jueves, 13 de septiembre de 2012

El porqué de la crisis en la UE, Russell "El Midas Moderno"



Leía este ensayo el otro día del gran Bertrand Russell y para mí, da todas las claves de la actual crisis de insolvencia y "rescates" en la UE.

En el ensayo, Alemania sería la Grecia, Portugal, España de ahora, absolutamente depauperada por los pagos imposibles de asumir por parte de los aliados, tras salir derrotada en ambas guerras mundiales.

Muy instructivo de lo mal que se están haciendo las cosas actualmente por los países acreedores en Europa y un ejemplo gráfico por demás de que la historia siempre se repite.


(Resaltaré en negrita las partes que subrayé en mi libro)
El Midas moderno
(Escrito en 1932)


La historia del rey Midas y del Toque de Oro es familiar a todos aquellos que se educaron con los Tanglewood Tales de Hawthorne. Aquel digno monarca, anormalmente aficionado al oro, obtuvo de un dios el privilegio de trocar en oro cuanto tocaran sus manos. Al principio se sintió encantado, pero cuando comprobó que la comida que deseaba tomar se convertía en sólido metal antes de que pudiera tragarla, comenzó a sentirse inquieto; y cuando su hija quedó petrificada por un beso de él, se sintió horrorizado y pidió al dios que lo librara de su don. Desde aquel momento supo que el oro no es la única cosa de valor.

Esto es un simple cuento, pero para el mundo resulta muy difícil aprenderse la moraleja. Cuando los españoles, en el siglo XVI, se hicieron con el oro del Perú, consideraron deseable conservarlo en sus propias manos y pusieron toda clase de obstáculos para la exportación de los metales preciosos. La consecuencia fue que el oro dio lugar a la elevación de precios en todos los dominios españoles, sin que por ello España fuese más rica que antes en verdaderos bienes. Podría satisfacer el orgullo de un hombre el saber que tiene dos veces más dinero que antes; pero si con cada doblón sólo comprase la mitad de lo que solía comprar, la ventaja sería puramente metafísica y no le permitiría tener más alimentos y bebidas, ni una casa mejor, ni ninguna otra ventaja tangible. Los ingleses y los holandeses, menos poderosos que los españoles, se vieron obligados a contentarse con lo que hoy es el Este de los Estados Unidos, una región despreciada porque no tenía oro. Pero, como fuente de riqueza, esta región ha demostrado ser inconmensurablemente más productiva que las zonas auríferas del Nuevo Mundo, que todas las naciones envidiaban en los tiempos de Isabel.

Aunque, como asunto histórico, éste ha llegado a ser un lugar común, su aplicación a los problemas actuales parece estar más allá de la capacidad mental de los gobiernos. Los temas económicos siempre han sido considerados de un modo enrevesado, y esto es más cierto ahora que en cualquier época anterior. Lo que ocurrió al terminar la guerra, en este terreno, es tan absurdo que cuesta creer que los gobiernos estuviesen formados por hombres adultos que no vivían en manicomios. Querían castigar a Alemania, y el modo de hacerlo, sancionado por la experiencia, era imponer una indemnización. De modo que impusieron una indemnización. Hasta aquí todo fue bien. Pero la suma que quisieron que Alemania pagara superaba con mucho el valor de todo el oro de Alemania, y aun el de todo el mundo. Era, por tanto, matemáticamente imposible para los alemanes pagar, excepto en mercancías: los alemanes debían pagar en productos o no pagar en absoluto.
En este punto, los gobiernos recordaron de pronto que tenían la costumbre de medir la prosperidad de una nación por el excedente de sus exportaciones sobre sus importaciones. Cuando un país exporta más de lo que importa, se dice que tiene una balanza comercial favorable; en el caso contrario, se dice que su balanza es desfavorable. Pero al imponer a Alemania una indemnización mayor de la que podía pagar en oro, habían decretado que, en el comercio con los aliados, Alemania iba a tener una balanza favorable v los aliados una balanza desfavorable. Para su horror descubrieron que, sin proponérselo, habían estado haciendo a Alemania lo que consideraban un beneficio, al estimular su comercio de exportación. A este argumento general fueron añadidos otros más específicos. Alemania no produce nada que no puedan producir los aliados, y la amenaza de la competencia alemana se sintió en todas partes. Los ingleses no querían carbón alemán cuando su propia industria extractiva del carbón estaba en crisis. Los franceses no querían manufacturas de hierro y acero alemanas cuando se habían propuesto incrementar la propia producción de hierro y acero con la ayuda de los recién adquiridos yacimientos loreneses. Y así sucesivamente. Los aliados, por tanto, a la vez que seguían decididos a castigar a Alemania haciéndola pagar, estaban igualmente decididos a no consentir que pagara en ninguna forma particular.

