jueves, 27 de enero de 2011

No sé qué más, ¡chapter Tree! (¡capítulo arbóreo!)



(¡Dale al play antes de leer para ambientar, calamar!)


Ah sí, Leñe.

Me desperté en la cama empapado. Y también sudando. Me limpié con las sábanas, como mandan los cánones del savoir faire post-seminal. Luego recordé la trágica historia del tío Eufrasio, que tuvo un viaje astral del que jamás regresó del todo debido a la trágica ingestión de una chufa lisérgica que le tuvo quince años en estado vegetativo y expresándose sólo en bable los días de luna llena en los años astrales de la rata diabética del Uzbekistan. ¡Menudo viaje! Mi madre, Suetonia, siempre nos metía miedo con aquella cercana historia familiar para que no experimentáramos con las drogas. Por lo que pudiera pasar. Al final tiramos por lo seguro. Rehusamos la lisergiquez. Yo me aficioné a esnifar caspa soriásica de las hombreras de mis ídolos rock cuando asistía a sus conciertos y mi hermana, Genitales, se inyectaba emulsión de salsa pil pil en las venas varicosas de glúteos y papada. Para tentar al vértigo celulítico, supongo.

Pensaba en las drogas al recordar la noche loca que acababa de pasar con Ani Hall. ¿Nos habíamos metido algo? Imposible recordar. Aniceto, por su parte, sí que había coqueteado de joven en exceso con las drogas. En una ocasión en que había fumado mucho carnnabys (street), con los ojos inyectados en salmorejo y mientras acariciaba libidinosamente a un ficus polinizante afirmó solemnemente: “ya sé cuál es el secreto de la felicidad: prácticas onanísticas con un pony”. Otra vez me dijo:

– ¿oye, tú sabes cuál es el método anticonceptivo más barato del mundo?

–no.

–exactamente amigo mío, exactamente.

Ani era un filósofo. Dicho lo cual, retomemos la acción vertiginosa. Me asaltaron las dudas. ¿La noche anterior había sido real o fue por el contrario un sueño? Me recordó a aquella inexplicable vez que de niño soñé que me caí, durante una visita al zoo, en la jaula de los gorilas durante su periodo de celo. A la mañana siguiente cuando me desperté, extrañamente, tenía un chichón en el cogote, olía a estiércol de babuino, había medicamentos de opio en mi mesa y cagaba sangre. Me miré de espaldas al espejo y me vi el ojete vuelto como el pellejo de una salchicha. Nunca conseguí explicármelo, tan partícipes de un todo son a veces el mundo onírico y el consciente interfecto, eternamente imbuido de una extraña neblina pareidólica. Dejé mis elucubraciones y decidí telefonear a Ani para que pusiera un poco de luz en mi oscuridad, densa como axila de activista antisistema.

– ¡No me acuerdo de prácticamente nada de lo que pasó anoche Ani! ¡Tienes que ayudarme a recordar!

–Bien. Estás de suerte. Mi proverbial memoria nunca descansa. Lo tengo todo fijado en mi cpu interna. He aquí lo que sucedió: recuerdo vívidamente que dijiste que invitabas tú a meretrices, que no tenías liquidez pero que me lo apuntara. También desayunamos en el Palace y me dejaste a deber cien euros. ¡Ah! Y te pusiste filantrópico y me juraste que la próxima letra de mi piso corría de tu cuenta. Eso fue lo más reseñable de anoche. Lo demás deviene baladí.

–Umm..., ¿estás completamente seguro de que eso fue lo que pasó?

–Totalmente. De todos modos, si aún tienes dudas podemos quedar con mi abogado, que ya está tramitando tu subrogación en el pago de las letras de mi hipoteca y que podrá dar fe de que tales hechos vinculantes se produjeron anoche.

–Pero… ¿cómo puede saberlo él si no se vino de juerga con nosotros?

–Querido sofista, dudador socrático de todo, la solución es sencilla, my dear. Como dijo Calderón de la Broca “esta vida es sueño y los truños, sureños son”. Por eso, por la autoridad que me confiere la inhumanidad y virtualidad de este mundo irreal en el que todos creemos existir, afirmo que da lo mismo que exista tu deuda conmigo o no. Somos mera subjetividad corpórea, así que no vamos a ponernos ahora a tratar menudencias tales como los pormenores de la verosimilitud de lo acaecido anoche.

–Ah, vaya, resultas muy convincente, Aniceto.

–Lo sé. Estudié un curso CCC de cría en lata de berberecho otomano, y esto imprime carácter. Bien, prosigamos pues. Como corolario a las perlas de sabiduría que acabo de verter en esta vacua conversación, sacudiré tu gnosis con una última premisa filosófica que circuncidará tu alma. Veamos. Si una morcilla pierde la tripa que la envuelve, pierde también sus propiedades corpóreas, ¿no es así?

–Pues creo yo que sí, porque se desparramaría y se quedaría chuchurría, ¿no?

–Muy cierto, querido como te llames (soy frágil para los nombres, tú). Pues igualmente, si aceptamos la premisa mayor que acabo de enunciar, la premisa menor sería que, si tú pierdes tus propiedades y te saco las tripas para engordar mi morcilla a tu costa, llegamos a la conclusión de que nada tiene sentido y sin saber hemos sabido, metértela como es debido. Esta ha sido la lección enfitéutica de hoy. Ya puedes aplaudir. Pero no me toquéis, que me gastáis. Fotos no. Gracias, gracias. No quiero tumultos nenas. Organizaos, nombrad una representante y que ella organice una agenda para mis bis a bis con todas vosotras, fanes del mundo uníos. O como dijo el César:

Vini, Vidi, te Cruji.

Dicho lo cual, Ani cayó fulminado como por un rayo al suelo, víctima de una apoplejía mórbida, resultado de tamaño esfuerzo intelectual como se había forzado a realizar para poner a su nombre mi futuro, mi pasado, dejándome en la calle y sin un duro.

¿Continuara…?

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