"Existe en la estupidez una gravedad que, mejor orientada, podría multiplicar el número de obras maestras." Emil Cioran.
miércoles, 29 de febrero de 2012
Los Klínex del pasado
Las relaciones pasadas son como los klinex: no importa cuanta mierda hayas soltado en ellas. Cuando empiezas una nueva todo es limpio y puro, sin rastro de la mierda que soltaste en la anterior.
NO a la privatización del agua
Miro al suelo y leo en tinta roja "NO a la privatización del AGUA". Así, por de pronto, esbozo un posible argumento para novela de ciencia fricción: Estamos en el año 2050. El terrible legado de los privatizadores de agua ha dado lugar a que el agua cueste el doble que la cerveza: El resultado final es que, a mediados del siglo XXI, la mitad de la población es alcohólica crónica y la otra mitad padece de cálculos en el riñón por secundar las políticas de recesión fiscal.
Banda sonora del trailer de la peli: Aphex Twin - Heliosphan. (Por cierto, qué pena que este hombre no hiciera musiquita en la época de Blade Runner. Me hubiera encantado que contribuyera con esta o con Xtal, pogamos por caso).
martes, 21 de febrero de 2012
Antes de atender al invierno
Un cielo azul de verano y escamas de sal, como un segundo verso en nuestra estrofa adormecida, cubriendo la temporalidad de la piel primera, la vulnerabilidad de nuestra carne, vehículo de felicidad momentánea. Las dunas de arena son minaretes de oro extraviados en la superficie salaz de nuestro amañado reino temporal; un hueso de aceituna sobre la garganta seca, como la polvorienta senda que lleva a esta canción que habita en mi cerebro; la que apedrea mi alma.
Ella y yo debiéramos escalar más alto, más allá de nuestro fuego, del incendio del sol, de las inquietas miradas apenas esbozadas, anhelantes; de los intersticios de calma en el mercado bursátil del exceso; de la calma triste de los tejados. Los atisbos de tormenta en el proceloso firmamento de nuestro cuerpo, estragado como la glotis del ahorcado. La brisa que susurra mentiras del pasado a esta parte, es mis ojos y mi pensamiento, la reflexión acerca de la vida ultraterrena que no consigue arrancarme de este lado del camino que recorremos los que no nos hemos encontrado; aún vago solo, aun queda un sendero para perderse deliciosamente en las sinuosas formas que comprenden la poderosa flor de concupiscencia que corona tu vientre.
Apurar tu cáliz, muestra del vino adictivo y salado que drena la sed de mis labios y vacía de impaciencia, de rocío húmedo de primera mañana, la encrucijada aviesa de tus piernas extendidas, como ramaje fatal incitando los rumores de una pasión que nunca sacia su apetito en las fuentes del pecado; las riberas de tus muslos como las tenazas que me asen a lo que tengo de animal humano.
Y una nube extática, un alarde de espuma, una pulsión como sangre que vacía de contenido mi urgencia; que determina el desborde vesánico, la deflagración de lo cuerdo, la medida pura de lo que tenemos. Es el orgasmo, es lo que nos queda, antes de atender al invierno.
jueves, 16 de febrero de 2012
"Al cumplir los ochenta" por Henry Miller
Su obra se compone de novelas semi autobiográficas, en las que el tono crudo, sensual y sin tapujos suscitó una serie de controversias en el seno de un Estados Unidos puritano que Miller quiso estigmatizar denunciando la hipocresía moral de la sociedad norteamericana, criticando de paso el devenir de la existencia humana, desnudando su cinismo y múltiples contradicciones. Censurado por su estilo y contenido provocativo y rebelde en relación a la creación literaria de su época, sus obras influyeron notablemente en la llamada Generación Beat.
A los cuarenta Henry Miller deja trabajo estable y familia en Estados Unidos y se va a París a escribir. Cuentan que cuando tenía hambre salía a la calle y buscaba familias o parejas de edad avanzada, y sin más les pedía una comida, un almuerzo. Luego seguía en su cuarto afinando su grito por la libertad. Ningún libro suyo fue publicado en su país en esos años, se les consideraba obscenos.
Regresó a Estados Unidos en 1940, en el 58 fue nombrado miembro de la Academia Americana de las Letras y las Artes, pero sus libros siguieron proscritos allí. Trópico de Cáncer es de 1934 y apenas se publicó en Estados Unidos en la década del sesenta.
A los ochenta Miller seguía siendo más joven que muchos escritores jóvenes americanos. Aquí está el manifiesto que compuso a esa edad, cuando la mayoría de la gente está esperando morirse. Él estaría otros nueve años dando guerra.
"Al cumplir los ochenta", por Henry Miller.
Si a los ochenta años no estás ni tullido ni inválido y gozas de buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir de tu jefe —en silencio, claro— “¡Al carajo con ese fulano, no es mi dueño!”. Si no te has quedado culiatornillado y si te sigue emocionando un buen trasero o un magnífico par de tetas, si todavía puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas ganando.
Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te ocurra que los genios viven felices; todo lo contrario, dan gracias por ser del montón.
Si tuviste una buena trayectoria, como es de suponer que yo la tuve, los últimos años podrían ser los más infelices de tu vida (salvo que hayas aprendido a tragarte tus mentiras). El éxito, desde el punto de vista mundano, es la plaga del escritor que aún tiene algo que decir, pues cuando llega la época en que podría disfrutar un poquito del ocio, resulta que está más ocupado que nunca porque se ha vuelto víctima de admiradores y adeptos y de todos los que desean explotar su nombre. Aquí se enfrenta otro tipo de lucha: el problema consiste en mantenerse libre y hacer sólo lo que uno quiere.
