagarto. Que espera que lo entienda, de algún modo, aunque ya sea tarde.

Como si fuera posible.

Sin rencores. No se puede contravenir al pasado.

Cuando me habla así, oníricamente, algo se restituye en mi alma. Dura poco tiempo. Pero es mejor que nada.

Se puede estar finado rodeado de cadáveres vivientes. Se puede agonizar eternamente cuando nada de lo esperado termina sucediendo.

Vuelvo a la lluvia contra el cristal, al hombre frente al espejo. Al misterio de los tejidos, de lo vivo que muere. Del pensamiento llagado. De lo que somos, o tal vez no somos, en esencia.

Menos que cero igual a infinito desierto. Bajo la lluvia. Del desconcierto.

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