martes, 25 de octubre de 2016

El nabo de Putin



El nabo de Putin


 


Volvía en el tren desde el Kremlin cuando empecé a sentir que algo no iba bien. Se me nubló la vista y todo dejó de tener importancia relativa. Como la nieve. Como la inquietud mundana del ciudadano medio. A duras penas podía ir sentado sin desmoronarme como una plasta de vaca cayendo al suelo. Cerré los ojos y apreté fuerte, como el recto de una actriz porno que se declara en rebeldía.
 
¿Me habrían envenenado? ¿Sería mi antiguo amor frustrado, Ylenia? Esa arpía me tenía bien cogido, no  había escapatoria. Siempre maquinando, siempre jodiendo. La mujer domina siempre al hombre por perseverancia mientras él está distraído con cualquier otra gilipollez. Pese a que los dos sabíamos que no valía nada, era mi coño de la guarda. No lo necesitaba, pero siempre acaba volviendo. De ahí nacía su poder.
 
Poesía eran los contornos al viento de su vestido.


Tenía un coño como el Hermitage: de dominio público. Era la feminidad misma. Más de un Bereber se habría extraviado tras el espejismo de su cuerpo. Había un estanque prístino en su cintura que se resistía a secarse al completo. Ahí me asfixiaba sin remedio.


Era una zorrita ilustrada. Me ponía al corriente sobre Strindberg, Rabelais, Bernard Shaw, Vallejo. La conciencia social cosmológica emanaba como un estigma seráfico de su hospitalario agujero negro. Y siempre desmontaba mis argumentos.


–¡Zygmunt Bauman es un genio! –proclamaba yo–. ¡Esta puta sociedad líquida!


 Y ella me contestaba que era un zafio y burdo hijo de perra, sin base sistémica para mis afirmaciones sobre geopolítica global y que era George Steiner quien estaba en lo cierto con sus predicciones. El holocausto es el orden mundial actual. Y yo un pobre imbécil.


Después follábamos, quedamente, en la habitación del Spritz-Club en Platz San Petersbourg, bajo la luz crepuscular de un candelabro comido de mierda de la era post estalinista.


Mientras, en las aceras, el amor era una metáfora grotesca traída por los pelos a un mundo en zozobra que pendía sobre un eje podrido.


 ………………


Ylenia. Y-le-ni-a. Llevaba tres meses sin verla, a una puta tan relacionada. Se había tirado a media cúpula de la KGB contando apenas veintitrés años. Sabía hacer contactos. Luego vinieron muchos otros, de la STASI, la CÍA y los servicios de espionaje implicados en los conflictos bélicos de medio mundo. Joder, Litvinenko debió morir envenenado al comerle el coño, de tanta gente amenazada como se había follado.


Creo que le fallé. Una noche desabrida y cruda como el lomo cercenado de un salmón del Rhin devorado por un oso pardo me dijo:


“Quizá podríamos escaparnos.”


Y yo sentí miedo. Miedo y vértigo. Vértigo por las decisiones que cambian una vida sin permitir un paso en falso. Miedo a no poder mantener para siempre lo que pudiera fingir durante un rato.


“No lo harás, verdad”.


No contesté. Sólo fruncí el ceño. Después dejé un fajo de billetes arrugado sobre la mesita y me marché. No volvimos a vernos. Fui un idiota, siempre lo he sido. Carente de sentido práctico.


Una acompañante peligrosa y poderosa a la que haces sentir sola cuando podría estar con cualquiera es la mejor manera de evitar futuros planes de pensiones.


………………


Ahora la sacudida es más fuerte, me quedo lívido, los ojos en blanco. Me desmayo y me recupero, a intervalos. Empieza a brotar espuma de mi boca. Ya termina. Algunos pasajeros gritan. Otros esperan y atisban, curiosos.


Al cabo, sólo soy un cordel solitario de una marioneta enorme que tira de los cojones del ente planetario. ¿Quién querría envenenarme? Sólo guardo un secreto, uno muy pequeño. Bueno, me sé otro, muy gracioso: Putin tiene un pene blando y diminuto. Por eso gobierna Rusia con mano de hierro: el poder de mando compensa al vacío de poder amando.


¿El secreto que guardo? Que todo es un engaño. El amor, la política, los parques, la amistad, los tipos de cambio y los odiosos afterworks con los compañeros del trabajo. Los periódicos, los recuerdos, la tristeza infinita y los domingos en el centro comercial. Los hijos que te ven marchitar gordo y calvo mientras te succionan la última gota de energía.


 Y el mundo al completo se acaba el martes a eso de las cuatro, hora peninsular, meridiano de mis cojones. Todos los estados han llegado a ese común acuerdo para dinamitar esta bazofia de mundo, por fin se llega a una convención mundial sobre algo.


Podría ser un gran secreto, uno que causara revoluciones y una nueva forma de encarar la existencia humana. Podría alumbrar una sociedad mejor, comprometida y dueña de su destino. Pero decidí callarme porque creo firmemente que nada cambiaría contarlo. Igual que nada cambia un nuevo desengaño. La historia de la humanidad es un infierno repetido, desgastado y deshilachado como el calcetín de un menesteroso.


Aquí está. Es mi paro cardiaco. Mientras me desmayo sólo puedo pensar en una cosa. ¿Qué hubiera pasado si…? Nunca lo sabré.  


Debí contar lo del nabo de Putin.