Para esta loca situación hallóse un loco remedio. Se decidió prestar a Alemania todo lo que Alemania tenía que pagar. Los aliados dijeron, en efecto: "No podemos dispensar la indemnización, porque ella es un justo castigo a vuestra maldad; por otra parte, no podemos dejar que nos paguéis, porque ello arruinaría nuestras industrias; entonces, os prestaremos el dinero y vosotros nos pagaréis lo que os prestemos. De este modo, la cuestión de principio quedará salvada sin daño para nosotros. En cuanto al daño que hemos de haceros, esperamos que solamente quede pospuesto".
Pero esta solución, evidentemente, sólo podía ser temporal. Los suscriptores de los préstamos a Alemania querían sus intereses, y se planteaba con respecto al pago de los intereses el mismo dilema que se había planteado en relación con el pago de la indemnización. Los alemanes no podían pagar los intereses en oro, y las naciones aliadas no querían que se les pagase en productos. De modo que se hizo necesario prestarles el dinero con que pagar los intereses. Es obvio que, más tarde o más temprano, la gente llegaría a cansarse de este juego. Cuando la gente se cansa de prestar a una nación sin obtener nada a cambio, se dice que el crédito de tal país ya no es bueno. Cuando esto sucede, la gente comienza a exigir que se le pague realmente lo que se le debe. Pero, como hemos visto, esto era imposible para los alemanes. De aquí que se produjeran numerosas quiebras, primero en Alemania, después entre aquellos a quienes los alemanes en quiebra debían dinero, más tarde entre aquellos a quienes estos últimos debían dinero, y así sucesivamente. Resultado: depresión universal, miseria, hambre, ruina y toda la cadena de desastres que el mundo ha estado sufriendo.
No quiero insinuar que la indemnización de los alemanes haya sido la única causa de nuestras calamidades. Las deudas de los aliados a Norteamérica contribuyeron, así como también, en grado menor, todas las deudas, públicas o privadas, en las que el deudor y el acreedor estaban separados por un alto muro arancelario, que hiciera difícil el pago en productos. La indemnización alemana, si bien de ningún modo es el origen exclusivo de las dificultades, es, sin embargo, uno de los más claros ejemplos de la confusión de ideas que ha hecho tan difícil remediar el estropicio.

La confusión de ideas que ha dado lugar a nuestras desgracias es la confusión entre el punto de vista del consumidor y el del productor, o, más exactamente, del productor en un sistema de competencia. Cuando fueron impuestas las indemnizaciones, los aliados se consideraron consumidores; creyeron que sería agradable tener a los alemanes para que trabajaran por ellos como esclavos temporales, y poder consumir, sin trabajar, lo que prudujeran aquéllos. Entonces, después de concluido el tratado de Versalles, recordaron súbitamente que ellos también eran productores y que el influjo de los productos alemanes que habían estado pidiendo arruinaría sus industrias. Quedaron tan perplejos que comenzaron a rascarse la cabeza, pero ello no sirvió de nada, aunque lo hicieron en una reunión y la calificaron de Conferencia Internacional. El hecho simple es que las clases gobernantes del mundo son demasiado ignorantes y estúpidas para resolver un problema así, y demasiado engreídas para pedir consejo a quienes podrían ayudarlas.