Con todo y una visión del mundo que es producto de una gran experiencia, con todo y una filosofía elaborada para la vida diaria, uno cae en la cuenta de que los tontos se vuelven más tontos y los pelmazos más pelmazos. De uno en uno la muerte se lleva a tus amigos o a los grandes hombres que reverenciabas; mientras más viejo, más pronto se te mueren. Al final te quedas solo y ves a tus hijos o a los hijos de tus hijos cometer los mismos errores absurdos, esos errores casi siempre lamentables que cometiste tú a su edad, y ni lo que digas ni nada de lo que hagas podrá evitarlo. Sin duda al observar a los jóvenes se termina por comprender lo idiota que uno mismo fue en su momento (y tal vez lo siga siendo).
Hay algo que para mí se vuelve cada vez más claro: en lo fundamental la gente no cambia con los años. Salvo raras excepciones la gente no evoluciona ni se transforma: un roble sigue siendo un roble, un cerdo, cerdo y un zopenco, zopenco. Lejos de mejorar, el éxito por lo general acentúa las faltas o fracasos. No es raro que los tipos brillantes de la escuela en cierta medida dejen de serlo una vez que salen al mundo. Si en tu grupo te disgustaban ciertos chicos o si los despreciabas, después te parecerán peores convertidos en hombres de negocios, estadistas o generales de cinco estrellas. La vida nos obliga a aprender ciertas lecciones pero no necesariamente a crecer. Aquí entre nos, con dificultad cuento a una docena de individuos que logro aprender las lecciones de la vida; la gran mayoría no sabría ni su nombre si yo lo pronunciara.
En cuanto al mundo en general, no sólo no lo veo mejor que cuando era yo un niño de ocho años sino mil veces peor. Un escritor famoso alguna vez lo resumió de este modo: “el pasado me parece horrible, el presente gris y desolado y el futuro totalmente espeluznante”. Por fortuna, no comparto este sombrío punto de vista. En primer lugar, no me interesa el futuro; en cuanto al pasado, bueno o malo, le he sacado el mayor partido; lo que me quede de futuro es producto de mi pasado. El futuro del mundo se lo dejo a los filósofos y visionarios. Lo único que tenemos todos es el presente, pero muy pocos lo vivimos alguna vez a plenitud. No soy pesimista ni optimista; para mí el mundo no es esto ni aquello sino todo al mismo tiempo y así será para cada quien en su propia medida.
A los ochenta creo que soy una persona mucho más alegre que cuando tenía veinte o treinta años. Para nada querría ser adolescente otra vez: la juventud puede parecer gloriosa pero también duele sobrellevarla. Es más, lo que llamamos juventud no es tal, en mi opinión se trata más bien de algo así como una vejez prematura.
Con la maldición o la bendición de haber vivido una adolescencia eterna, alcancé cierta madurez pasados los treinta años, No fue sino hasta los cuarenta que comencé a sentirme joven en serio; para entonces ya estaba listo (Picasso dijo alguna vez: “uno comienza a volverse joven a los sesenta pero para entonces ya resulta demasiado tarde”). En esa época había perdido muchas ilusiones, pero por suerte mantenía el entusiasmo, la dicha de vivir y una curiosidad inagotable. Tal vez fue esa curiosidad —por todo y por cualquier cosa— lo que me convirtió en el escritor que soy. La curiosidad nunca me ha faltado y hasta el peor pelmazo me puede provocar interés (si aún tengo el ánimo de escuchar).
Con este atributo viene otro que valoro sobre todos los demás: el sentido del asombro. Sin importar qué tan limitado pueda volverse mi mundo, no me lo imagino sin mi capacidad de asombro; en cierto sentido creo que puedo definir esta capacidad como mi religión. No me pregunto de qué manera surgió la creación en que nos hallamos sumergidos, sólo la disfruto y la valoro. Rabiando por la condición de la vida y la forma en que la vivimos, ya dejé de creer que yo tengo el remedio. Quizá pueda modificar hasta cierto punto mi propia situación pero nunca la de los demás. Ni veo que nadie, en el pasado o el presente, por grande que fuera, haya podido realmente alterar la condition humaine.
El mayor temor de la gente al pensar en la vejez es que será incapaz de hacer nuevos amigos, mas quien tuvo alguna vez la facultad de cultivar nuevas amistades, no la perderá por viejo que sea. En mi opinión, después del amor, la amistad es lo más valioso que nos ofrece la vida, Nunca he tenido problemas para hacer amigos; de hecho, a veces esa facilidad se ha convertido en un obstáculo. Dice el dicho: “dime con quién andas y te diré quién eres”, pero mucho he reflexionado yo qué tan cierto es esto. Toda la vida tuve amigos provenientes de mundos totalmente disímiles, tuve y sigo teniendo amistad con personas que no son nadie y debo confesar que se cuentan entre mis mejores amigos. He sido amigo de criminales y de ricos despreciables. Mis amigos me mantienen vivo, me han dado ánimo para proseguir y también, muchas veces, me han aburrido hasta las lágrimas. En lo único que insisto con todos mis amigos, sin importar su clase social o su condición, es que hablen con la verdad; si no puedo ser abierto y franco con un migo, o él conmigo, no me interesa.
La capacidad de ser amigo de una mujer, en particular de la mujer a la que amas es, para mí, la mayor de las proezas. El amor y la amistad rara vez van de la mano. Es más fácil ser amigo de un hombre que de una mujer, sobre todo si es atractiva. En toda mi vida he conocido apenas unas cuantas parejas que son amigos además de amantes.
