viernes, 17 de junio de 2011

Romper corazones es un oficio triste






Mientras ella lloraba al otro lado del teléfono, yo cada vez me iba sintiendo peor. No es algo agradable. Pensaba en un poco de todo. Pensaba que me estaba convirtiendo en un cabrón con los años, sin proponérmelo específicamente. Pensaba que cada vez empatizaba menos con la especie humana. Que carecía de sentimientos o de un mínimo residuo de ellos, si es que alguna vez los tuve. Me notaba como de hielo. No sé, como una especie de robot despiadado que va a lo suyo y no tuerce el gesto por nada. El amor me parecía un ente extraño. El entendimiento con otra persona algo circunstancial y pasajero. La amistad un vinculo más endeble de lo que la gente estaba dispuesta a aceptar, y en todo caso, en constante cambio. El Amor. El Amor así, en mayúsculas. Suena bonito pero parece un poco publicidad engañosa. Como las fotos de las hamburgueserías. ¿Big Mac? No me jodas. ¿Si eso es “big” para vosotros, cómo coño sería el tamaño de una hamburguesa small? Porque el amor es como esa foto. El amor verdadero pone "Big Love", con mayúsculas, pero no lo es tanto. O no es tan frecuente, o tan alcanzable, o tan realista en cuanto al tamaño. Es una foto retocada. Una imagen sobredimensionada, alojada certeramente en nuestros cerebros. Desde pequeños nos ponen esas películas donde se aman tanto. Nos enseñan que lo normal es que mamá y papá se quieran. Que hay que cuidar a las niñas. Incluso quererlas. Primeras novias en la guardería o en el cole. Cogidos de la mano. Sintiendo. Pero eso no es así. Al menos no es exactamente así. La gente puede amarse mucho, pero también se odia. Papá grita a mamá. Mamá grita a papá. Los dos se hacen infelices, de cuando en cuando. La novia del cole te ha dejado por ese otro niño más guapo. O más popular. O más afortunado. Para entendernos, te venden el enamoramiento como “I want you back”, de los Jackson Five. Todo alegría y luminosidad. Todo facilidades. Y es verdad que hay algo de eso. Pero es sólo al principio y dura muy poco, joder. A veces no compensa. Muchas veces, de hecho. En unos pocos meses todo se asemeja más a un rollo “Close To You (They long to be)” de The Carpenters. Es una canción un poco cursi, pero al mismo tiempo melancólica y cuando terminas de escucharla se te queda como mal cuerpo. Pues a mí el amor, pasados los primeros meses, me inspira más eso. Y empiezo a cansarme. Puede que muchos años de putadas, desengaños, heridas y broncas bizantinas no te hagan más fuerte, pero dan cierta perspectiva. No te vuelves más sabio pero empieza a soplártela todo cada vez un poquito más. Las cosas no te afectan igual. No pueden afectarte igual. Si con los años no acabas generando cierto escudo, cierta corteza, cierto endurecimiento frente a la agresión externa, todo esto sería a todas luces insoportable. Nos vendríamos abajo. Además, siempre hay alguien dispuesto a joderte, a pisarte la cabeza, incluso sin querer, si con eso puede subir él unos centímetros. No es personal. Es cuestión de indiferencia por lo tuyo y preponderancia de lo suyo. Todo el mundo está en tu contra desde el momento en que limitas su parcela para el egoísmo. Para ir a lo suyo. Tu enemigo está en todas partes. Tal vez no te hayas fijado. Pueden ser tus compañeros de trabajo. Tu jefe por supuesto. El tipo del metro que quiere ese asiento que se acaba de quedar vacío frente a vosotros dos. El cabrón que se cuela en la cola para entrar al garito cuando tú llevabas media puta hora allí y se te estaba pasando el pedo. Esa novia que tanto dice que te quiere y que te está convirtiendo en su jodido perrito faldero. Tu amigo que te dice que cómo no vas a quedar con él con la depresión que tiene porque le ha dejado la novia. El mismo cabrón al que no viste en meses porque estaba todo el puto día abducido por esa misma novia.

Yo la escuchaba sollozando al otro lado, sorbiendo entrecortada, como una niña que se hostia jugando a la comba. Y me daba mucha pena, claro. Te dan ganas de volverlo a intentar. Otra vez. Y otra más. Eternamente. Hasta que resulte. Porque es horrible ver cómo destrozas a alguien a quien supuestamente quieres. Pero quererse es aprender a hacerse daño consensuadamente. Quererse es una puta mierda. Como una horrible dupla poli bueno-poli malo con alguien a quien se la metes regularmente. Algo grotesco. Tragicómico. Pero se supone que tiene parte buena, ¿no? Si no, la gente no lo haría. En su lugar se irían de putas o de putos, se la cortarían, o se sellarían el coño con nailon o venderían suplementos de bromuro para aderezar las comidas. Imagínate.

– ¡Camarero! Buenas tardes. De primero tomaré ensalada mixta.
– Muy bien. ¿Aliño?
– Sal, pimienta, aceite, vinagre y bromuro en polvo, por favor.

No sé. El amor es algo retorcido. Ver cómo alguien se degrada, cómo lucha por conservar algo que le ha llevado mucho tiempo edificar. Ver cómo tú te degradas. Siempre se piensa en reparar el edificio. En salvar los muebles. En salvar lo que sea. Por mero sentido de la coherencia. Pero el amor no es una construcción coherente. Es una insensatez emocionante asentada en el vacío. A veces no se quiere aceptar que el estado de derribo existe, acontece. De hecho acaba llegando muy frecuentemente y no entiende de demoras, de reformas estructurales. Se va todo a la mierda y punto. Porque es lo que tiene que pasar. Porque es mejor así. Porque todo degenera, con el tiempo. Lo primero, nosotros mismos. La historia de la humanidad es la historia de una decadencia compartida, imparable, cíclica y contundente como un mazazo en los huevos de la ilusión por lo imposible.

Romper corazones es un oficio triste. Pero tarde o temprano, lo acabamos desempeñando todos. Aunque no queramos. No se necesita ninguna aptitud especial para estar con una mujer. Cualquier imbécil lo consigue, tarde o temprano. Pero ser capaz de abandonar a una solo está al alcance de unos pocos hombres de verdad. Supongo que por eso siempre me acaban dejando. No sé estar a la altura de las circunstancias.

Al otro lado del cable una voz tembló. Luego transitó del desconsuelo a la ira. Se desahogó rebotando sus ondas contra mi tapiado oído, avejentado a base de filtrar podredumbre y tristeza interminables. Luego poco a poco los silencios se fueron alargando, dando paso a una soledad demasiado ruidosa. El aguacero amainó pero eran demasiados los destrozos. Demasiado el absurdo de la claridad. Demasiada la melancolía que vertemos en las grietas de este mundo sin sentido.

Después, se cortó el hilo.

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