Para simplificar nuestro problema, supongamos que una de las naciones aliadas estuviese formada por un solo individuo, un Robinson Crusoe que viviera en una isla desierta. Los alemanes estarían obligados, según el tratado de Versalles, a ofrecerle todos los artículos de primera necesidad a cambio de nada. Pero si él actuara como actuaron las potencias, diría: "No; no me traigáis carbón, que ello arruinaría mi industria de leñador; no me traigáis pan, que ello arruinaría mi agricultura y mi ingenioso aunque primitivo aparato de moler; no me traigáis ropas, porque tengo una naciente industria de confección de vestidos con pieles de animales. No me importa que me traigáis oro, porque ello no puede hacerme daño; lo pondré en una cueva y no volveré a hacer uso de él. Pero de ningún modo estoy dispuesto a aceptar el pago en especies que puedan servirme de algo". Si nuestro imaginario Robinson Crusoe dijera esto, pensaríamos que la soledad ha alterado sus facultades mentales. Sin embargo, esto es exactamente lo que las naciones rectoras han dicho a los alemanes. Cuando una nación, en lugar de un individuo, es atacada de locura, se piensa de ella que está exhibiendo una notable sabiduría industrial.

La única diferencia notable entre Robinson Crusoe y una nación entera es que Robinson Crusoe organiza su tiempo cuerdamente y la nación no lo hace. Si un individuo consigue sus ropas sin dar nada a cambio, no pierde su tiempo confeccionándolas. Pero las naciones creen que deben producir todo lo que necesitan, excepto cuando hay algún obstáculo natural, como el clima. Si las naciones tuvieran sentido común, acordarían, por tratado internacional, qué cosas habría de producir cada nación, y dejarían de hacer más esfuerzos de los que hacen los individuos para producirlo todo. Ningún individuo intenta hacerse sus propias ropas, sus propios zapatos, su propia comida, su propia casa, etc.; sabe perfectamente que, si lo hiciera, tendría que contentarse con un muy bajo nivel de bienestar. Pero las naciones todavía no han comprendido el principio de la división del trabajo. Si lo comprendieran, podían haber permitido que Alemania pagase en ciertas clases de bienes, que ellas hubieran dejado de producir por su parte. Los hombres que hubiesen quedado sin trabajo podrían haber aprendido otro oficio a costa del estado. Pero esto hubiese requerido organizar la producción, lo cual es contrario a la ortodoxia empresarial.

Las supersticiones acerca del oro están curiosamente arraigadas, no solamente en quienes se benefician de ellas, sino aun en aquellos a quienes traen desgracia. En el otoño de 1931, cuando los franceses obligaron a los ingleses a abandonar el patrón oro, creyeron estar causándoles un mal, y los ingleses, en su mayor parte, coincidieron con ellos. Una especie de vergüenza, un sentimiento como de humillación nacional pasó por Inglaterra. Sin embargo, los mejores economistas habían estado insistiendo en el abandono del patrón oro, y la experiencia subsiguiente ha demostrado que tenían razón. Tan ignorantes son los hombres en el manejo práctico de las finanzas, que el gobierno británico tuvo que ser compelido por la fuerza a hacer lo que más convenía a los intereses ingleses, y sólo la hostilidad de los franceses llevó a Francia a otorgar este involuntario beneficio a los ingleses.

De todas las ocupaciones que se suponen útiles, casi la más absurda es la minería de oro. El oro se extrae de la tierra en Sudáfrica y es transportado, con infinitas precauciones contra robos y accidentes, a Londres, París o Nueva York, donde nuevamente es colocado bajo tierra en las cámaras acorazadas de los bancos. Podría haber continuado bajo tierra en Sudáfrica. Posiblemente, las reservas bancarias hayan tenido alguna utilidad mientras se sostuvo que, llegada la ocasión, podrían utilizarse, pero tan pronto como se adoptó la política de no permitir que nunca descendieran por debajo de cierto mínimo, pasaron a representar lo mismo que si no existieran. Si yo digo que guardaré cien libras para un día lluvioso, tal vez sea sabio. Pero si digo que, por muy pobre que llegue a ser, nunca gastaré las cien libras, éstas dejan de ser una parte efectiva de mi fortuna, y daría lo mismo que las hubiese regalado. Ésta es, precisamente, la situación de las reservas bancarias si no han de consumirse en ninguna circunstancia. Por supuesto, no es más que una reliquia de la barbarie el que determinada parte del crédito nacional haya de basarse todavía en verdadero oro. En las transacciones privadas dentro de un país, el oro ha desaparecido. Antes de la guerra aún se empleaba en pequeñas cantidades, pero los que han crecido después de la guerra difícilmente conozcan el aspecto de una moneda de oro. Sin embargo, todavía se supone que, por cierto misterioso artificio, la estabilidad financiera de todos depende de un montón de oro en el banco central del país. Durante la guerra, cuando los submarinos hacían peligroso el transporte de oro, la ficción se llevó más lejos. Del oro que se extraía en Sudáfrica, una parte se consideraba en los Estados Unidos, otra parte en Inglaterra y otra en Francia, etc.; pero, de hecho, todo se quedaba en Sudáfrica. ¿Por qué no llevar la ficción un paso más allá y considerar que el oro ha sido extraído, dejándolo tranquilamente en la tierra?