Tal vez lo más alentador de envejecer con gracia sea la capacidad cada día mayor de no tomar las cosas demasiado en serio. Una de las grandes diferencias entre un sabio genuino y un predicador radica en la jovialidad: cuando el sabio ríe la risa sale de la panza; cuando se ríe el predicador (raras veces) le sale de la mejilla equivocada. Al hombre sabio de verdad —¡incluso al santo!— no le interesa la moral; está por encima y más allá de tales consideraciones, tiene un espíritu libre.
Con la edad mis ideales, que por lo general niego tener, se alteran en forma definitiva. La idea es vivir sin ideales, sin principios, sinismos ni ideologías. Quiero sumergirme en el océano de la vida como un pez en el mar. De joven me interesaba enormemente el estado del mundo; hoy, aunque todavía pataleo y me enfurezco, me contento con sólo deplorar el estado de las cosas,. Puede sonar petulante hablar así pero en realidad significa que me he vuelto más humilde, más consciente de mis limitaciones y de las de mis semejantes. Ya no intento convertir a la gente a mi propia visión, ni sanarla, ni me siento superior porque no muestra gran inteligencia. Uno puede combatir el mal, pero contra la estupidez no existe arma posible. Creo que la condición ideal de la humanidad sería vivir en un estado de paz en el amor fraterno, pero debo confesar que no conozco forma alguna de producir tal condición. He aceptado el hecho, sumamente difícil, de que los seres humanos se inclinan a portarse de una forma que ruborizaría a los propios animales. Lo irónico, lo trágico, es que muchas veces nos comportamos de manera innoble en nombre de los que consideramos motivos sublimes. La bestia no se disculpa por matar a su presa; la bestia humana, en cambio, llega a invocar la bendición de Dios cuando masacra a su prójimo, olvida que Dios no está de su lado sino a su lado.
Aunque sigo siento lector, cada día me abstengo de más libros, Mientras que en los años mozos buscaba en ellos instrucción y orientación, hoy leo sobre todo por placer. Ya no me tomo tan en serio ni los libros ni a los autores, en especial los libros de “Pensadores”. Hoy su lectura me parece letal y cuando en realidad emprendo la lectura de lo que se podría llamar u libro serio, busco más corroboración que ilustración. El arte puede ser terapéutico, como dijo Nietzsche, pero sólo de modo indirecto. Todos necesitamos estímulo e inspiración, pero éstos nos llegan por distintos caminos y casi siempre en una forma que escandalizaría a los moralistas. Cualquier camino que uno elija será como caminar en la cuerda floja.
Tengo muy pocos amigos o conocidos de mi edad o de edad cercana. Aunque suelo sentirme incómodo en compañía de ancianos, me despiertan gran respeto y admiración dos hombres muy viejos que parecen eternamente jóvenes y creativos. Me refiero a Pablo Casals y a Pablo Picasso, ambos hoy de más de noventa años. Esos nonagenarios juveniles ponen en vergüenza a los jóvenes, a hombres y mujeres de mediana edad y clase media, decrépitos en verdad, cadáveres vivientes, por así decirlo, esclavos de sus cómodas rutinas que imaginan que el status quo ha de durar siempre, o que tienen tanto miedo de que sea otro el desenlace que se retiran a sus refugios mentales para esperar el fin.
Jamás he sido parte de ninguna organización religiosa, política ni de ninguna otra índole. Nunca en mi vida he votado; he sido anarquista filosófico desde mi adolescencia. Soy un exiliado voluntario que tiene hogar en todas partes salvo en su propia casa. De niño tuve muchos ídolos y hoy, a los ochenta, aún tengo algunos: la capacidad para admirar a otros —aunque no necesariamente implique hacer lo mismo que ellos— me parece de suma importancia; pero importa más tener un maestro, el punto es cómo y dónde encontrarlo; casi siempre habita entre nosotros pero no lo reconocemos. Por otro lado he descubierto que tal vez uno pueda aprender más de un niño pequeño que de un maestro acreditado.
Pienso que el Maestro (con mayúscula) tiene la misma calidad del sabio y el profeta. Es una pena no poder criar ese tipo de ejemplares. Lo que suele llamarse educación para mí es una tontería absoluta que impide el crecimiento. A pesar de todos los cataclismos sociales y políticos por los que pasamos, los métodos educativos aceptados en todo el mundo civilizado siguen siendo, al menos a mi modo de ver, arcaicos y estúpidos; sólo contribuyen a perpetuar los males que nos hacen inválidos. William Blake dijo: “Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación”. Yo no aprendí nada de valor en la escuela; dudo que pudiera pasar un examen de primaria en cualquier materia incluso hoy. Aprendí más de los idiotas y de los don nadie que de los profesores de esto y aquello. La vida es el maestro, no el Consejo de Educación, Por extraño que parezca, me inclino a coincidir con aquel miserable nazi que dijo: “Cuando escucho la palabra Kulturme dan ganas de empuñar mi revólver”.
Nunca me han interesado los deportes organizados: me importa un carajo quién rompe ese récord o aquél. Los héroes del béisbol, el fútbol y el básquetbol me son prácticamente desconocidos. Me disgustan los juegos de competencia: uno no debe jugar para ganar sino para disfrutar el juego, sea lo que sea. Prefiero jugar en vez de hacer ejercicios y hacerlo solo en vez de formar parte de un equipo. Nadar, andar en bicicleta, caminar en el bosque o jugar ping-pong satisface toda mi necesidad de ejercicio. No creo en las lagartijas, ni en levantar pesas ni en el fisicoculturismo; no creo que haya que hacer músculos a menos que se utilicen para algún fin vital, Creo que las artes de autodefensa deberían enseñarse desde una edad temprana y utilizarse sólo como tales (y si la guerra es el orden del día para las generaciones futuras, entonces debemos dejar de mandar nuestros hijos al catecismo y mejor enseñarles a convertirse en asesinos profesionales).
