jueves, 4 de junio de 2020

"El Triunfo" - Clarice Lispector



El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve.

Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro allí, cru­cificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamen­te el día le va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Na­turalmente, porque la casa está apartada, bien aislada. Pero… ¿y aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación. De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada en la cama, con un estremeci­miento en todo el cuerpo. Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios, la otra cama de la habitación. Está vacía.

Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos cerrados.

Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que vino después y se prolongó hasta la ma­drugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las maletas, las ma­letas que sólo hacía dos semanas que habían llegado festivas, con pegatinas de París, Milán. Se llevó también al criado que había venido con ellos. El silencio de la casa quedaba explicado. Esta­ba sola desde su partida. Se habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el intelectual fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con el dedo. Y aquella sensación ya experimentada otras veces cuando se peleaban: si se va me muero, me muero. Oía aún sus palabras.

—¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo a quien quieras, a quien no tenga nada que hacer! ¿Me entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada! Me siento en­cadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te detesto!, ¡piénsalo bien, te detesto! Yo…

Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Luísa, ante esa palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí, le había suplicado que se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces él lo había aceptado. Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba de lo que nunca imaginaba que fuese una humillación, pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos que ella ni escuchaba. Esta vez se había en­fadado, como las otras, casi sin motivo. Luísa lo había interrum­pido, decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro. Le había cortado la inspiración en el instante exacto en que nacía con una frase tonta sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: “¿verdad, cariño?”. Dijo que necesitaba condiciones para producir, para continuar su nove­la, segada desde el principio por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese encontrar “el ambiente”.

Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la ha­bitación, como si le hubiesen extraído del cuerpo toda el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los anchos hombros amados estremeciéndose de risa, que todo era una broma, un experimento para una página de su libro.

Pero el silencio se había prolongado infinitamente, sólo ras­gado por el ruido monótono de la cigarra. La noche sin luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco de junio la hacía estremecerse.

“Se ha ido”, pensó. “Se ha ido”. Nunca le había parecido tan llena de sentido esa expresión, aunque la hubiese leído antes mu­chas veces en las novelas de amor. “Se ha ido” no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen allí, imaginaba, sonaría metálico. ¿Cómo viviría aho­ra?, se preguntaba de repente, con una calma exagerada, como si se tratase de algo neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora? Recorrió con la mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interrup­tor, buscó la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No había quedado nada. Se asustó. “Se ha ido”.

Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el sueño. De madrugada, debilitada por la vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes, las más locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas y ya fugitivas.

Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó un grito agudo. Todo se ha paralizado desde ayer, piensa Luísa. Si­gue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber qué hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos. Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de fluidez y movilidad. Nunca había reparado en el cuadro. De repente, como un dardo, una herida dura y profunda: “Se ha ido”. ¡No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado. Corre, empuja la puerta. Vacía.

Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve febrilmente los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna nota, di­ciendo, por ejemplo: “A pesar de todo te amo. Vuelvo mañana”. No, ¡hoy mismo! Sólo encuentra una hoja de papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. “Estoy sentado desde hace seguramente dos horas y todavía no he conseguido concentrarme. Pero tam­poco me concentro en nada que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se posa en ningún sitio. No consigo escribir. No consigo escribir. Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad es tan…”. Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda absor­ta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad, de pusi­lanimidad, en aquel simple papel… Jorge… murmura débilmente. Desearía no haber leído aquella confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente. Llora hasta el cansancio.

Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desaho­go. Está despertando. Se anima. Se trenza el pelo, lo prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir la piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala. Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo que ya no le hace falta.

El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la claridad penetra con ímpetu. El aire nue­vo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara. Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa se queda ligera­mente sorprendida. Hay tanto encanto en esa habitación ale­gre, en esas cosas súbitamente claras y reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles en alameda que terminan a lo lejos en la carretera roja de barro… En realidad nunca había reparado en nada de eso. Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Solo él existía. Él se había ido. Y las cosas no estaban del todo desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó la mano por la frente, quería alejar los pensamientos. Con él había aprendido la tortura (sic)1 las ideas, profundizando en sus menores partículas.

Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que ha­cer y temía pensar, cogió unas mudas de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero. Se arre­mangó, se subió los pantalones del pijama y empezó a fregarlas con jabón. Inclinada así, moviendo los brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió a sí misma. Paró, dejó de fruncir el ceño y se quedó mirando al frente. Ella, tan espiritua­lizada por la compañía de aquel hombre… Le pareció oír su risa irónica, citando a Schopenhauer, Platón, que pensaron y pensa­ron… Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le secó la espuma de los dedos.

Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo le había dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor… De re­pente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer. Desde su bañera tenía una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil. La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alre­dedor la mañana perfecta, respirando profundamente y sintien­do, casi con orgullo, su corazón latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rio. Él volvería, porque ella era la más fuerte.