La ventaja del oro, en teoría, es que proporciona una salvaguardia contra la deshonestidad de los gobiernos. Esto estaría muy bien si hubiese alguna forma de obligar a los gobiernos a observar el patrón oro durante una crisis; pero, de hecho, lo abandonan cada vez que les viene en gana. Todos los países europeos que tomaron parte en la última guerra depreciaron sus monedas, y al hacerlo cancelaron una parte de sus deudas. Alemania y Austria cancelaron la totalidad de su deuda interna con la inflación. Francia redujo el franco a un quinto de su primitivo valor, cancelando con ello cuatro quintas partes de todas las deudas del gobierno reconocidas en francos. La libra esterlina solamente vale unas tres cuartas partes de su primitivo valor en oro. Los rusos dijeron francamente que no pagarían sus deudas, pero ello se juzgó inicuo: la cancelación respetable requiere una cierta etiqueta.

El hecho es que los gobiernos, como otras gentes, pagan sus deudas si les interesa hacerlo, pero no de otro modo. Una garantía puramente legal, tal como el patrón oro, es inútil en tiempos de crisis, e inútil en otros períodos. Un individuo encuentra conveniente ser honesto en tanto quiera poder pedir nuevos préstamos y obtenerlos; pero, cuando ha agotado su crédito, le puede resultar más ventajoso escaparse. Un gobierno está, respecto de sus súbditos, en una posición distinta de aquella en que se halla respecto de otros países. Sus súbditos están a su merced, y, por tanto, no tiene motivos para ser honesto con ellos, a menos que desee volver a pedirles prestado. Cuando, como ocurrió en Alemania después de la guerra, ya no hay más esperanzas de préstamo interno, el permitir que la moneda se devalúe, enjugando así toda la deuda interna, compensa a un país. Pero la deuda exterior es harina de otro costal. Los rusos, cuando cancelaron sus deudas con otros países, tuvieron que enfrentarse a una guerra contra el mundo civilizado, combinada con una feroz propaganda hostil. Son pocas las naciones en condiciones de enfrentar cosas de este tipo y, por lo tanto, la mayoría de países es prudente en lo tocante a la deuda externa. Es esto, y no el patrón oro, lo que determina con cuánta seguridad se puede prestar dinero a los gobiernos. La seguridad es escasa, pero no puede ser mayor hasta que exista un gobierno internacional.

No se suele comprender hasta qué punto las transacciones económicas dependen de las fuerzas armadas. La propiedad de riquezas se adquiere, en parte, por medio de la habilidad en los negocios; pero tal habilidad sólo es posible en el marco de una gran capacidad militar o naval. Fue por el empleo de la fuerza armada que los holandeses tomaron Nueva York a los indios, los ingleses a los holandeses y los norteamericanos a los ingleses. Cuando se encontró petróleo en los Estados Unidos, pertenecía a los ciudadanos norteamericanos; pero cuando se encuentra en algún país menos poderoso, la propiedad del petróleo pasa, de grado o por la fuerza, a los ciudadanos de una u otra de las grandes potencias. El proceso mediante el cual se efectúa este tránsito, por lo general, queda disimulado, pero en el fondo acecha la amenaza de guerra, y es esta amenaza latente la que fuerza las negociaciones.