No creo en la alimentación sana ni en las dietas; lo más seguro es que no haya comido adecuadamente durante toda mi vida y estoy bien. Como para disfrutar mi comida; haga lo que haga, primero ha de ser para disfrutar. No creo en los exámenes médicos; si algo me falla prefiero no saberlo, pues sólo me preocuparía y agravaría mi mal. Con frecuencia la naturaleza se encarga de nuestras dolencias mejor que cualquier médico. No creo que exista receta médica alguna para una larga vida; además, ¿quién quiere vivir cien años?, ¿qué casi tendría? Una vida breve y alegre es mucho mejor que una larga vida sustentada por el miedo, la cautela y la perpetua vigilancia médica. Con todo y el progreso de la medicina aún tenemos todo un santoral de enfermedades incurables; las bacterias y microbios siempre parecen tener la última palabra. Cuando todo falla, el cirujano sale a escena, nos corta en pedazos y nos despoja hasta del último centavo, ¿es eso el progreso?
Lo que le falta a nuestro mundo actual es grandeza, belleza, amor, compasión y libertad. Se fueron los días de los grandes hombres, los grandes líderes, los grandes pensadores. Para sustituirlos creamos un engendro de monstruos, asesinos, terroristas, que parecen inoculados de violencia, crueldad, hipocresía. Al citar los nombres de las figuras ilustres del pasado, como Pericles, Sócrates, Dante, Abelardo, Leonardo da Vinci, Shakespeare, William Blake o aun el loco de Luis de Baviera, se olvida uno de que aun en tiempos más gloriosos hubo extrema pobreza, tiranía, crímenes inconfesables, horrores de guerra, malevolencia y traición. Siempre han existido el bien y el mal, la fealdad y la belleza, lo noble y lo innoble, la esperanza y la desesperación. Parece imposible que los contrarios dejen de coexistir en lo que llamamos mundo civilizado.
Si no podemos mejorar las condiciones en que vivimos podemos al menos ofrecer una salida inmediata y sin dolor, Hay una forma de escape mediante la eutanasia, ¿por qué no se le ofrece a los millones de miserables desahuciados que carecen de toda posibilidad de disfrutar siquiera una viuda de perros? No pedimos nacer, ¿por qué negársenos el privilegio de dejar el mundo cuando las cosas se vuelven insufribles]? ¿Debemos esperar a que la bomba atómica nos acabe a todos juntos?
No me gusta terminar con una nota amarga. Como bien lo saben mis lectores, mi lema de toda la vida ha sido “siempre contento y siempre luminoso”. Tal vez por eso nunca me canso de citar a Rabelais: “para todos tus males te doy la risa”. Al mirar hacia el pasado, veo mi vida llena de momentos tráficos pero la contemplo más como una comedia que como una tragedia. Una de esas comedias en las que mientras te doblas de risa también sientes que se te quiebra el corazón. ¿Qué mejor comedia podrá haber? El hombre que se toma demasiado en serio no tiene salvación. La tragedia que vive la gran mayoría de los seres humanos es otro asunto: para ello no veo elemento de alivio alguno, Cuando hablo de una salida sin dolor para los millones de personas que sufren no hablo con cinismo o como quien no ve esperanza alguna para la humanidad. En sí, la vida no tiene nada de malo., es el océano en el que nadamos y se trata de adaptarse o hundirse, pero nuestra capacidad como seres humanos radica en no contaminar las aguas de la vida, no destruir el espíritu que nos infunde aliento.
Lo más difícil para un individuo creativo es evitar el impulso de ver el mundo según su propia conveniencia y aceptar al prójimo por lo que es, malo o bueno o indiferente. Uno tiene que poner todo su esfuerzo aunque nunca resulte suficiente.
A los cuarenta Henry Miller deja trabajo estable y familia en Estados Unidos y se va a París a escribir. Cuentan que cuando tenía hambre salía a la calle y buscaba familias o parejas de edad avanzada, y sin más les pedía una comida, un almuerzo. Luego seguía en su cuarto afinando su grito por la libertad. Ningún libro suyo fue publicado en su país en esos años, se les consideraba obscenos.
Regresó a Estados Unidos en 1940, en el 58 fue nombrado miembro de la Academia Americana de las Letras y las Artes, pero sus libros siguieron proscritos allí. Trópico de Cáncer es de 1934 y apenas se publicó en Estados Unidos en la década del sesenta.
A los ochenta Miller seguía siendo más joven que muchos escritores jóvenes americanos. Aquí está el manifiesto que compuso a esa edad, cuando la mayoría de la gente está esperando morirse. Él estaría otros nueve años dando guerra.
"Al cumplir los ochenta", por Henry Miller.
Si a los ochenta años no estás ni tullido ni inválido y gozas de buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir de tu jefe —en silencio, claro— “¡Al carajo con ese fulano, no es mi dueño!”. Si no te has quedado culiatornillado y si te sigue emocionando un buen trasero o un magnífico par de tetas, si todavía puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas ganando.
Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te ocurra que los genios viven felices; todo lo contrario, dan gracias por ser del montón.
Si tuviste una buena trayectoria, como es de suponer que yo la tuve, los últimos años podrían ser los más infelices de tu vida (salvo que hayas aprendido a tragarte tus mentiras). El éxito, desde el punto de vista mundano, es la plaga del escritor que aún tiene algo que decir, pues cuando llega la época en que podría disfrutar un poquito del ocio, resulta que está más ocupado que nunca porque se ha vuelto víctima de admiradores y adeptos y de todos los que desean explotar su nombre. Aquí se enfrenta otro tipo de lucha: el problema consiste en mantenerse libre y hacer sólo lo que uno quiere.
Con todo y una visión del mundo que es producto de una gran experiencia, con todo y una filosofía elaborada para la vida diaria, uno cae en la cuenta de que los tontos se vuelven más tontos y los pelmazos más pelmazos. De uno en uno la muerte se lleva a tus amigos o a los grandes hombres que reverenciabas; mientras más viejo, más pronto se te mueren. Al final te quedas solo y ves a tus hijos o a los hijos de tus hijos cometer los mismos errores absurdos, esos errores casi siempre lamentables que cometiste tú a su edad, y ni lo que digas ni nada de lo que hagas podrá evitarlo. Sin duda al observar a los jóvenes se termina por comprender lo idiota que uno mismo fue en su momento (y tal vez lo siga siendo).
Hay algo que para mí se vuelve cada vez más claro: en lo fundamental la gente no cambia con los años. Salvo raras excepciones la gente no evoluciona ni se transforma: un roble sigue siendo un roble, un cerdo, cerdo y un zopenco, zopenco. Lejos de mejorar, el éxito por lo general acentúa las faltas o fracasos. No es raro que los tipos brillantes de la escuela en cierta medida dejen de serlo una vez que salen al mundo. Si en tu grupo te disgustaban ciertos chicos o si los despreciabas, después te parecerán peores convertidos en hombres de negocios, estadistas o generales de cinco estrellas. La vida nos obliga a aprender ciertas lecciones pero no necesariamente a crecer. Aquí entre nos, con dificultad cuento a una docena de individuos que logro aprender las lecciones de la vida; la gran mayoría no sabría ni su nombre si yo lo pronunciara.
En cuanto al mundo en general, no sólo no lo veo mejor que cuando era yo un niño de ocho años sino mil veces peor. Un escritor famoso alguna vez lo resumió de este modo: “el pasado me parece horrible, el presente gris y desolado y el futuro totalmente espeluznante”. Por fortuna, no comparto este sombrío punto de vista. En primer lugar, no me interesa el futuro; en cuanto al pasado, bueno o malo, le he sacado el mayor partido; lo que me quede de futuro es producto de mi pasado. El futuro del mundo se lo dejo a los filósofos y visionarios. Lo único que tenemos todos es el presente, pero muy pocos lo vivimos alguna vez a plenitud. No soy pesimista ni optimista; para mí el mundo no es esto ni aquello sino todo al mismo tiempo y así será para cada quien en su propia medida.
A los ochenta creo que soy una persona mucho más alegre que cuando tenía veinte o treinta años. Para nada querría ser adolescente otra vez: la juventud puede parecer gloriosa pero también duele sobrellevarla. Es más, lo que llamamos juventud no es tal, en mi opinión se trata más bien de algo así como una vejez prematura.
Con la maldición o la bendición de haber vivido una adolescencia eterna, alcancé cierta madurez pasados los treinta años, No fue sino hasta los cuarenta que comencé a sentirme joven en serio; para entonces ya estaba listo (Picasso dijo alguna vez: “uno comienza a volverse joven a los sesenta pero para entonces ya resulta demasiado tarde”). En esa época había perdido muchas ilusiones, pero por suerte mantenía el entusiasmo, la dicha de vivir y una curiosidad inagotable. Tal vez fue esa curiosidad —por todo y por cualquier cosa— lo que me convirtió en el escritor que soy. La curiosidad nunca me ha faltado y hasta el peor pelmazo me puede provocar interés (si aún tengo el ánimo de escuchar).
Con este atributo viene otro que valoro sobre todos los demás: el sentido del asombro. Sin importar qué tan limitado pueda volverse mi mundo, no me lo imagino sin mi capacidad de asombro; en cierto sentido creo que puedo definir esta capacidad como mi religión. No me pregunto de qué manera surgió la creación en que nos hallamos sumergidos, sólo la disfruto y la valoro. Rabiando por la condición de la vida y la forma en que la vivimos, ya dejé de creer que yo tengo el remedio. Quizá pueda modificar hasta cierto punto mi propia situación pero nunca la de los demás. Ni veo que nadie, en el pasado o el presente, por grande que fuera, haya podido realmente alterar la condition humaine.
El mayor temor de la gente al pensar en la vejez es que será incapaz de hacer nuevos amigos, mas quien tuvo alguna vez la facultad de cultivar nuevas amistades, no la perderá por viejo que sea. En mi opinión, después del amor, la amistad es lo más valioso que nos ofrece la vida, Nunca he tenido problemas para hacer amigos; de hecho, a veces esa facilidad se ha convertido en un obstáculo. Dice el dicho: “dime con quién andas y te diré quién eres”, pero mucho he reflexionado yo qué tan cierto es esto. Toda la vida tuve amigos provenientes de mundos totalmente disímiles, tuve y sigo teniendo amistad con personas que no son nadie y debo confesar que se cuentan entre mis mejores amigos. He sido amigo de criminales y de ricos despreciables. Mis amigos me mantienen vivo, me han dado ánimo para proseguir y también, muchas veces, me han aburrido hasta las lágrimas. En lo único que insisto con todos mis amigos, sin importar su clase social o su condición, es que hablen con la verdad; si no puedo ser abierto y franco con un migo, o él conmigo, no me interesa.
La capacidad de ser amigo de una mujer, en particular de la mujer a la que amas es, para mí, la mayor de las proezas. El amor y la amistad rara vez van de la mano. Es más fácil ser amigo de un hombre que de una mujer, sobre todo si es atractiva. En toda mi vida he conocido apenas unas cuantas parejas que son amigos además de amantes.
Tal vez lo más alentador de envejecer con gracia sea la capacidad cada día mayor de no tomar las cosas demasiado en serio. Una de las grandes diferencias entre un sabio genuino y un predicador radica en la jovialidad: cuando el sabio ríe la risa sale de la panza; cuando se ríe el predicador (raras veces) le sale de la mejilla equivocada. Al hombre sabio de verdad —¡incluso al santo!— no le interesa la moral; está por encima y más allá de tales consideraciones, tiene un espíritu libre.
Con la edad mis ideales, que por lo general niego tener, se alteran en forma definitiva. La idea es vivir sin ideales, sin principios, sinismos ni ideologías. Quiero sumergirme en el océano de la vida como un pez en el mar. De joven me interesaba enormemente el estado del mundo; hoy, aunque todavía pataleo y me enfurezco, me contento con sólo deplorar el estado de las cosas,. Puede sonar petulante hablar así pero en realidad significa que me he vuelto más humilde, más consciente de mis limitaciones y de las de mis semejantes. Ya no intento convertir a la gente a mi propia visión, ni sanarla, ni me siento superior porque no muestra gran inteligencia. Uno puede combatir el mal, pero contra la estupidez no existe arma posible. Creo que la condición ideal de la humanidad sería vivir en un estado de paz en el amor fraterno, pero debo confesar que no conozco forma alguna de producir tal condición. He aceptado el hecho, sumamente difícil, de que los seres humanos se inclinan a portarse de una forma que ruborizaría a los propios animales. Lo irónico, lo trágico, es que muchas veces nos comportamos de manera innoble en nombre de los que consideramos motivos sublimes. La bestia no se disculpa por matar a su presa; la bestia humana, en cambio, llega a invocar la bendición de Dios cuando masacra a su prójimo, olvida que Dios no está de su lado sino a su lado.
Aunque sigo siento lector, cada día me abstengo de más libros, Mientras que en los años mozos buscaba en ellos instrucción y orientación, hoy leo sobre todo por placer. Ya no me tomo tan en serio ni los libros ni a los autores, en especial los libros de “Pensadores”. Hoy su lectura me parece letal y cuando en realidad emprendo la lectura de lo que se podría llamar u libro serio, busco más corroboración que ilustración. El arte puede ser terapéutico, como dijo Nietzsche, pero sólo de modo indirecto. Todos necesitamos estímulo e inspiración, pero éstos nos llegan por distintos caminos y casi siempre en una forma que escandalizaría a los moralistas. Cualquier camino que uno elija será como caminar en la cuerda floja.
Tengo muy pocos amigos o conocidos de mi edad o de edad cercana. Aunque suelo sentirme incómodo en compañía de ancianos, me despiertan gran respeto y admiración dos hombres muy viejos que parecen eternamente jóvenes y creativos. Me refiero a Pablo Casals y a Pablo Picasso, ambos hoy de más de noventa años. Esos nonagenarios juveniles ponen en vergüenza a los jóvenes, a hombres y mujeres de mediana edad y clase media, decrépitos en verdad, cadáveres vivientes, por así decirlo, esclavos de sus cómodas rutinas que imaginan que el status quo ha de durar siempre, o que tienen tanto miedo de que sea otro el desenlace que se retiran a sus refugios mentales para esperar el fin.
Jamás he sido parte de ninguna organización religiosa, política ni de ninguna otra índole. Nunca en mi vida he votado; he sido anarquista filosófico desde mi adolescencia. Soy un exiliado voluntario que tiene hogar en todas partes salvo en su propia casa. De niño tuve muchos ídolos y hoy, a los ochenta, aún tengo algunos: la capacidad para admirar a otros —aunque no necesariamente implique hacer lo mismo que ellos— me parece de suma importancia; pero importa más tener un maestro, el punto es cómo y dónde encontrarlo; casi siempre habita entre nosotros pero no lo reconocemos. Por otro lado he descubierto que tal vez uno pueda aprender más de un niño pequeño que de un maestro acreditado.
Pienso que el Maestro (con mayúscula) tiene la misma calidad del sabio y el profeta. Es una pena no poder criar ese tipo de ejemplares. Lo que suele llamarse educación para mí es una tontería absoluta que impide el crecimiento. A pesar de todos los cataclismos sociales y políticos por los que pasamos, los métodos educativos aceptados en todo el mundo civilizado siguen siendo, al menos a mi modo de ver, arcaicos y estúpidos; sólo contribuyen a perpetuar los males que nos hacen inválidos. William Blake dijo: “Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación”. Yo no aprendí nada de valor en la escuela; dudo que pudiera pasar un examen de primaria en cualquier materia incluso hoy. Aprendí más de los idiotas y de los don nadie que de los profesores de esto y aquello. La vida es el maestro, no el Consejo de Educación, Por extraño que parezca, me inclino a coincidir con aquel miserable nazi que dijo: “Cuando escucho la palabra Kulturme dan ganas de empuñar mi revólver”.
Nunca me han interesado los deportes organizados: me importa un carajo quién rompe ese récord o aquél. Los héroes del béisbol, el fútbol y el básquetbol me son prácticamente desconocidos. Me disgustan los juegos de competencia: uno no debe jugar para ganar sino para disfrutar el juego, sea lo que sea. Prefiero jugar en vez de hacer ejercicios y hacerlo solo en vez de formar parte de un equipo. Nadar, andar en bicicleta, caminar en el bosque o jugar ping-pong satisface toda mi necesidad de ejercicio. No creo en las lagartijas, ni en levantar pesas ni en el fisicoculturismo; no creo que haya que hacer músculos a menos que se utilicen para algún fin vital, Creo que las artes de autodefensa deberían enseñarse desde una edad temprana y utilizarse sólo como tales (y si la guerra es el orden del día para las generaciones futuras, entonces debemos dejar de mandar nuestros hijos al catecismo y mejor enseñarles a convertirse en asesinos profesionales).
No creo en la alimentación sana ni en las dietas; lo más seguro es que no haya comido adecuadamente durante toda mi vida y estoy bien. Como para disfrutar mi comida; haga lo que haga, primero ha de ser para disfrutar. No creo en los exámenes médicos; si algo me falla prefiero no saberlo, pues sólo me preocuparía y agravaría mi mal. Con frecuencia la naturaleza se encarga de nuestras dolencias mejor que cualquier médico. No creo que exista receta médica alguna para una larga vida; además, ¿quién quiere vivir cien años?, ¿qué casi tendría? Una vida breve y alegre es mucho mejor que una larga vida sustentada por el miedo, la cautela y la perpetua vigilancia médica. Con todo y el progreso de la medicina aún tenemos todo un santoral de enfermedades incurables; las bacterias y microbios siempre parecen tener la última palabra. Cuando todo falla, el cirujano sale a escena, nos corta en pedazos y nos despoja hasta del último centavo, ¿es eso el progreso?
Lo que le falta a nuestro mundo actual es grandeza, belleza, amor, compasión y libertad. Se fueron los días de los grandes hombres, los grandes líderes, los grandes pensadores. Para sustituirlos creamos un engendro de monstruos, asesinos, terroristas, que parecen inoculados de violencia, crueldad, hipocresía. Al citar los nombres de las figuras ilustres del pasado, como Pericles, Sócrates, Dante, Abelardo, Leonardo da Vinci, Shakespeare, William Blake o aun el loco de Luis de Baviera, se olvida uno de que aun en tiempos más gloriosos hubo extrema pobreza, tiranía, crímenes inconfesables, horrores de guerra, malevolencia y traición. Siempre han existido el bien y el mal, la fealdad y la belleza, lo noble y lo innoble, la esperanza y la desesperación. Parece imposible que los contrarios dejen de coexistir en lo que llamamos mundo civilizado.
Si no podemos mejorar las condiciones en que vivimos podemos al menos ofrecer una salida inmediata y sin dolor, Hay una forma de escape mediante la eutanasia, ¿por qué no se le ofrece a los millones de miserables desahuciados que carecen de toda posibilidad de disfrutar siquiera una viuda de perros? No pedimos nacer, ¿por qué negársenos el privilegio de dejar el mundo cuando las cosas se vuelven insufribles]? ¿Debemos esperar a que la bomba atómica nos acabe a todos juntos?
No me gusta terminar con una nota amarga. Como bien lo saben mis lectores, mi lema de toda la vida ha sido “siempre contento y siempre luminoso”. Tal vez por eso nunca me canso de citar a Rabelais: “para todos tus males te doy la risa”. Al mirar hacia el pasado, veo mi vida llena de momentos tráficos pero la contemplo más como una comedia que como una tragedia. Una de esas comedias en las que mientras te doblas de risa también sientes que se te quiebra el corazón. ¿Qué mejor comedia podrá haber? El hombre que se toma demasiado en serio no tiene salvación. La tragedia que vive la gran mayoría de los seres humanos es otro asunto: para ello no veo elemento de alivio alguno, Cuando hablo de una salida sin dolor para los millones de personas que sufren no hablo con cinismo o como quien no ve esperanza alguna para la humanidad. En sí, la vida no tiene nada de malo., es el océano en el que nadamos y se trata de adaptarse o hundirse, pero nuestra capacidad como seres humanos radica en no contaminar las aguas de la vida, no destruir el espíritu que nos infunde aliento.
Lo más difícil para un individuo creativo es evitar el impulso de ver el mundo según su propia conveniencia y aceptar al prójimo por lo que es, malo o bueno o indiferente. Uno tiene que poner todo su esfuerzo aunque nunca resulte suficiente.
miércoles, 15 de febrero de 2012
Las aristas de lo nuestro
He aquí un haikutre en dos partes para pasar el rato jugando con las palabritas:
Las aristas de lo nuestro
Sabes, nada es perfecto
pero me gustan las aristas tristes
de lo nuestro.
Apenas quedan ángulos
ni para cortarnos desde lejos.
No te preocupes, es lo bueno de esto.
jueves, 9 de febrero de 2012
Control, Alt, Suprimir.
Dicen que el tiempo lo borra todo... Y me has olvidado, doy fe. Control, Alt, Suprimir a nuestro pasado, hoy me borraste sin cuidado, ahora me siento abandonado, a la intemperie de lo que te amé.
El hombre que susurraba al gotelé I
Dicen que el tiempo lo borra todo... Pero es mentira, no borra el gotelé. Ahora que me has echado, melancólico, rasco las paredes rugosas del trastero en que habito por la crisis: una dermis de alquiler.
A veces recuerdo tu piel, cómo era entonces, cuando la acariciaba, cuando te rascaba como a un gatito y me vengo abajo. Pero hay que seguir, no existe otra manera. Siempre ocurre así. Las cosas duran un tiempo y después terminan. El ser humano coexiste en ciclos; la vida tiene sus fases. Nuestra naturaleza propia nos remite a un constante cambio, no sé por qué la gente lucha toda su vida contra eso. Parecen obstinarse contra el devenir natural de las realidades colectivas. Aspiran a una estabilidad universal; un trabajo fijo para toda la vida, una relación sentimental perdurable y una prole de filiación propia –y, por tanto, vinculada a nuestro ser perpetuamente, al menos, biológicamente hablando–. Y más veces de las deseadas, yerran en pos de un sueño inventado que no hace honor a la realidad.
A pesar de todo, he tenido suerte de encontrar este cuchitril porque me sale muy barato y yo, un poco como siempre, vivo a salto de mata, sin grandes ahorros, sin mentalidad constructiva, sin aglutinar nada que un día me pudiera lastrar o convertir en esclavo de lo acumulado.
El trastero es bastante espacioso y además tiene unas ventanitas en la parte superior que permiten el paso de la luz y la ventilación, si se abren. No es gran cosa pero es una especie de habitación grande, como un estudio, y con eso me conformo. Es un sitio a partir del cual ir tirando hasta que deje atrás estos tiempos difíciles, esta nube de incertidumbre que enturbia mi interior, como polvo de un tiempo pasado que se acomoda en el corazón.
Esta especie de cuartito era propiedad de la abuela de Carlos y ahora que ella ya no está, él me lo cede por una miseria. Carlos me ha prestado unos utensilios, una rasqueta o como se llame esa herramienta, y rasco las paredes de gotelé para tratar de dejarlas lisas. Parece que no, pero fijo que así gano un poquito más de espacio. Y además cuando lo hago me entretengo. No pienso, y no pensar es una actividad muy beneficiosa en estos tiempos de tristeza y descalabro.
Por otro lado, pienso en qué estará haciendo Nerea; si quedará en su persona un poso de tristeza o si ya será feliz con algún otro. Por otra parte, sé parte de lo que ha estado haciendo este tiempo. Para bien o para mal, tenemos amigos comunes y uno acaba por desarrollar y alimentar una especie de curiosidad mórbida por lo que acontece al otro, una curiosidad que termina por consumirte si no vas con cuidado. Al parecer, en este momento Nerea reniega de los hombres. Como le suele pasar a todas las chicas –especialmente las que son atractivas– a ella no le faltan oportunidades. Pero juzga el panorama con desencanto. Dice que está harta de que la cultura audiovisual imprima en la psique profunda de los hombres la imborrable enseña del porno. Los hombres se masturban, claro, pero desde hace bastantes años suelen hacerlo con videos realmente obscenos, primarios, videos donde el sexo se convierte en una especie de deporte, de confrontación física y las caricias y preliminares, la ternura, quedan al margen del propio acto. «¡Estoy harta de los tíos! ¡Son todos unos cerdos! Cuando decido irme a la cama con alguno, todos aspiran a lo mismo: darme por el culo y correrse en mi cara. ¡Joder, no hay más que malditos enfermos!».
Y no le falta razón. A mí también me habría encantado hacerle eso más a menudo. Para mí sería el polvo perfecto. Aunque también es verdad que cuando tenía doce años, como no existía internet y tampoco resultaba sencillo conseguir una película porno o revistas por ti mismo, nos conformábamos con mucho menos. Nuestro imaginario íntimo era infinitamente menos sofisticado. Recuerdo haberme masturbado usando un catálogo de Alcampo, con las chicas que salían en la sección de bañadores. No era mucho, pero era algo, y en cualquier caso era preferible masturbarse viendo cuerpos de chicas deseables que imaginándolos. La imaginación estaba bien, pero nosotros no teníamos experiencia ninguna que poder visualizar recordando, y ni siquiera sabíamos qué se sentía al experimentar un orgasmo follando. Así que cualquier cosa valía. También recuerdo que una vez me masturbé en compañía de mi primo, en casa de mis tíos, viendo las partes finales de la película Grease. Hasta con doce o trece años era complicadísimo empinarse con algo tan poco erótico como aquellos jóvenes bailando y canturreando, pero no teníamos nada mejor, así que, mientras Olivia Newton John movía el culo y se contoneaba entrando por el túnel de colorines que daba vueltas seguida de un Travolta restallante de testosterona, nosotros tratábamos de aliviarnos como podíamos. Recuerdo aquella ocasión entre las demás porque, después de un rato, sintiéndonos bastante patéticos pero acercándonos poco a poco a la consecución de nuestros actos retráctiles, mi prima entró en la casa de improviso y apenas tuvimos tiempo de subirnos los pantalones y esconder apresuradamente el trozo de papel higiénico con el que nos habríamos limpiado al terminar. Mi prima pudo percibir el rubor en nuestras mejillas, ciertos vapores producto del esfuerzo muscular y una sonrisa culpable en nuestros rostros que trataba de decir «lárgate por favor, no nos hagas esto más incómodo». Mi prima se marchó finalmente, supongo que dando por hecho lo que éramos: unos babuinos compulsivos, sacudiéndonosla a todas horas sin el menor recato. Y no le faltaba razón. Por aquella época solíamos cascárnosla del orden de seis o siete veces diarias. Aún hoy lo pienso y me da lástima tanto vigor sexual desperdiciado. Rebaso por poco la treintena y hoy día contemplo la idea de echar tres polvos en una noche como el bebé concibe el caminar de los padres: un imposible.
miércoles, 1 de febrero de 2012
No se me podía llamar hombre
"No se me podía llamar hombre; no me quedaba un adarme de sensibilidad. Y no era un animal, porque si hubiera sido un animal, habría tenido la sensatez de no meterme en esto. Los animales sólo se matan entre sí cuando tienen hambre. Nosotros matamos porque tenemos miedo de nuestra sombra, miedo de reconocer que si usamos un poco de sentido común tendríamos que reconocer que nuestros gloriosos principios estaban equivocados. Hoy no tengo ningún principio; soy un proscrito. Sólo me queda una ambición: beber diariamente lo necesario para olvidar cómo es el mundo."
Henry Miller. Noches de amor y alegría.
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