El nabo de Putin
Volvía en el
tren desde el Kremlin cuando empecé a sentir que algo no iba bien. Se me nubló
la vista y todo dejó de tener importancia relativa. Como la nieve. Como la
inquietud mundana del ciudadano medio. A duras penas podía ir sentado sin
desmoronarme como una plasta de vaca cayendo al suelo. Cerré los ojos y apreté
fuerte, como el recto de una actriz porno que se declara en rebeldía.
¿Me habrían
envenenado? ¿Sería mi antiguo amor frustrado, Ylenia? Esa arpía me tenía bien
cogido, no había escapatoria. Siempre
maquinando, siempre jodiendo. La mujer domina siempre al hombre por
perseverancia mientras él está distraído con cualquier otra gilipollez. Pese a
que los dos sabíamos que no valía nada, era mi coño de la guarda. No lo
necesitaba, pero siempre acaba volviendo. De ahí nacía su poder.
Poesía eran los contornos al viento de su vestido.
Tenía un
coño como el Hermitage: de dominio público. Era la feminidad misma. Más de un
Bereber se habría extraviado tras el espejismo de su cuerpo. Había un estanque
prístino en su cintura que se resistía a secarse al completo. Ahí me asfixiaba
sin remedio.
Era una
zorrita ilustrada. Me ponía al corriente sobre Strindberg, Rabelais, Bernard
Shaw, Vallejo. La conciencia social cosmológica emanaba como un estigma
seráfico de su hospitalario agujero negro. Y siempre desmontaba mis argumentos.
–¡Zygmunt
Bauman es un genio! –proclamaba yo–. ¡Esta puta sociedad líquida!
Y ella me
contestaba que era un zafio y burdo hijo de perra, sin base sistémica para mis
afirmaciones sobre geopolítica global y que era George Steiner quien estaba en
lo cierto con sus predicciones. El holocausto es el orden mundial actual. Y yo
un pobre imbécil.
Después
follábamos, quedamente, en la habitación del Spritz-Club en Platz San
Petersbourg, bajo la luz crepuscular de un candelabro comido de mierda de la
era post estalinista.
Mientras, en las aceras, el amor era una metáfora grotesca traída por los pelos a un mundo en zozobra que pendía sobre un eje podrido.
………………
Ylenia. Y-le-ni-a.
Llevaba tres meses sin verla, a una puta tan relacionada. Se había tirado a
media cúpula de la KGB contando apenas veintitrés años. Sabía hacer contactos.
Luego vinieron muchos otros, de la STASI, la CÍA y los servicios de espionaje
implicados en los conflictos bélicos de medio mundo. Joder, Litvinenko debió
morir envenenado al comerle el coño, de tanta gente amenazada como se había
follado.
Creo que le
fallé. Una noche desabrida y cruda como el lomo cercenado de un salmón del Rhin
devorado por un oso pardo me dijo:
“Quizá
podríamos escaparnos.”
Y yo sentí
miedo. Miedo y vértigo. Vértigo por las decisiones que cambian una vida sin permitir
un paso en falso. Miedo a no poder mantener para siempre lo que pudiera fingir
durante un rato.
“No lo harás,
verdad”.
No contesté.
Sólo fruncí el ceño. Después dejé un fajo de billetes arrugado sobre la mesita
y me marché. No volvimos a vernos. Fui un idiota, siempre lo he sido. Carente
de sentido práctico.
Una
acompañante peligrosa y poderosa a la que haces sentir sola cuando podría estar
con cualquiera es la mejor manera de evitar futuros planes de pensiones.
………………
Ahora la
sacudida es más fuerte, me quedo lívido, los ojos en blanco. Me desmayo y me
recupero, a intervalos. Empieza a brotar espuma de mi boca. Ya termina. Algunos
pasajeros gritan. Otros esperan y atisban, curiosos.
Al cabo, sólo
soy un cordel solitario de una marioneta enorme que tira de los cojones del
ente planetario. ¿Quién querría envenenarme? Sólo guardo un secreto, uno muy
pequeño. Bueno, me sé otro, muy gracioso: Putin tiene un pene blando y
diminuto. Por eso gobierna Rusia con mano de hierro: el poder de mando compensa
al vacío de poder amando.
¿El secreto
que guardo? Que todo es un engaño. El amor, la política, los parques, la
amistad, los tipos de cambio y los odiosos afterworks con los compañeros del
trabajo. Los periódicos, los recuerdos, la tristeza infinita y los domingos en
el centro comercial. Los hijos que te ven marchitar gordo y calvo mientras te succionan
la última gota de energía.
Y el mundo al completo se acaba el martes a
eso de las cuatro, hora peninsular, meridiano de mis cojones. Todos los estados
han llegado a ese común acuerdo para dinamitar esta bazofia de mundo, por fin
se llega a una convención mundial sobre algo.
Podría ser
un gran secreto, uno que causara revoluciones y una nueva forma de encarar la
existencia humana. Podría alumbrar una sociedad mejor, comprometida y dueña de
su destino. Pero decidí callarme porque creo firmemente que nada cambiaría contarlo.
Igual que nada cambia un nuevo desengaño. La historia de la humanidad es un
infierno repetido, desgastado y deshilachado como el calcetín de un
menesteroso.
Aquí está.
Es mi paro cardiaco. Mientras me desmayo sólo puedo pensar en una cosa. ¿Qué hubiera
pasado si…? Nunca lo sabré.
Debí contar
lo del nabo de Putin.