Lo que decimos del petróleo es igualmente aplicable a la moneda y a las deudas. Cuando interesa a un gobierno envilecer su moneda o cancelar sus deudas, lo hace. Algunas naciones, es cierto, hacen gran alboroto en torno de la importancia moral de pagar las deudas, pero son naciones acreedoras. Y el que las naciones deudoras las escuchen se debe a su fuerza, y no a una convicción ética. Por tanto, hay un solo camino para asegurar una moneda estable, y es tener, de hecho, si no de derecho, un gobierno mundial único, en posesión de las únicas fuerzas armadas efectivas. Un gobierno así tendría interés en una moneda estable, y podría decretar un poder adquisitivo constante en relación con el promedio de las mercancías. Ésta es la única estabilidad verdadera, y el oro no la posee. En tiempos de crisis, las naciones soberanas no se comprometen ni siquiera con el oro. El argumento de que el oro asegura una moneda estable es, por tanto, falaz desde cualquier punto de vista.

Personas que se tenían a sí mismas por tercamente realistas, me han comunicado, en repetidas ocasiones, que el hombre, en los negocios, normalmente desea hacerse rico. La observación me ha convencido de que quienes me dieron tal seguridad, lejos de ser realistas, eran idealistas sentimentales, totalmente ciegos para los hechos más evidentes del mundo en que viven. Si los hombres de negocios realmente desearan hacerse ricos con más ardor del que ponen en mantener pobres a los demás, el mundo pronto se convertiría en un paraíso. Las finanzas y la moneda nos proporcionan un ejemplo admirable. Es obvio que en el interés general del conjunto de la comunidad empresarial está el tener una moneda estable y seguridad en el crédito. Evidentemente, el garantizar en la realidad estas dos supremas aspiraciones requiere que haya un solo banco central en el mundo y solamente una moneda, que debe ser un papel moneda, controlado de modo de conservar los precios medios todo lo constantes que sea posible. Tal moneda no necesita el respaldo de una reserva de oró, sino el crédito del gobierno mundial, cuyo organismo financiero es el único banco central. Todo esto es tan ostensible que cualquier niño puede verlo. Sin embargo, los hombres de negocios no abogan por nada parecido. ¿Por qué? Por nacionalismo, es decir, porque están más ansiosos por mantener pobres a los extranjeros que por hacerse ricos ellos mismos.

Otra razón es la psicología del productor. Parece ser un tópico que el dinero solamente es útil porque puede cambiarse por mercancías, y, sin embargo, hay pocas personas para las que esto sea cierto, tanto emocional como racionalmente. En casi todas las transacciones, el vendedor queda más satisfecho que el comprador. Si compráis un par de zapatos todo el aparato de la venta se descarga sobre vosotros, y el vendedor de los zapatos se siente como si hubiese obtenido una pequeña victoria. Vosotros, por otra parte, no os decís: "¡Qué gusto verme libre de esos mugrientos y repugnantes pedazos de papel, que no podía comerme ni emplear como vestido, y tener, en cambio, este magnífico par de zapatos nuevos!". Consideramos nuestras compras sin importancia en comparación con nuestras ventas. Las únicas excepciones son los casos en que las existencias son limitadas. El hombre que compra un cuadro de un antiguo maestro queda más satisfecho que el hombre que lo vende; pero no cabe duda de que, cuando el antiguo maestro estaba vivo, se sentía más satisfecho al vender sus cuadros que sus protectores al comprárselos. La causa psicológica última de nuestra preferencia por el vender sobre el comprar es que preferimos el poder al placer. Esta característica no es universal: hay manirrotos que prefieren una vida corta y feliz. Pero sí es la característica de los individuos prósperos y enérgicos que dan el tono en una época de competencia. Cuando la mayor parte de la riqueza era heredada, la psicología del productor era menos dominante que hoy. Y es la psicología del productor lo que determina que los hombres estén más ansiosos por vender que por comprar, y que los gobiernos se den al risible intento de crear un mundo en el que todas las naciones vendan y ninguna nación compre.

La psicología del productor se complica por una circunstancia que distingue las relaciones económicas de la mayor parte de las otras. Si producís y vendéis algún artículo, hay dos clases de personas especialmente importantes para vosotros: vuestros competidores y Vuestros clientes. Vuestros competidores os perjudican y vuestros clientes os benefician. Vuestros competidores son, evidente y comparativamente, pocos, en tanto que vuestros clientes están diseminados y, en gran parte, os son desconocidos. Tendéis, por tanto, a ser más conscientes de vuestros competidores que de vuestros clientes. Tal vez no sea éste el caso dentro de vuestro propio grupo, pero es casi seguro que será el caso en lo tocante a un grupo extranjero, de modo que venimos a atribuir a los grupos extranjeros intereses económicos contrarios a los nuestros.

La fe en las tarifas proteccionistas nace de ello. Consideramos a las naciones extranjeras más como competidoras en la producción que como posibles clientes, de modo que los hombres están dispuestos a perder los mercados extranjeros con tal de evitarse la competencia extranjera. Hubo una vez en un pueblecito un carnicero que se enfurecía con los demás carniceros que le quitaban la clientela. Para arruinarlos, convirtió a todo el pueblo al vegetarianismo, y se sorprendió al ver que, como consecuencia, también él se arruinaba. La locura de este hombre parece increíble, y, sin embargo, no es mayor que la de las potencias. Todas han observado que el comercio exterior enriquece a otras naciones, y todas han establecido aranceles para destruir el comercio exterior. Todas se han asombrado al descubrir que resultaban tan perjudicadas como sus competidoras. Ninguna ha recordado que el comercio es recíproco y que una nación extranjera que vende a la propia nación, también le compra, directa o indirectamente. La razón por la que no lo han recordado es que el odio a las otras naciones las ha incapacitado para pensar con claridad en materias de comercio exterior.

En Gran Bretaña, el conflicto entre ricos y pobres, que ha sido la base de la división en partidos desde que terminó la guerra, ha incapacitado a la mayor parte de los industriales para comprender cuestiones monetarias. Puesto que las finanzas representan la riqueza, hay una tendencia en los ricos a seguir la dirección de los banqueros y financieros. Pero, en realidad, los intereses de los banqueros son opuestos a los intereses de los industriales: la defiación convenía a los banqueros, pero paralizaba la industria británica. No dudo que, si los asalariados no hubiesen tenido voto, la política británica desde la guerra hubiera consistido en una lucha encarnizada entre los financieros y los industriales'. Tal y como estaban las cosas, sin embargo, los financieros y los industriales se pusieron de acuerdo contra los trabajadores, los industriales apoyaron a los financieros y el país fue llevado al borde de la ruina. Se salvó solamente por el hecho de que los financieros fueran derrotados por los franceses.

En todo el mundo, no solamente en Gran Bretaña, los intereses de las finanzas, en los años recientes, han sido opuestos a los intereses públicos en general. No es probable que este estado de cosas cambie por sí solo. No es probable que una comunidad moderna prospere si sus asuntos financieros son conducidos teniendo en cuenta únicamente los intereses de los financieros, sin considerar los efectos sobre el resto de la población. Cuando éste es el caso, no es prudente dejar que los financieros persigan desenfrenadamente su beneficio privado. Con el mismo criterio, podríamos explotar un museo en beneficio del conservador, dejándolo en libertad de vender el contenido tantas veces como le ofrecieran un buen precio. Hay algunas actividades en las cuales la búsqueda del beneficio privado conduce, en conjunto, a la promoción del interés general, y otras en las que no ocurre así. Como quiera que estuviesen en el pasado, las finanzas están ahora, definitivamente, en este último caso. El resultado es una creciente necesidad de interferencia gubernamental en las finanzas. Sería necesario considerar las finanzas y la industria como formando un conjunto y tratar de alcanzar el mayor beneficio posible para tal conjunto, y no separadamente para las finanzas. Las finanzas son más poderosas que la industria cuando ambas son independientes, pero los intereses de la industria se aproximan más a los de la comunidad que los intereses de las finanzas. Ésta es la razón por la que el mundo ha llegado a tal extremo: el excesivo poder de las finanzas.

Dondequiera que los menos han adquirido poder sobre los más, se han apoyado en alguna superstición que ha dominado a los más. Los antiguos sacerdotes egipcios descubrieron la forma de predecir los eclipses, que todavía eran considerados con terror por el populacho; del tal modo, fueron capaces de arrancarle donativos y poderes que no hubieran podido obtener de otra manera. Se suponía que los reyes eran seres divinos, y se tuvo a Cromwell por sacrílego cuando cortó la cabeza de Carlos l. En nuestros días, los financieros dependen de la supersticiosa reverencia hacia el oro. El ciudadano ordinario se queda mudo de espanto cuando le hablan de reservas en oro, emisión de billetes, inflación, deflación, reflación y todo el resto de la jerga. Siente que cualquiera que pueda hablar con sospechosa facilidad de tales materias debe de ser muy sabio, y no se atreve a preguntar qué dice. No comprende lo poco que representa verdaderamente el oro en las modernas transacciones, aunque quedaría sin saber qué decir si hubiera de explicar cuáles son sus funciones. Siente vagamente que es probable que su país sea más seguro cuando guarda gran cantidad de oro, y así se alegra cuando las reservas aumentan y se entristece cuando disminuyen.

Esta situación de incomprensivo respeto por parte del público en general es exactamente lo que necesita el financiero para que la democracia no le ate las manos. Tiene, por supuesto, muchas otras ventajas en sus relaciones con la opinión. Siendo inmensamente rico, puede fundar universidades y asegurarse de que la parte más influyente de la opinión académica le esté sometida. A la cabeza de la plutocracia, es el jefe natural de todos aquellos cuyo pensamiento político esté dominado por el miedo al comunismo. Poseedor del poder económico, puede distribuir la prosperidad o la ruina a naciones enteras, según se le antoje. Pero dudo que alguna de esas armas resulte eficaz sin ayuda de la superstición. Es un hecho notable que, a pesar de la importancia de la economía para cualquier hombre, mujer o niño, la materia casi nunca se enseña en las escuelas, y aún en las universidades la estudia solamente una minoría. Además, esta minoría no aprende estas cuestiones como las aprendería si no hubiese intereses políticos en juego. Hay unas pocas instituciones en que se enseña sin finalidad plutocrática, pero son muy pocas; en general, el tema se enseña siempre para mayor gloria del statu quo económico. Todo esto, imagino, está relacionado con el hecho de que la superstición v el misterio son eficaces para los que detentan el poder financiero.

En las finanzas, como en la guerra, se da el hecho de que casi todos aquellos que tienen capacidad técnica, tienen también propensiones contrarias a los intereses de la comunidad. Cuando tienen lugar conferencias de desarme, los expertos navales y militares son el obstáculo principal para su buen éxito. No es que tales hombres sean deshonestos, sino que sus preocupaciones habituales les impiden ver cuestiones relativas a armamentos en su perspectiva justa. Exactamente lo mismo ocurre con las finanzas. Casi nadie sabe nada acerca de ellas, excepto quienes se dedican a obtener dinero del actual sistema, y que, naturalmente, no pueden adoptar puntos de vista completamente imparciales. Sería necesario, para resolver esta situación, que las democracias del mundo tomaran conciencia de la importancia de las finanzas y buscaran la manera de simplificar sus principios para que fueran ampliamente comprendidos. Hay que admitir que ello no es fácil, pero no creo que sea imposible. Uno de los impedimentos para el éxito de la democracia en nuestra época es la complejidad del mundo moderno, que hace cada vez más difícil para el hombre y la mujer ordinarios formarse una opinión inteligente sobre cuestiones políticas, y aun decidir quién es la persona cuyo juicio experto merece el mayor respeto. El remedio de este mal está en mejorar la educación y en dar con modos de explicar la estructura de la sociedad más fáciles de entender que los empleados actualmente. Todo creyente en la democracia efectiva debe estar a favor de esta reforma. Pero quizá no queden creyentes en la democracia, como no sea en Siam y en las regiones más remotas de Mongolia.

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