jueves, 9 de febrero de 2012

El hombre que susurraba al gotelé I




Dicen que el tiempo lo borra todo... Pero es mentira, no borra el gotelé. Ahora que me has echado, melancólico, rasco las paredes rugosas del trastero en que habito por la crisis: una dermis de alquiler.

A veces recuerdo tu piel, cómo era entonces, cuando la acariciaba, cuando te rascaba como a un gatito y me vengo abajo. Pero hay que seguir, no existe otra manera. Siempre ocurre así. Las cosas duran un tiempo y después terminan. El ser humano coexiste en ciclos; la vida tiene sus fases. Nuestra naturaleza propia nos remite a un constante cambio, no sé por qué la gente lucha toda su vida contra eso. Parecen obstinarse contra el devenir natural de las realidades colectivas. Aspiran a una estabilidad universal; un trabajo fijo para toda la vida, una relación sentimental perdurable y una prole de filiación propia –y, por tanto, vinculada a nuestro ser perpetuamente, al menos, biológicamente hablando–. Y más veces de las deseadas, yerran en pos de un sueño inventado que no hace honor a la realidad.

A pesar de todo, he tenido suerte de encontrar este cuchitril porque me sale muy barato y yo, un poco como siempre, vivo a salto de mata, sin grandes ahorros, sin mentalidad constructiva, sin aglutinar nada que un día me pudiera lastrar o convertir en esclavo de lo acumulado.

El trastero es bastante espacioso y además tiene unas ventanitas en la parte superior que permiten el paso de la luz y la ventilación, si se abren. No es gran cosa pero es una especie de habitación grande, como un estudio, y con eso me conformo. Es un sitio a partir del cual ir tirando hasta que deje atrás estos tiempos difíciles, esta nube de incertidumbre que enturbia mi interior, como polvo de un tiempo pasado que se acomoda en el corazón.

Esta especie de cuartito era propiedad de la abuela de Carlos y ahora que ella ya no está, él me lo cede por una miseria. Carlos me ha prestado unos utensilios, una rasqueta o como se llame esa herramienta, y rasco las paredes de gotelé para tratar de dejarlas lisas. Parece que no, pero fijo que así gano un poquito más de espacio. Y además cuando lo hago me entretengo. No pienso, y no pensar es una actividad muy beneficiosa en estos tiempos de tristeza y descalabro.

Por otro lado, pienso en qué estará haciendo Nerea; si quedará en su persona un poso de tristeza o si ya será feliz con algún otro. Por otra parte, sé parte de lo que ha estado haciendo este tiempo. Para bien o para mal, tenemos amigos comunes y uno acaba por desarrollar y alimentar una especie de curiosidad mórbida por lo que acontece al otro, una curiosidad que termina por consumirte si no vas con cuidado. Al parecer, en este momento Nerea reniega de los hombres. Como le suele pasar a todas las chicas –especialmente las que son atractivas– a ella no le faltan oportunidades. Pero juzga el panorama con desencanto. Dice que está harta de que la cultura audiovisual imprima en la psique profunda de los hombres la imborrable enseña del porno. Los hombres se masturban, claro, pero desde hace bastantes años suelen hacerlo con videos realmente obscenos, primarios, videos donde el sexo se convierte en una especie de deporte, de confrontación física y las caricias y preliminares, la ternura, quedan al margen del propio acto. «¡Estoy harta de los tíos! ¡Son todos unos cerdos! Cuando decido irme a la cama con alguno, todos aspiran a lo mismo: darme por el culo y correrse en mi cara. ¡Joder, no hay más que malditos enfermos!».

Y no le falta razón. A mí también me habría encantado hacerle eso más a menudo. Para mí sería el polvo perfecto. Aunque también es verdad que cuando tenía doce años, como no existía internet y tampoco resultaba sencillo conseguir una película porno o revistas por ti mismo, nos conformábamos con mucho menos. Nuestro imaginario íntimo era infinitamente menos sofisticado. Recuerdo haberme masturbado usando un catálogo de Alcampo, con las chicas que salían en la sección de bañadores. No era mucho, pero era algo, y en cualquier caso era preferible masturbarse viendo cuerpos de chicas deseables que imaginándolos. La imaginación estaba bien, pero nosotros no teníamos experiencia ninguna que poder visualizar recordando, y ni siquiera sabíamos qué se sentía al experimentar un orgasmo follando. Así que cualquier cosa valía. También recuerdo que una vez me masturbé en compañía de mi primo, en casa de mis tíos, viendo las partes finales de la película Grease. Hasta con doce o trece años era complicadísimo empinarse con algo tan poco erótico como aquellos jóvenes bailando y canturreando, pero no teníamos nada mejor, así que, mientras Olivia Newton John movía el culo y se contoneaba entrando por el túnel de colorines que daba vueltas seguida de un Travolta restallante de testosterona, nosotros tratábamos de aliviarnos como podíamos. Recuerdo aquella ocasión entre las demás porque, después de un rato, sintiéndonos bastante patéticos pero acercándonos poco a poco a la consecución de nuestros actos retráctiles, mi prima entró en la casa de improviso y apenas tuvimos tiempo de subirnos los pantalones y esconder apresuradamente el trozo de papel higiénico con el que nos habríamos limpiado al terminar. Mi prima pudo percibir el rubor en nuestras mejillas, ciertos vapores producto del esfuerzo muscular y una sonrisa culpable en nuestros rostros que trataba de decir «lárgate por favor, no nos hagas esto más incómodo». Mi prima se marchó finalmente, supongo que dando por hecho lo que éramos: unos babuinos compulsivos, sacudiéndonosla a todas horas sin el menor recato. Y no le faltaba razón. Por aquella época solíamos cascárnosla del orden de seis o siete veces diarias. Aún hoy lo pienso y me da lástima tanto vigor sexual desperdiciado. Rebaso por poco la treintena y hoy día contemplo la idea de echar tres polvos en una noche como el bebé concibe el caminar de los padres: un imposible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario