martes, 27 de marzo de 2012

Enric y el vacío



Enrique Cimientos se tiró un pedo tan horroroso en la ducha que tuvo que salir apresuradamente para no morir gaseado. Se había administrado a sí mismo tratamiento de judío holocáustico, sin quererlo, aplicándose la Solución Final. No había comido legumbres ni nada por el estilo, y tampoco esa tarde había padecido flatulencias. Pero ya se sabe, lo de peerse es como la fatalidad, en ocasiones acontece la tragedia cuando menos te lo esperas.

Enric –como le apodaban sus amigos del club de golf– salió de la ducha de mármol de carrara y se quitó los restos de espuma de gel (de sales termales de Karlovi Vari) con la toalla. Reflexionó un momento sobre el inconveniente de discurrir por la vida sin objeto alguno, y más tarde sobre la metástasis progresiva de todo organismo vivo. Luego pensó sobre un par de arreglos que convendría hacer en la eslora del yate familiar. Luego dejó de pensar. El pensamiento en exceso era como la vida: tedioso por acumulación.

Cogió en aquella ocasión el BMW deportivo por aquello de que era viernes. Tal vez después de finiquitar la mañana en el despacho se acercara directamente a la zona nocturna de tapas. De ese modo se evitaría un trayecto. Mientras conducía pensó en un tejón atropellado que había visto días atrás. Debía ser una hembra, a juzgar por su orondo vientre. Tal vez el animal no pudiera cruzar lo suficientemente rápido por la carga del embarazo. Pensó en la pelambrera que tendría aquel mamífero en sus genitales, envuelta en jugo almizclero, durante el acto que se traduciría en aquel bombo. Le recordó a una inglesa adolescente que se había tirado de joven en el reservado de una discoteca exclusiva, la cual descuidaba su depilación íntima. Hoy día los tiempos habían cambiado; era difícil encontrarse una chica que no llevara aquello depilado. No por fuerza cualquier tiempo pasado fue mejor, se dijo Enrique.

Entró aminorando en segunda al parking de la empresa, accedió al edificio y subió por el ascensor privado al despacho del director, su padre. Cuando se acercaba a la puerta del despacho Sandra, la secretaria, le detuvo con su clásica sonrisa, un tanto traviesa.

–Perdone, Don Enrique. Su padre está manteniendo una reunión con parte del consejo de dirección. Me pidió expresamente que nadie les molestase.

Y luego le hizo un guiño sexy. Era una cochina. Quería mambo. Él lo sabía.

–Estupendo–, contestó Enrique lacónico(con grélicos), y se encaminó a su despacho.

Pensó en Sandra. El culo de Sandra. Sus tetas. Cómo serían debajo de aquella blusa de vuelo. Su coñito rumboso. Sandra le causaba sensaciones encontradas. Por una parte, tenía pinta de follar como si se fuera a acabar el mundo y eso le agradaba. Pero por otro lado era demasiado sensiblera, demasiado lavado su cerebro por las mentiras de amor que suelen infiltrar en los cerebros las películas, las novelas románticas de vampiros y en general los medios de persuasión que nos dictan tendencias, valores y modelo de comportamiento a reproducir. Probablemente Sandra tuviera un buen polvo, e incluso podría ser lo suficientemente viciosa para complacer a Enrique, pero siempre tendría que mediar aquella pantomima, aquel engaño redentor. No podrían follar como conejos sin prejuicios y punto, no. Todo tendría que parecer un accidente, una pasión pura y limpia. No aceptaba los polvos sin compromiso con tipos honestos, necesitaba de sus mentiras de amor, todo debía, si no ser, al menos parecer romántico y cursi. Los tíos que se la tiraban lo comprendían pronto, por lo que después de llegarle a las bragas con las tretas más viles, luego pasaban de ella; nunca volvían a llamar. Luego ella se sentía como un juguete roto preguntándose qué podría haber salido mal. No alcanzaba a entender que ella era «lo que no funcionaba bien». Pero ya conocemos la problemática: el ser humano no está a la altura de tan elevados sentimientos. El amor es el infinito puesto al alcance de los caniches. Enrique, en su concepción pragmática de las relaciones hombre-mujer, veía la realidad de un modo más sencillo. Las mujeres estaban siempre hablando de sinceridad y esas mierdas pero lo que querían en el fondo –tal vez de modo no consciente– era un avezado impostor, un comediante experto, tan buen intérprete que las hiciera creerse a ojos ciegos la falacia del maldito amor. No hay dos hombres completamente distintos, sólo cambia el pelaje. Debajo hay lo mismo: lobos. En raras excepciones puede haber otra cosa, generalmente un imbécil clínicamente ingenuo.

En resumen, Sandra era un buen polvo arrastrando la sombra de una infinitud de problemas consigo. Probablemente mentiras superlativas, matrimonio, hijos. Esos polvos nunca valían lo que costaban. Era crucial anticipar el peligro, y él estaba prevenido.

Como no sabía qué hacer y desconocía las aplicaciones y usos de los montones de papeles que había en su mesa, vagueó cotilleando páginas de videos porno en internet. Trató de masturbarse pero no alcanzó el nivel de estímulo adecuado, así que desistió. Observó el mobiliario de despacho pensando que era notablemente anti erótico y frío. Imaginó a Sandra follada a cuatro patas sobre el escritorio y la cosa le pareció mejor. Luego sesteó un rato.

Pasó un tiempo –Enrique no sabría decir cuánto– hasta que recibió una llamada. Era su padre. La reunión había terminado y podía pasar a verle. Se secó los restos de babas que le habían caído sobre la chaqueta y salió. Su viejo estaba quitando la vitola a un enorme habano que a continuación encendió. El viejo lobo de mar se había quitado los zapatos y los calcetines de ejecutivo. Olía a pies sudados.

–¡Qué tal va todo hijo! –le dijo con su voz ronca, de resonancias profundas, parapetado tras su enorme panza.

–Muy bien papi. Un poco cansado de la vida, de sus inercias, pero bien. Tal y como está el panorama, creo que no tengo derecho a quejarme.

–Jaja, y crees bien, pequeño rufián. No te haces una idea de cómo está el tinglado económico: ¡cogido con alfileres! Esto va a estallar muy pronto, ya lo verás. ¡Todo se va a ir a tomar por culo! Aún así, de momento los que se joderán son los pobres, como ha pasado siempre.

El viejo tosió un poco. Suspiró. Luego volvió a chupar de su puro. Entonces descolgó el teléfono y pulsó una tecla.

–Sandra, tráeme un vaso con hielo y la botella de escocés seco, la de la etiqueta negra. –Luego carraspeó–. Por cierto: tú, Enrique, ¿quieres algo?

–Bueno, está bien. Una coca cola.

El viejo lo pidió también. Luego se irguió en el asiento de dirección. Espiró emitiendo un quejido cansado con la garganta al dejar salir el aire. Al poco entró Sandra meneando su culo de primera. Dejó todo en una bandeja y salió bamboleando de nuevo todo aquello tan bien distribuido. Se sirvieron sin prisa, dejando transcurrir la insensatez de los segundos persiguiéndose unos a otros.

–Ah, mis socios, malditas alimañas –exclamó el gran hombre de negocios–. Estos cabrones han estado forrándose hasta hace poco y ahora que vienen las vacas flacas ponen pegas para seguir en el barco. En fin, ¿por dónde íbamos hijo?

–Con eso de que todo está fatal y que nos vamos a ir todos a tomar por culo.

–Ah sí. Bueno, tampoco es nada nuevo. Sabíamos a lo que jugábamos en esto del capitalismo. Tarde o temprano acabaremos todos fagocitados. ¡Al menos tenemos la mano y parte de la banca sobornada! –su padre rió socarrón¬–. Bueno Enrique, ¿y tú en qué piensas?

–¿Yo? Pues en follar, como todo el mundo. En eso y en una máquina de hacer perritos. A veces pienso en eso.

–¿Una máquina de hacer perritos? ¿A qué cojones te refieres? ¿Al nabo del perro macho?
–No, verás. Es una tontería, pero mi amigo Nacho, ya sabes, el del club de golf –su padre asintió–. Bueno, pues Nacho, de cuando en cuando, se acuerda de una máquina de hacer perritos que le regalaron a los quince años.

–Entiendo –contestó el viejo– pero, ¿por qué piensas en eso concretamente?

–Bueno, la verdad es que puede parecer una gilipollez, pero el hecho es que Nacho tiene pasta para comprar lo que quiera. Ya conoces a su padre. Por supuesto, podría comprarse un montón de máquinas de hacer perritos. Qué demonios, podría comprarse hasta un carrito para hacer perritos, de esos que usan los vendedores ambulantes. O una flota entera. Pero ese no es el problema.

–¿Ah no? ¿Y cuál es el problema? –repuso su padre comenzando a impacientarse.

–Pues la cosa es que Nacho no quiere una máquina de hacer perritos cualquiera. Quiere otra exactamente igual a la que tuvo y perdió, la que ya no puede recuperar. Le había cogido cariño y de algún modo, la extraña.

–Está bien –dijo su padre–. Puedo llegar a entender que le cogiera cariño a aquel trasto viejo; al fin y al cabo, recuerda que sigo casado con tu madre después de cuarenta años. Pero si de lo que se trata es de hacer perritos, yo pienso que lo mismo da un cacharro que otro, ¿no? Lo importante es el resultado.

–Puede ser –contestó Enrique– pero precisamente a eso quería llegar. A que quizá a veces no da lo mismo una cosa que otra, ocho que ochenta. A lo mejor las cosas más importantes son aquellas que significan algo especial para nosotros, que pulsan la tecla afectiva concreta de un modo único en nosotros. No sé. Por eso pienso tanto en la máquina de perritos de Nacho. Tal vez ocurra como con las mujeres. En esencia se podría pensar que da igual una mujer que otra mientras esté buena. Que se trata de follar a fin de cuentas, ¿verdad? Que lo importante es el resultado, tener a alguien que te guste ahí y que te sirva a los fines, cualesquiera sean estos, por los que se construyen las relaciones sentimentales. ¿Es eso lo que tú decías, no?

–Exacto hijo. Un chocho es tan bueno como cualquier otro, una mujer guapa tan válida como otra, es sólo un problema de elección. Casi un accidente, se podría decir. En estos tiempos de utilitarismo radical, nadie es insustituible. Así lo veo yo.

–Muy bien papi, pero entonces, dime, ¿por qué sigues eligiendo a mamá después de tantos años? Si diera igual no seguirías con ella. Te irías con la primera.

–¡Jajaja! Desde luego, qué inocente eres todavía, Enrique. Cómo se nota que todavía no sabes nada del matrimonio ni has tenido que enfrentar las responsabilidades de formar una familia–.

Su padre pegó un buen trago al vaso y le sonrió con un gesto extraño, casi malvado.

–Verás. Una cosa es acostarse con una mujer y otra muy distinta ponerle un anillo en el dedo. Asumes compromisos y te vinculas con todas las consecuencias. Tampoco nadie es imprescindible, porque como bien sabes, todos podemos pasar a mejor vida en cualquier momento. Pero digamos que te haces mayor y pierdes cintura. No puede uno estar moviéndose tan rápido por el ring como cuando se es un novato, y es una lección que conviene ir aprendiendo. De lo contrario, pueden noquearte antes de tiempo. La experiencia es lo único que acaba quedándonos a los viejos. Por eso es muy importante mantener los ojos y los oídos bien abiertos, porque la experiencia no es lo que te pasa, sino lo que haces de ello. En fin, ya sabes, no se le pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo.

–¡Vaya papi, qué bien te expresas!

–Si no supiera convivir con las bestias no llevaría tanto tiempo dirigiendo este circo, hijo. Pero bueno, estábamos con la máquina de tu amigo…

–Es cierto. No pasa nada, tampoco es tan importante, supongo. Es sólo que me da la impresión de que algo se está desnaturalizando, algo se está desfigurando irreversiblemente en esta sociedad en la que la gente está siempre corriendo de un lado a otro en pos de algo que ni siquiera sabe bien qué es. Es un poco como cuando alguien grita y echa a correr y el resto le imita para preguntarse, un rato después, por qué sigue corriendo. Me siento un poco como si todos estuviéramos así, apresurados por imitación del entorno. Y quizá por eso acabe convirtiéndose en una cuestión tan importante resolver las minucias, dar importancia a los detalles pequeños.

–Mira hijo, no sé si te habrás dado cuenta pero comienzas a hablar como un filósofo. ¿Y sabes qué son los filósofos? Charlatanes de taberna, arquitectos del vacío. Usan palabras hermosas y parece que dilucidan grandes cuestiones de la vida, pero en el fondo no son otra cosa que vendedores de humo. Sus grandes teorías y cuestionamientos no resuelven gran cosa, en realidad, y mira, si volviéramos al homo sapiens, los filósofos de la manada, los que se quedaban elaborando pensamientos complejos, esos eran los primeros en ser devorados por los depredadores. Al final, y más vale que te vayas dando cuenta de ello, los que dirigen el mundo son los que le echan huevos. Siempre ha sido así y siempre lo será. Si te detienes te atropellan. El tráfico es jodido, no espera a nadie.

–No sé –contestó Enrique–, puede que tengas razón. O que los dos la tengamos, a nuestra manera. De todos modos yo sigo acordándome de la máquina de perritos de Nacho. Y también entiendo que para él sea importante.

–Naturalmente, naturalmente. No hay nada malo en pensar sobre ello. Pero hazme caso Enrique, es muy posible que todo eso que le preocupa a tu amigo acabe diluyéndose con el tiempo por sí solo. Todo tiene su momento. Cuando esté sacando adelante su familia y se vea presionado con los problemas de la vida ordinaria, acabará centrándose en lo verdaderamente importante. Además, debes pensar que somos afortunados y lo que realmente nos tiene que seguir preocupando es tener al toro bien cogido por los cuernos. Que no se te olvide.

Llamaron al teléfono. Su padre lo cogió. «Sí, sí. Pásamelo». Su viejo le guiñó un ojo señalándole la botella de escocés con el dedo. Enrique hizo un ademán rechazándolo. «Sí. Sí. Entiendo. De acuerdo, voy para allá. No te preocupes. Y no hagas nada hasta que yo llegue, ¿de acuerdo? Lo vamos a resolver. Bien, adios.»

–Me tengo que marchar, el deber me llama –dijo su padre mientras se ponía los calcetines–. Otro día seguiremos con esta conversación, si es que te has quedado con ganas de decir algo más.

–No papi, no te preocupes. No importa.

–Muy bien hijo. Pásalo bien. Y arma alguna buena, ¡que hoy es viernes y la juventud es una cabrona esquiva! –su padre rió. Era un hombre muy dicharachero, con un carácter muy extrovertido.

Y salieron del despacho.

lunes, 26 de marzo de 2012

De la virtud empequeñecedora




“Pues quería (Zaratustra) enterarse de lo que entretanto había ocurrido con el hombre: si se había vuelto más grande o más pequeño. Y en una ocasión vio una fila de casas nuevas; entonces se maravilló y dijo:

“¿Qué significan esas casas? ¡En verdad, ningún alma grande las ha colocado allí como símbolo de sí misma!
“(...) Y esas habitaciones y cuartos: ¿pueden salir y entrar ahí varones?
“(...) Y ...Zaratustra se detuvo y reflexionó. Finalmente dijo turbado: «¡Todo se ha vuelto más pequeño!»
“Por todas partes veo puertas más bajas: quien es de mi especie puede pasar todavía por ellas sin duda– ¡pero tiene que agacharse!
“(...) Camino a través de este pueblo y mantengo abiertos los ojos: se han vuelto más pequeños y se vuelven cada vez más pequeños– y esto se debe a su doctrina acerca de la felicidad y la virtud.
“(...) Algunos de ellos quieren, pero la mayor parte únicamente son queridos...
“(...) Redondos, justos y bondadosos son unos con otros, así como son redondos, justos y bondadosos los granitos de arena con los granitos de arena.
“Abrazar modestamente una pequeña felicidad– ¡a esto lo llaman ellos «resignación»!...
“En el fondo lo que más quieren es simplemente una cosa: que nadie les haga daño...
“Virtud es para ellos lo que vuelve modesto y manso: con ello han convertido al lobo en perro, y al hombre en el mejor animal doméstico del hombre.”


Nietzsche «De la virtud empequeñecedora». Así habló Zaratustra.

jueves, 22 de marzo de 2012

Toda esa nieve





Tenemos toda esa nieve, todos esos edificios post comunistas, toda esta tristeza gélida; nuestros aparatosos sombreros con pelo, estos rostros ajenos de mejillas sonrosadas que contrastan con la dureza del cielo; los ojos fríos como simetrías de cisne. La rigidez áspera alojada en los genes. Esa melancolía de tundra en el vano de la noche nos acompaña en silencio, como una procesión de días perdidos en la sucesión de la vida.

Moscú en fiestas es una ciudad hermosa, dicen. Las tiendas y grandes superficies se mantienen permanentemente iluminadas a lo largo de la calle Tverskaya, la plaza Pushkin se cubre de farolillos y el centro se llena de personas estúpidas que se complacen en pasear durante horas observando tras los escaparates las cosas que nunca podrán permitirse comprar. Las amplias vías a ambos lados del Moscova son surcadas por veloces taxis rojos que parecen apresuradas hormigas abandonando el corazón de un hormiguero quebrantado por la tormenta. La gente no parece feliz ni triste. En su lugar, permanecen ajenos a todo sentimiento. Tal vez sea el carácter ruso. Uno no puede huir de lo que, en esencia, es.

En estas fechas suelo pasear por el centro, a pesar de la orfandad gris de las calles en invierno. Me bajo del metro en la parada de Komsomolskaya y luego salgo a caminar sin rumbo preciso. Escucho en mi reproductor viejas canciones folclóricas de Helmut Lotti, Lyudmila Zykina, cosas por el estilo. Hipnos patrióticos, largos estribillos. En ocasiones me pregunto la cantidad de necios que habrán muerto pocas horas después de desgastar la palabra Kalinka entre sus labios, defendiendo ideales que no valen una vida, que probablemente barrieron demasiadas inútilmente. La gente necesita del sentimiento de pertenencia a algo, a lo que sea. Eso da lugar a muchos de los problemas del hombre, a mi entender.

No sé en qué momento ocurrió, pero con el tiempo cambié. En cualquier caso, yo no fui consciente de la transformación hasta que ya era parte de mí. De algún modo, empecé a ver nacer oscuros instintos. Tal vez ya estuvieran allí antes, pero lentamente comprendí que no trataba de darles freno, no podía poner diques a lo desagradable que percibía medrar en mí, porque quizá mostraban a un yo más profundo que el que había pretendido ser hasta entonces. Sentí el vértigo. Y continué.

Dejé de hallar en la condición humana sentido, acaso en la mía propia. No podía entender que la gente depositara su confianza en los extraños de un modo tan irracional. Me ofrecía para ayudar a las señoras con las bolsas de la compra, a los ancianos, a los invidentes, los minusválidos. Lo que fuera que me permitiera participar del trato humano y desentrañarlo; poner a prueba los límites y a mí mismo. Me brindaba a la sociedad por mis actos y rápidamente era valorado sin ser cuestionado mínimamente. Luego, de un modo gradual, fui liberando aquel rumor extraño, dejándolo fluir. Dejé de hacerme preguntas, de hacer consideraciones éticas que no nacían en mí interior; dejé brotar aquella música tétrica más allá de los razonamientos y las palabras. Perdí el miedo a mí mismo, sin importarme a dónde pudiera conducirme aquello. No anticipé lugar a donde pudieran llevarme mis actos y pensé que quizá la indefensión de los otros que tan fácilmente me era revelada hubiera sido puesta en el mundo para dar una respuesta a otros mecanismos nocivos.

Poco tiempo después comenzaron los asesinatos.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Los lugares, los amados



LOS LUGARES, LOS AMADOS
No, nunca he encontrado un lugar
del que pudiera decir
Esta tierra es mía,
Aquí debería quedarme;
Tampoco he conocido a ese alguien especial
Que me exigiera al tiro
Todo lo que es mío
Hasta mi nombre;

Encontrar algo así parece probar
Que no quieres tener que elegir dónde
Echar raíces, o a quien amar;
Les pides que te echen fuera
Irrevocablemente,
De modo que no sea tu culpa
Si la ciudad se vuelve monótona
Y la muchacha una tonta.

Con todo, incluso perdiéndolas
Quedas obligado a actuar
Como si lo que te tranquilizara
De hecho, te destrozara;
Así que será más sabio que dejes
De pensar que aún podrías hallar
Lo que hasta ahora no has llamado
Tu mujer, tu lugar

Philip Larkin

jueves, 15 de marzo de 2012

Poemas buenérrimos para neófitos


Todos podemos devenir bardos en un momento de "exaltación", jijiji

Resulta que el otro día en la tertulia a la que asisto –hasta que tengan a bien echarme como lo que soy (un perro; andaluz)– estuvimos leyendo y trayendo a colación (porque nos salía de la cola) varios poemas de diverso corte y pelaje.

Bien. Pues como me aburro en el trabajo y tengo dos textos que no terminan de salir del cajón del inconsciente, de escritor ripioso de saldo que soy, pues voy a aflojar un poco el tirante hilo creativo y a presentaros una compilación breve de los poemas que más me gustaron, sin ulterior presentación.

Como diría mi madre cuando mi padre, al poco de nacer yo, le propuso la posibilidad de aplicar conmigo el aborto retroactivo:

¡Sea!



REGIONALISMO (Francisco Vighi)

Para que te exaltes, castellano,
hombre seco, hombre de tierra.
Para que me odies, catalán,
más fenicio que de Grecia;
y tú, manchego retardado,
cazurro de alma plebeya;
isleño cursi y rastacuero,
balear ladrón, hijo de chueta;
leonés rencoroso y zafio;
montañes vano, hombre de cera;
y tú, aragonés que llamas a la bestialidad franqueza;
para que me mates, levantino, simulador de arte y de belleza;
vasco hipocrita y ambicioso,insultame con tu pobre lengua;
asturiano traidor y falso;
gallego llorón, y sin vertebras;
murciano sucio, feo y torpe;
extremeño de las cavernas;
madrileño que de Real orden
eres tonto por dentro y por fuera.
Yo os desprecio, os maldigo y os odio,
gentes cobardes de mi tierra.
Y para ti, andaluz idiota,
¡culebra!, ¡culebra!, ¡culebra!


COMO LES IBA DICIENDO (Nicanor Parra)

Yo soy número uno en todo
no ha habido -no hay- no habrá
sujeto de mayor potencia sexual que yo
una vez hice eyacular diecisiete veces consecutivas
a una empleada doméstica

yo soy el descubridor de Gabriela Mistral
antes de mí no se tenía idea de poesía
soy deportista: recorro los cien metros planos
en un abrir y cerrar de ojos

a lo mejor ustedes no tienen idea de nada
han de saber que yo introduje el cine sonoro en Chile
en cierto sentido podría decirse
que yo soy el primer obispo de este país
el primer fabricante de sombreros
el primer individuo que sospechó
la posibilidad de los vuelos espaciales

yo le dije al Che Guevara que Bolivia no
le expliqué con lujos de detalles
y le advertí que arriesgaba la vida

de haberme hecho caso
no le hubiera ocurrido lo que le ocurrió
¿recuerdan ustedes lo que le ocurrió al Che Guevara en Bolivia?
imbécil me decían en el colegio
pero yo era el primer alumno del curso
tal como ustedes me ven
joven-buen mozo-inteligente
genial diría yo
irresistible
con una verga de padre y señor mío
que las colegialas adivinan de lejos
a pesar de que yo trato de disimular al máximo.


MI VIL ANIMAL (Ángel Guache)

Aquí estoy sola
como una ola
y sin cola.
Este hombre me rompe los esquemas,
este hombre es un nido de problemas.

Él por ahí de motorista
de juerga en juerga,
que es un juerguista;
y yo friega que friega,
plancha que plancha,
ya me estoy poniendo ancha.

Me paso horas limpiando,
me paso horas cantándole
a la tabla de planchar.
Que canto por no llorar.
Este hombre me rompe los esquemas,
este hombre es un nido de problemas.

Me dijo que me faltaba un tornillo,
me dijo que me iba a enderezar
con el martillo.

Cojo la batidora,
y a ese bruto,
a ese vil animal
le voy a hacer un batido
de Zotal.
¡Un batido de Zotal,
so animal!

Aquí ya huele a muerto
y los muertos huelen fatal.

Que te veo en la morgue, tío,
y allí sí que hace frío.
Mira cómo me río.



CONTRA JAIME GIL DE BIEDMA (Jaime Gil de Biedma)

¿De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación -y ya es decir-,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colmena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas, a comer en mi plato y a ensuciar la casa?

Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho,
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar.
Y si te increpo, te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco.

Podría recordarte que ya no tienes gracia.
Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se tienen más de treinta años,
y que tu encantadora sonrisa de muchacho soñoliento
-seguro de gustar- es un resto penoso,
un intento patético.
Mientras que tú me miras con tus ojos
de verdadero huérfano, y me lloras
y me prometes ya no hacerlo.

¡Si no fueses tan puta!
Y si yo no supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco...
De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad.

A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno
para dormir contigo.
Muriendo a cada paso de impotencia,
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso
torpemente abrazados, vacilando
de alcohol y de sollozos reprimidos.
¡Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!


EL AMENAZADO (Jorge Luis Borges)

Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La
hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
la vaga erudición el aprendizaje de las palabras que usó
el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad,
las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven
amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche
intemporal, el sabor del sueño?

Estar contigo o no estar contigo, es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz
del ave, ya se han oscurecido los que miran por la ventana, pero la
sombra no ha traído la paz.

Es ya lo se, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la
espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con su pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos que cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.


GACELA DEL AMOR DESESPERADO (Federico García Lorca)

La noche no quiere venir
para que tú no vengas ni yo pueda ir.
Pero yo iré
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.

El día no quiere venir
para que tú no vengas ni yo pueda ir.
Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.
Ni la noche ni el día quieren venir
para que por ti muera
y tú mueras por mí.


ROTO (Benjamín Prado)

Solo,
en medio de todo;
estar tan solo
como es posible,
mientras ellos vienen
muy despacio,
se agrupan,
ponen su campamento,
invaden,
talan,
hunden,
derriban las palabras
una a una,
se reparten mi vida,
poco a poco,
levantan su pared
golpe a golpe.

Después se van;
se marchan
lentamente,
pensando:
-Nunca podrás huir de todo lo que has perdido.

Tal vez tengan razón.
Tal vez es cierto.

Pero llega otro día,
el cielo quema
su cera azul encima de las casas;
yo regreso de todo lo que han roto,
busco entre lo que tiene
su propia luz,
encuentro
la mirada del hombre que ha soplado unas velas,
el limón que jamás es parte de la noche;
ato,
pongo de pie,
reúno los fragmentos,
me convierto en su suma.

Y todo vuelve
otra vez;
las palabras llegan donde yo estoy;
son las palabras
perfectas,
las que tienen
mi propia forma,
ocupan cada hueco
y cierran cada herida.
Las palabras que valen para hacer estos versos
y sentarse a esperar que regresen los bárbaros.


LOS LUGARES, LOS AMADOS (Philip Larkin)

No, nunca he encontrado un lugar
del que pudiera decir
Esta tierra es mía,
Aquí debería quedarme;
Tampoco he conocido a ese alguien especial
Que me exigiera al tiro
Todo lo que es mío
Hasta mi nombre;

Encontrar algo así parece probar
Que no quieres tener que elegir dónde
Echar raíces, o a quien amar;
Les pides que te echen fuera
Irrevocablemente,
De modo que no sea tu culpa
Si la ciudad se vuelve monótona
Y la muchacha una tonta.

Con todo, incluso perdiéndolas
Quedas obligado a actuar
Como si lo que te tranquilizara
De hecho, te destrozara;
Así que será más sabio que dejes
De pensar que aún podrías hallar
Lo que hasta ahora no has llamado
Tu mujer, tu lugar


ASÍ QUE QUIERES SER ESCRITOR, ¿EH? (Charles Bukowski)

si no brota de ti a borbotones
a pesar de todo,
ni lo intentes.
a menos que te salga por voluntad propia
del corazón y la mente y la boca
y las entrañas,
ni lo intentes.
si tienes que permanecer horas sentado
mirando la pantalla del ordenador
o encorvado sobe la
máquina de escribir
en busca de palabras,
ni lo intentes.
si lo haces por el dinero o
la fama,
ni lo intentes.
si lo haces porque quieres
mujeres en la cama
ni lo intentes. si tienes que sentarte y
rehacerlo una y otra vez,
ni lo intentes.
si sólo pensar en ello ya te cuesta trabajo,
ni lo intentes.
si quieres escribir como algún
otro,
olvídalo.

si tienes que esperar a que salga de ti
con un rugido,
entonces espera tranquilo.
si no llega a salir de ti con un rugido,
dedícate a otra cosa.
si primero se lo tienes que leer a tu esposa
o a tu novia o tu novio
a tus padres o quienquiera que sea,
no estás preparado.

no seas como tantos otros escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman escritores,
no seas soso, aburrido y
pretencioso, no te dejes consumir por el
narcisismo.
las bibliotecas del mundo
se han dormido de
aburrimiento
con los de tu calaña.
no lo empeores.
ni lo intentes.
a menos que te salga
del alma como un cohete,
a menos que creas que la inactividad
te llevaría a la locura o
al suicidio o al asesinato,
ni lo intentes.
a menos que el sol en tu interior te
abrase las entrañas,
ni lo intentes.

cuando de veras sea la hora,
y si estás entre los escogidos,
cobrará vida por
si mismo y seguirá cobrándola
hasta que mueras o muera
en ti.

no hay otra manera.

ni la hubo nunca.

lunes, 12 de marzo de 2012

Val Kilmer y la cremación


El antes y el después, te jodes del revés.

Debía ser mediodía cuando se despertó. Val Kilmer se miró al espejo y no le agradó el cachalote que vio al otro lado. «¡Puta mierda!», se dijo.

Unos cuantos años atrás había sido un auténtico sex symbol, el terror de las nenas, las vaginas se empapaban y los labios –los de arriba y los de abajo– daban palmitas rijosas suspirando flujos varios por su cuerpo serrano. Pero, ¡ay amigos! ahora parecía una muñeca pepona mismamente. Era una auténtica putada esto de envejecer sin delicadeza. Todavía recordaba nítidamente la de fiestas de la jet set y orgías sin fin que se había corrido en Los Ángeles, Hollywood o Nueva York –por poner tres ejemplos– en los días en que surfeaba en la cresta de la ola cinematográfica. Pero ahora estaba acabado. Sí, tenía pasta, claro. Estaba forrado, pero algo se había perdido en el proceso, de un modo trágico. Probablemente su silueta homínida. Ahora compartía más características anatómicas con una foca constrictora que con un varón caucásico de complexión media. «Lo difícil no es llegar, sino mantenerse», le dijo una vez Sting en una fiesta en una mansión de Beverly Hills. Pero como Sting siempre andaba dando el coñazo con lo buen follador que era, cómo había aprendido a correrse para adentro y porquerías por el estilo, Val pensó que la frase filosófica hacía referencia a echarse un palete sin correrse jamás, como le gustaba hacer al degenerado cantante de los Police.

Miró sus mejillas rosadas, restallantes como cojón de preso en celda de castigo; su papada colgandera, que parecía la de un jodido urogallo con paperas. ¡Jesús! Qué rápido puede degenerar uno en este descenso implacable que es envejecer, para acabar finalmente en una caja de abeto, apestando a pies y ajo. Pensó que si seguía engordando así, a diez kilos por año, tal vez desistieran de intentar hacer medidas para su ataúd y en su lugar, consideraran más apropiado llamar a diez balleneros para que le arponearan y golpearan con remos en la cabeza hasta la muerte. Después le extraerían la grasa para hacer ungüentos y venderían su carne a los japoneses para forrarse aprovechando a fondo sus recursos. Joder, ¿qué cojones hacían los actores y las modelos para mantenerse delgados pasados los cuarenta? Tenía el teléfono de Brad Pitt por algún sitio, podía intentar llamarle para que le explicara sus rutinas. Pero probablemente no se lo cogiera, siempre andaba de un lado a otro, como puta por rastrojo con las malditas reuniones de padres. Es lo que tiene apadrinar –y procrear– como un conejo.

Las drogas. Las drogas eran un buen comienzo, una vía ideal para empezar a perder peso. Inhiben el apetito. Te quedabas hecho un figurín, no había más que ver a todas esas modelos de pasarela esqueléticas con tanto estrés, tanto puente aéreo y tanta coca inhalada como por trompa de elefante. El problema de la droga es que podías acabar hecho polvo si no la dejabas a tiempo, y claro, si la dejabas de consumir regularmente, volvías a ponerte hecho un pepoño. La clave estaba en el equilibrio, en el feliz término miedo (a pasarse). Se acordó de su malograda amiga Whitney Houston. Pobre mujer. Se quedó con un tipín genial, sí, ¡pero a qué precio! Además todo depende, porque mira al capullo de Bobby Brown. Se drogaba tanto o más que la diva y estaba hecho una peonza. Tal vez no estaba hiper gordo, pero sí gordo medio. O sea que coca y panchitos tampoco son la panacea. Si te drogas, tienes desórdenes alimentarios: básicamente comes lo que pillas estando todo el día tirado por el suelo o en el sofá, víctima de la resaca yonki. ¿Si eres millonario qué acabas comiendo? Pues comida rápida. En fin, Val no se imaginaba a un puto adicto tirado en la moqueta de su casita en Long Beach degustando una ensalada de algas con tofú y surimi fresco, qué cojones. Así que la vía de la droga tampoco funcionaba, a no ser que fueras un puto crack o heredaras un metabolismo inmortal, como Keith Richards, Ozzy Osbourne o Iggy Pop.

En resumen, que tocaba inflarse a comida ecológica biodietética, de esa que nunca sabe a una mierda, y correr más que un hámster ruso en una lavadora centrifugando. Cosas que él, no estaba dispuesto a hacer. La cincuentena tiene sus servidumbres. De joven sí que se había pelado el culo en los gimnasios, pero es que de joven le bastaba hacer pesitas una hora, no tenía que bajar tripas, ni perder treinta kilos. Qué cojones, entonces la tabletita le salía casi sola. Ahora tenía también un abdominal muy marcado: marcadísimo, de hecho, pero sólo uno. ¿Tableta de chocolate? Sí, pero de una onza brutal. ¡Maldito metabolismo! Lo de adelgazar resulta muy factible cuando te sobra un kilito o dos, pero cuando devienes león marino, precisas de un milagro, joder.

Fue a la cocina y se preparó el desayuno habitual: café, zumo de arándanos, tortitas con sirope de chocolate, dos huevos revueltos con bacon y baked beans: ¡qué cojones, el desayuno es la comida más importante del día! ¡Ahí sí que no pienso ceder! Luego llamó a sus hijos, pero no andaban por la casa. El mayor seguramente estaría surfeando, como siempre, oteando los ojetes de las bañistas y ligando a troche y moche: era un follarín, como lo fuera su padre alguna vez, y sus múltiples conquistas –que se cepillaba en casa, armando unos escándalos sonoros considerables– eran el orgullo de Val. Su legado no moriría con él. No debía preocuparse por su hijo. Aquel piojo cabrón que no dejaba de chupar de la teta de sus ahorros era un verdadero cabronazo. Sabría salir adelante siempre. La niña era otra cosa. Las mujeres siempre eran otra cosa, qué demonios. Vivía con su madre y se pasaba algunos fines de semana, pero la relación no era muy fluida. Comían en restaurantes caros. Veían películas en pre estreno de las que le enviaban los de Paramount o Universal. De todo menos hablar mucho. Ella siempre estaba colgada del jodido teléfono y Val estaba hasta los cojones de interpretar el papel de buen padre. Resultaba tan sobreactuado que no se creía ni a sí mismo. Pertenecían a mundos diferentes, eso era todo. Siempre serían diferentes. Seguramente su madre le habría llenado la cabeza de gilipolleces a raíz del divorcio, y la niña había tomado partido por la madre herida y abandonada. Muy típico, pasa casi siempre. Val estaba hasta el nabo de disquisiciones morales. A fin de cuentas, esa panda de parásitos vivían de su dinero y no habían dado palo al agua en su vida. ¡Que no se quejaran tanto!


¡Liberad a Val, la orca amiga de los niños!

Decidió hacer algo por su vida, sacarle la lengua a la pereza. Ordenó el equipo de surf, que llevaba bastantes meses criando polvo en el armario. Se entalló a duras penas el neopreno (le iba como un guante, sí, pero como un guante de sado: aquello era una tortura que apenas le dejaba respirar) cogió su tabla y salió por su camino privado hacia la playa para hacer un poco de ejercicio. Hacía un día espléndido, la arena quemaba los pies como el garrafón el tejido hepático, el sol tocaba los cojones oculares bien alto. Val soltó una maldición por haber olvidado las gafas de sol en casa. Pero ahora no iba a volver, apenas había andado cinco minutos y ya sudaba como un puerco: quería remojarse. Entró en el agua cauteloso, sin prisa, salivando mirando los culos, como antaño, como siempre. Él era un hombre de culos y, para su suerte, se había tirado a tías con nalgas espléndidas. Era verdad que unas tetas bien puestas no le amargaban a nadie, pero a su entender, las tetas estaban sobrevaloradas. Y las piernas. Y los labios sensuales. Y los cabellos sedosos. Y las cabezas. Y los cerebros que supuraban idiotez dentro de la mayoría de las cabezas. Qué cojones, toda mujer estaba sobrevalorada, porque no valían lo que costaban, todo era un timo, menos un buen culo. Ay amigos, si cogiera a Jenni Farlopa por la grupa, con ese culo sí que podría un hombre aspirar a la felicidad. Era tan espacioso y luminoso que dejaba espacio para apoyar sobre la rabadilla un cenicero, una copa de buen whisky escocés y todavía te dejaba espacio para el anuario de la liga de béisbol con todas sus estadísticas. Extra de carne con el mínimo de celulitis. ¡El Culo Definitivo! Pensó en la frase «El sexo está sobrevalorado» y se sonrió. La solía decir mucho su buen amigo y compañero de juergas Clint Eastwood, que la soltaba siempre en plan críptico en las entrevistas de los años setenta, y luego se callaba, misterioso, para que los periodistas hicieran conjeturas con lo que realmente pretendía decir. Se preguntaban si para Clint el sexo no era gran cosa, si una paja a tiempo vale más que mil mamadas. O si por el contrario quería dar a entender que el vaquero había montado tanto a caballo que ahora se la ponían dura otras cosas como hacer películas o tocar el piano, cubata (de bourbon) en mano. Como siempre, la mayoría se equivoca y la gente no tiene ni puta idea de nada. En realidad, lo que ocurría era que Clint había sido siempre un avariento miserable, y realmente le jodía que las putas te sacaran sesenta, setenta, ochenta pavos por un polvo sin alma, polvos que él podía sacar –ya desde sus tiempos de figurante– por dos Budweisers en la barra del bar de los estudios con cualquier corista con sueños de grandeza.

En fin, Val había sido un grande, pero hay una realidad común a todas las facetas de la vida: hay un momento en que se tiene, y después se pierde. Es inevitable. Le sucede a todo organismo vivo. La corrupción y el deceso y la melancolía del trayecto, de lo vivo a lo podrido: ¡y esto es todo, amigos! Cuanto más grande y más alta sea la cima de tu éxito, peor será el batacazo. Al menos le quedaba su glorioso pasado y una vejez holgada donde podía hacer lo que le viniera en gana; actualmente, no hacer nada. ¡Pero tenía tantas anécdotas vividas! Pensó en aquel trío con dos enanas que se marcó en el backstage de Willow. En cómo se limpió el ojete con las toallitas desmaquilladoras del presuntuoso De Niro durante un descanso del rodaje de Heat, cuando nadie vigilaba su camerino. (Al rato pudo oír cómo el gran actor maldecía en voz alta y tosía –cof, cof, ¡qué cojones…!– para luego gritar encolerizado «¡Pero qué les pasa a estas putas toallitas: estás hechas un asco! ¡Me va a oír el jodido director de atrezzo!». Qué risas se echó con aquello. Tenía mil historias. Como cuando se cagó dentro del bombo de la batería antes de rodar la escena de “The Doors” de la mamada en el estudio y todos estuvieron preguntando porqué olía tan mal, y buscando mierda del gato de Val por cada rincón del set de rodaje. En fin, la juventud es vivir y la vejez recordar. Si empiezas a pasarte el día acordándote de esto y de lo otro, es que ya has vivido lo que tenías que vivir y empiezan a sobrarte cruces en el calendario del mañana.

De tanto pensar y ponerse triste con sus recuerdos, se fue cabreando: «¡Cojones, no soy ningún viejo!». Así que decidió atacar una ola como en los viejos tiempos, poniendo todas sus energías en ello. Iba a ser como hacía treinta años, no importaba que no fuera el mismo físicamente, su corazón latía a pleno rendimiento. Se irguió sobre la tabla en el mismo momento que la cresta de la ola llegaba a su altura en todo su esplendor, y en aquel instante, deslumbrado cálidamente por los reflejos iridiscentes de la espuma con el sol, del resplandor de los días de juventud en la opacidad triste de su presente, del sabor a salitre en los labios y a derrota en las rodillas cansadas, se sintió rejuvenecer fugazmente veinte años y, de algún modo, se sintió feliz de estar vivo y de seguir haciéndolo (estar vivo). Luego se resbaló de la tabla al no poder avanzar lo bastante rápido por el interior de la ola, perdió pie, y fue engullido por la imponente muralla salada, que le sacudió como un monigote de trapo, haciéndole tragar tanta agua que, al fin, perdió el conocimiento.

Había bastante gente allí, en corrillo, curioseando. El morbo es más fuerte que el propio ser humano, ya se sabe. Al parecer, después de caerse y ser zarandeado por la ola le habían sacado del agua unos surfistas, que luego le practicaron la respiración artificial junto a la orilla. «¿Se encuentra bien?», le decían todo el tiempo. «Diga, ¿cuál es su nombre y qué edad tiene?». «Me llamo Val Kilmer y estoy bien... ¡por favor, dejadme solo!». Los chavales se miraron unos a otros con cara de desconcierto. «¿Cómo dice que se llama…?». Val les mandó al carajo.

La cabeza le daba vueltas y le ardía la garganta. Se sentía bastante idiota y probablemente eso es lo que era. Había tenido un breve momento de iluminación, de catarsis y luego se había ido al carajo. Graciosa metáfora de la vida. Había tenido bastante playa por aquel día, bastante playa por una temporadita, de hecho. Volvió caminando con pasos torpes por su caminito privado, sintiéndose agotado, sintiéndose viejo. Luego se preguntó cuánto años podían quedarle todavía y qué calidad de vida le esperaría; por qué se había descuidado tanto con los años. Por qué esa sensación de fracaso inevitable en el ocaso de los días, por qué la melancolía empapando las membranas de su felicidad. Después se preguntó de qué modo quería que trataran su cuerpo, una vez fiambre. Tal vez debiera empezar a pensar en eso, a juzgar por su estado de ánimo. ¿Entierro? ¿Cenizas esparcidas por la playa? ¿Incineración? Cremación. La cremación –al menos de nombre– sonaba bien. Podrían inventar un modo alternativo, no de tratamiento del cadáver, sino de fallecimiento: cremación. Morir sepultado en crema, engullir dulce crema sin límites que manara a litros de una manga pastelera gigante hasta reventar por dentro. Sería un dulce desenlace para él, un goloso impenitente.

Siguió caminando. No dejó de sentir una tristeza atenazante. Sólo dejó de pensar en ello.

Elogio de la soledad



Elogio de la soledad (por Pilar Rahola, en La Vanguardia)


"Me encantó la reflexión que hizo el escritor –sublime escritor– Jaume Cabré en La Contra de hace unos días. Le preguntaba Víctor Amela por la mejora de la educación, y Jaume respondió: "Me desanima la superficialidad, que se nota en la incapacidad para estar a solas con nosotros mismos. ¡Educar consiste en enseñar al joven a estar a solas consigo mismo!". Creo que es difícil condensar más sabiduría en una frase tan sencilla. Ciertamente, en este mundo obsesivamente interconectado, donde es más fácil comunicarse con alguien de Tombuctú que hablar con el vecino del cuarto, lo más difícil de todo es comunicarse con uno mismo. Arthur Schopenhauer lo definía de una forma bella: "La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes". Pero más que suerte es un aprendizaje, una autoexigencia y, quizás, una valentía... En el fondo no me extraña que tengamos pánico a la soledad, como se lo tenemos también al silencio, porque ambos nos rescatan del ruido cotidiano, nos desmontan las coartadas que pacientemente nos habíamos construido, y nos retornan, sin piedad, a lo esencial. Incluso nos animan a hacernos preguntas. Y en estos tiempos donde el surfing de la vida triunfa en todos los aspectos, comida rápida, relaciones rápidas, conversaciones rápidas, la idea de estar con uno mismo es casi una idea revolucionaria.

Por supuesto hablo de la soledad creativa, escogida y buscada entre el ruido cotidiano. La otra, la de aquellas personas que se han quedado solas, a menudo a edades avanzadas, es otra historia. En ese caso no se trata de darse un respiro para bucear por los pliegues del alma, sino de vivir en la sensación de abandono. Lo cual, extrañamente, es una consecuencia más de esta sociedad de tanta gente junta que, sin embargo, está perdiendo la capacidad de hablarse. Este tipo de soledad, sin ninguna duda, no tiene nada de creativa y lo tiene todo de dolorosa. Pero la otra soledad, la que es capaz de convivir y construir caminos compartidos, que no está vacía de gente, sino muy llena, que no huye sino que busca y encuentra, esa soledad debería ser una reivindicación diaria, una autoexigencia, un placer otorgado.

Poco a poco vamos perdiendo esa capacidad de recogernos en nosotros mismos, ya sea para leer un buen libro o para sentir música a solas, o sencillamente para observar la vida. Y la perdemos porque es más fácil vivir rodeados de ruido humano, aunque hayamos olvidado la gramática para entender el lenguaje. En el fondo creo que somos una sociedad asustada y frágil que preferimos hacernos las preguntas justas, para no atisbar el abismo interior por el que derrapamos. Por ello Cabré tiene tanta razón: educar es también enseñar a parar el tiempo, despojarse de los disfraces, quedarse sólo con los propios interrogantes y aprender a gustarse. Esa soledad conquistada es, en el fondo, la conquista de uno mismo."

jueves, 8 de marzo de 2012

La primera vez que vi un muerto



La primera vez que vi un muerto, (por Wendy Guerra).

"Los brazos llenos de muerte blanda / él no es más que uno de esos / cuerpos que el mar escupe de los esteros, / tronco de árbol, animal u hombre / y baila en una playa remota / una danza con el tiempo que transcurre / de las olas a la arena. / El cuerpo sin rostro enfrenta el infinito / y del cielo ni siquiera un gesto /
de bendecida amargura".

Albis Torres: Los niños hablaban de la rigidez que no permite arrastrar los muertos, traerlos desde el río como trofeo de guerra, los adolescentes de las apariciones en los campamentos, y un novio me comentó del rictus de la muerte, ese gesto que aparece en la cara de quien la pelona lo está llamando.

En mi casa hablábamos con Erculano, el muerto que cuidaba la familia, venía en las noches, nos consultaba mes por mes. Sin su anuencia no podíamos operarnos, ni divorciarnos, ni dejar el país. Era un muerto invisible. Él lo predijo: cuando mi madre cumple 48 años, pierde la memoria. Olvidó las palabras, los nombres, escribir, fumar, llorar. Me olvidó y se olvidó a sí misma. Fue tachando asuntos en su mente hasta quedarse en blanco (in albis).

Albis Torres: su cuerpo era tan joven y bello, pero el vacío la venía habitando hasta sacarla de su vida. Dejó de pensar, caminar, tragar, y una mañana ya no supo inhalar-exhalar.

La primera vez que vi a un muerto fue a mi madre.

Pequeña, blanca, indefensa, parecía dormida. Toqué esa textura fría anodina que corta la piel y nos distancia de lo vivo.

Cuando un ser amado muere debes despedirte sin rituales, iniciar tu duelo, tragar en seco y no hacerte preguntas que la realidad responde a golpe limpio, nada ni nadie se detiene, tu mamá comienza a ser La fallecida.

Llegué a la funeraria para iniciar el papeleo del entierro, no quería exponerla en capilla. Ella odiaba el espectáculo necrológico, ese que tanto aprecia el cubano, mami siempre pidió "irse sin escalas", sin testigos.

Mientras "la preparaban" bajé a entregar la orden para sellar la caja y partir al cementerio.

Allí estaba, tendida sobre una camilla metálica. Vestida con su camisero de algodón, el mismo de recoger los premios, el mismo de ir a las reuniones. Toqué sus manos y revisé sus uñas cortas y violáceas, estaba descalza, en realidad ella amaba andar descalza, la vi demasiado peinada, al intentar despeinarla y dejarla como era me di cuenta de algo horrible: la habían maquillado.

A la jipi, a la poetisa, a la culta y relajada mujer que no creía en perfumes ni abalorios, a quien nunca le gustó maquillarse le emborronaron la cara. Entonces supe lo que era un muerto y entendí su inmenso desamparo; agarré mi pañuelo y le borré el rojo de la boca, el azul y negro de los ojos, separé la pintura de su piel, transparenté el gesto que una vez le perteneció, y no permití que nadie le dibujara otro rostro.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Nos vamos hundiendo



Es un videocip, de un tal Sak Noel. No sé quién es, pero al minuto del videoclip comprendes que eso no importa, no importa en absoluto. Supongo que las imágenes no tienen porqué ir relacionadas ni directa ni indirectamente con la música, pero en estos casos, las imágenes casi no necesitarían ni ir asociadas a nada: son un todo en sí mismas, una plétora, un exceso, oscura flor de concuspiscencia. Sale un montón de gente, mujeres jóvenes principalmente, en bañador y meneando el culo, contoneándose; desfilando por una pasarela montada sobre una piscina, improvisada al albur de un bosque de pichas. Una cohorte de tipos con cara de estar sufriendo un choque testosterónico ante tanta carnaza expuesta en el asador, farolillos rijosos a punto de explotar, invadidos por el afán libertario de sus pelotas justicieras.

Tiene su gracia.

Es curioso comprobar cómo el sexo ha ido estableciendo su omnipresencia en los medios, paulatinamente, desbancando a la sugerencia o la sensualidad, el atisbo o la posibilidad de algo cálido en la raíz del deseo. Recuerdo, cuando niño, que ver una teta en una peli de Pajares y Esteso ya era todo un logro. La desnudez adquiría la condición de un fin en sí mismo y lo sensual, lo erótico en la propia sinuosidad de las formas, un objetivo más o menos concreto. Tus padres se daban cuenta, pasado un rato, de que te regocijabas en la teta de la vedette y te daban un capón suave. Luego tenías que marcharte a tu cuarto, a consumar la imaginación calenturienta en excreción deyectiva. Ceremoniales entrañables que se ejecutan sin palabras, como en una danza inveterada preñada de encanto y semiologías totémicas procedentes de los viejos buenos tiempos. Hoy día, sin embargo, el sexo parece ser el objeto y acaso el fín omnímodo; la explicitud, lindar en todo caso con los límites de lo pornográfico, la ausencia de compromiso emotivo, la experimentación sensorial extraída del conjunto de todo aquello que nos hace vulnerables, receptivos al enamoramiento, la recreación hedonista, la fabulación intrínseca a la persona objeto de deseo.

Pienso mucho sobre la omnipresencia del sexo en la vida actual, y de forma poco constructiva, lo sé, pero pretendo decir que hay algo triste en todo esto -casi melancólico–, en la nueva visión de los cuerpos deshabitados de alma, poseídos por una afán fornicatorio, amparados en la búsqueda del placer extremo y la nula profundización en el matiz interno, humano; sintético. No pretendo establecer barreras morales, no es mi intención establecer una pedagogía del comportamiento sexual. Creo que se debe follar, follar mucho y sin recato o fronteras. Está bien esa liberación para equilibrar el péndulo respecto a esos tiempos de mierda no tan lejanos en los que morder un culo era delito, remojar la punta un duelo y meter dos dedos un quebranto. Pero tal vez algo se haya perdido en el proceso. Deshumanización, cosificación, empobrecimiento, ausencia. Se podría adjetivar mucho, pero me canso de hacerlo...

Así que allí la tenemos, a ella, sobre una cama geométrica como un ring, de lados equiláteros, preparada para encajar la contundencia del encuentro. La chica es rubia, joven, desvergonzada, de nueva generación, fantasmas católicos a un lado, sexo sin vello dando un paso al frente ante el pelotón de fornicamiento. Una auténtica jinetera de las que se disfrutan más aún cuanto más salvaje es la causa que el efecto. A él le gustan las niñas con el culo gordo, su verde sonrisa, joder a matar. Tetas grandes, aunque no tersas. Asomo de estrías como rocío de cañaverales descendiendo por el barro del invierno. Una completa pervertida queriendo ser rellenada como un redondo de ternura por un buen pene enhiesto. El año del gato, de la gata, de la astuta felina en celo esperando maliciosa el mordisco en el vientre, la lengua en el cuello, la glotis invadida por un glande insurrecto. Bilis y marea de espuma para lubricar el levantamiento. Ella, por su descaro, su afán recaudatorio de esperma y ardor interno consigue sacar lo peor de él, o lo mejor, llegado el caso, de su natural aptitud para interpretar el papel de militar violador y genocida con las niñas huérfanas del campamento de refugiados en el corazón del desamparo. Él se nota obsceno, salaz, visceral, venéreo; sin diques posibles ante el caudal de lo violento. Seis condones –media caja de XL– empeñados en el deficitario negocio de abrir el mar de la lujuria como Moisés, con una daga incólume como un pepino en un cesto.

Tras el primer polvo, él se duerme, cansado por el alcohol, la calima satisfecha en el bajo vientre de la ventana, y después el frío aliento de la luna, y el cáliz domesticado de su contricante, derrotado a los puntos. Pero ella no espera, ya esperó demasiado tiempo, y le despierta, le lame, le atrae hacia sí y le inhala hasta el último aliento espérmico. De nuevo pasaje hacía ningún cielo, ninguna fe, en el tranvía ovárico que marca final de travesía sobre un melocotón hambriento. Él se levanta con las primeras horas del amanecer para sacar al perro, que se revuelve inquieto, no por la inminencia del paseo sino por el almizcle en el ambiente: querría reclamar su parte en el apareamiento, pero desconoce cómo hacerlo. Cuatro polvos y tras desvirgar al medio día, por la tarde, durante la siesta, ella reclama más divertimento. «Quizá pienses que estoy enferma, pero después de cuatro años con mi novio, follando por prescripción legal los días de victoria del Atlético o de borrachera vacacional para esquivar al tedio, me podría subir por las paredes, o frotar como una osa enferma de deseo, esperando que el tronco férreo de tu abeto pueda poner fin, a la hoja perenne triste, de su hacinamiento.»

Por la tarde, él ve alejarse a la chica con una cadencia cansada en su distanciamiento. Feliz, pero despeinada de canas al aire. Seis condones. Seis polvos. Seis intentos de amagar al lento hibernar que es hacerse viejo.

Pero él no se enamora, ni probablemente se enamorará, porque ya no se trata de eso. Queda demasiado sexo duro para compartir con extraños pero al amor se le ha pasado su momento, hace ya tiempo.

Un bonito sol de media tarde vierte su cálida luz, como destello de navaja hendiendo el corazón del autoestopista, sobre las zorras de la ciudad, que esperan agazapadas en sus madrigueras el mejor momento para depredar a las raras criaturas que aún resten en la noche; inocentes o ajenas al peligroso suburbio de espejos concéntricos en el que todos, unos más y otros menos, nos vamos hundiendo.

martes, 6 de marzo de 2012

Deberías salir con una chica que no lee


Deberías salir con una chica que no lee

Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya retirado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle os ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala después de hacerle el amor. Tíratela.

Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se vuelva pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléate por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.

Concluye que probablemente deberíais casaros porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al camarero que le traiga la copa de champán con un anillo modesto dentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de saltar a través de un vidrio plano, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual, sonríe.

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de vuestras vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.

lunes, 5 de marzo de 2012

Pessoa: un crack.


Ayer en la tarde un hombre de ciudades
Hablaba a la puerta de la posada.
También hablaba conmigo.

Hablaba de la justicia y de la lucha por la justicia
Y de los obreros que sufren
Y del trabajo constante y de los que tienen hambre
Y de los ricos que dan la espalda a todo esto.

Al volverse hacia mí, vio lágrimas en mis ojos.
Y se sonrió, pensando que yo sentía
El odio que él sentía, la compasión
Que él decía que sentía.

(Yo lo oía apenas.
¿A mí qué me importan los hombres
Y lo que sufren o creen sufrir?
Si fuesen como yo no sufrirían.

Todo el mal del mundo viene
De torturarnos los unos a los otros,
Querer hacer el bien, querer hacer el mal.
A mí me basta con mi alma y la tierra y el cielo.
Querer más es perder esto, es la desdicha.)

(Loado sea dios porque no soy bueno
Y tengo el egoísmo natural de las flores
Y de los ríos que siguen su camino
Preocupados, sin saberlo,
Sólo en florecer y correr.
Esa es la única misión del mundo,
Esa -existir claramente.
Y saber hacerlo sin pensar en ello).


El misterio de las cosas, ¿dónde está?
Si apareciese, al menos,
para mostrarnos que es misterio
qué sabe de esto el río, qué sabe el árbol?
Y yo, que no soy más, qué se yo?
Siempre que veo las cosas
y pienso en lo que los hombres piensan de ellas,
río con el fresco sonido del río sobre la piedra.

El único sentido de las cosas
es no tener sentido oculto.
Más raro que todas las rarezas,
más que los sueños de los poetas
y los pensamientos de los filósofos,
es que las cosas sean realmente lo que parecen ser
y que no haya nada que comprender.

Sí, eso es lo único que aprendieron solos mis sentidos:
las cosas no tienen significación, tienen existencia.
las cosas son el único sentido oculto de las cosas.

Tabaquería

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
A parte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
De mi cuarto de uno de los millones en el mundo que nadie sabe
quién es
(Y si supiesen, ¿qué sabrían?),
Dais al misterio de una calle cruzada constantemente por gente,
A una calle inaccesible a todos los pensamientos,
Real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
Con el misterio de las cosas bajo las piedras y los seres,
Con la muerte que mancha de humedad las paredes y hace
blancos los cabellos de los hombres,
Con el Destino que conduce la carroza de todo por el camino de
nada.
Estoy hoy vencido, como si supiese la verdad.
Estoy hoy lúcido, como si estuviese por morir,
Y no tuviese más hermandad con las cosas
Que la de una despedida, tornándose esta casa a este lado de la
calle
La hilera de vagones de un tren, y el silbido de una partida
Dentro de mi cabeza,
Y una sacudida de mis nervios y un chirriar de huesos al arrancar.
Estoy hoy perplejo, como quien pensó y halló y olvidó.
Estoy hoy dividido entre la lealtad que debo
A la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
Y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
Fallé en todo.
Como no hice ningún propósito, tal vez todo fuese nada.
El aprendizaje que me dieron,
Descendí por la ventana trasera de la casa.
Fui al campo con grandes propósitos.
Pero allí sólo encontré yerbas y árboles,
Y cuando había gente era igual a la otra.
Me retiro de la ventana y me siento en una silla. ¿En qué he de
pensar?
¿Qué sé yo lo que seré, yo, que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pienso ser tanta cosa!
¡Y hay tantos que piensan ser la misma cosa que no puede haber
tantos!
¿Genio? En este momento
Cien mil cerebros se piensan en sueños genios como yo,
Y la historia no señalará, ¿quién sabe? ni a uno,
No habrá sino un muladar para tantas futuras conquistas.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay tantos locos deschavetados con
tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna certeza, ¿soy más cierto o menos cierto?
No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
No están en esta hora genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas—
Sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas—,
Y quién sabe si realizables,
¿Nunca verán la luz del sol real ni hallaran oídos de nadie?
El mundo es de quien nace para conquistarlo
Y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga
razón.
He soñado más que Napoleón.
He abrazado contra el pecho hipotético más humanidades que
Cristo.
Hice filosofías en secreto que ningún Kant escribió.
Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla,
Aunque no viva en ella;
Seré siempre el que no nació para esto,
Seré siempre sólo el que tenía cualidades;
Seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie
de una pared sin puerta,
Y cantó la cantiga del Infinito en un gallinero,
Y escuchó la voz de Dios en un pozo cegado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Que me derrame la Naturaleza sobre la cabeza ardiente
Su sol, su lluvia, el viento que me despeina,
Y lo demás que venga si viene o que tenga que venir, o que no
venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
Conquistamos todo el mundo antes de levantarnos de la cama;
Pero nos despertamos y él es opaco,
Nos levantamos y es ajeno,
Salimos de casa y es la tierra entera,
Más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(Come chocolates, niña;
¡Come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que la de los
chocolates.
Mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, niña sucia, come!
¡Si pudiera yo comer chocolates con la misma verdad con que tú
los comes!
Pero yo pienso y, al quitarles el papel plateado, que es de estaño,
Arrojo todo al suelo, como tiré la vida.)
Pero queda al menos de la amargura de lo que nunca seré
La caligrafía rápida de estos versos,
Pórtico hendido hacia lo Imposible.
Pero al menos dedico a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
Noble al menos por el gesto amplio con que arrojo
La ropa sucia que soy, sin motivo, para el decurso de las cosas,
Y me quedo en casa sin camisa.
(Tú que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
O diosa griega, concebida como estatua con vida,
O patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
O princesa de trovadores, gentilísima y colorida,
O marquesa del siglo dieciocho, escotada y distante,
O cocotte célebre del tiempo de nuestros padres,
O no sé qué moderno —no concibo bien qué—,
Todo eso, sea lo que fuera, lo que sea, si puede inspirar ¡qué
inspire!
Mi corazón es un balde vacío.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus me invoco
Me invoco a mí mismo y nada encuentro.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan.
Veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
Veo los perros que también existen,
Y todo esto me pesa como un condena al destierro,
Y todo esto es extranjero, como todo.)
Viví, estudié, amé y hasta creí,
Y hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
En cada uno miro los andrajos y las llagas y la mentira,
Y pienso: tal vez nunca hayas vivido ni estudiado ni amado ni
creído
(Porque es posible hacer la realidad de todo eso sin hacer
nada de eso);
Tal vez hayas existido apenas, como un lagarto a quien cortan
la cola
Y que es cola más acá del lagarto que se retuerce.
Hice de mí lo que no supe,
Y lo que pude hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me tomaron enseguida por quien no era, y no lo desmentí, y me
perdí.
Cuando quise arrancarme la máscara,
Estaba pegada a la cara.
Cuando la arrojé y me vi en el espejo,
Ya había envejecido.
Estaba borracho, y no sabía vestir el disfraz que no me había
quitado.
Arrojé la mascara y dormí en el vestidor
Como un perro tolerado por la gerencia
Por ser inofensivo
Y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.
Esencia musical de mis versos inútiles,
quién pudiera encontrarte como cosas que yo hice,
Y no quedarme siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente,
Pisoteando la conciencia de estar existiendo,
Como un tapete con el que tropieza un borracho
O la esterilla que los gitanos roban y no vale nada.
Pero el Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta y se quedó
en ella.
Lo miro con la incomodidad de la cabeza torcida
Y con la incomodidad de una alma que mal entiende.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará el letrero, yo dejaré versos.
Y un día morirá el letrero y también mis versos.
Después morirá la calle donde estuvo el letrero,
Y la lengua en que fueron escritos los versos.
Morirá después el planeta girante en que todo esto sucedió.
En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como nosotros
Continuará haciendo cosas como versos y viviendo debajo de las
cosas como letreros,
Siempre una cosa frente a otra,
Siempre una cosa tan inútil como la otra.
Siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
Siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño del
misterio de la superficie,
Siempre ésta o aquella cosa o ni una ni la otra cosa.
Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿a comprar tabaco?),
Y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me incorporo a medias enérgico, convencido, humano,
Y voy a intentar escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarro al pensar en escribirlos
Y saboreo en el cigarro la liberación de todos los pensamientos.
Sigo el humo como mi camino,
Y gozo, en un momento sensitivo y adecuado,
La liberación de todas las especulaciones
Y la conciencia de que la metafísica es la consecuencia de una
indisposición.
Después me reclino en la silla
Y sigo fumando.
Seguiré fumando hasta que el Destino me lo permita.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
Tal vez sería feliz.)
Visto esto, me levanto de la silla. Me acerco a la ventana.
El hombre salió de la Tabaquería (¿guarda el cambio en el bolsillo
del pantalón?).
Ah, lo conozco: es Esteves sin metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta.)
Como por un instinto divino, Esteves se volvió y me vio.
Hizo una señal de adiós, le grité ¡Adiós, Esteves!, y el universo
Se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza, y el Dueño de la
Tabaquería sonrió.

viernes, 2 de marzo de 2012

María Cornushriver, Schwarzencarlsberg y el amor

Leo en el 20 Minucias que Maria Shriver va a terapia de pareja con Schwarzencarlsberg para evitar el divorcio. Y pregúntome yo, ¿no le saldría más a cuenta pasarse por el afilador pa que le lije los cuernos paquidérmicos con un pedrolo del 7?

Como diría Kgil Kong, "¡aaah, un pedroloooo! Tooooma Schwarze facineriosoo!"

jueves, 1 de marzo de 2012

Que os la metan en barbecho


He aquí en esencia, el epítome de mi filosofía vital: esta vida es una gran mierda.


Es curioso esto de la escritura. Generalmente me paso el día tocándome el nabo lo más que puedo, economizando esfuerzos (como dicen los comentaristas deportivos) y basta que haya tenido una semana de mierda en este puto curro –he estado más liado que el parrús de Marujita Díaz– para que de pronto me sobrevengan los mil males por tener muchas ideas para relatos y no hallar espacio para ponerlas por escrito. En el fondo son chorradas porque el que quiere escribir, escribe. Aunque esa frase es un tópico, y, ¡qué leches! desmontemos los tópicos. Según ese silogismo aristotélico que acabo de trazar, premisa 1: si el que quiere escribir, escribe; yo me saco del ojete la premisa 2: el que quiere follar, folla, y por tanto, premisa 3: entonces, pregúntome yo; ¿qué coño hacen los anaqueles de la biblioteca de Alejandría llenos de best sellers de Tom Clancy y Dan Brown y porqué cojones están los prostíbulos llenos y los lechos conyugales –o no– vacíos (de esperma y manchitas flujo-estival post coital)?

Pues yo os lo diré: porque no es tan sencillo. Quiero decir, las cosas nunca son fáciles. Bueno, qué leches, ¿hay algo realmente sencillo en este mondo difficile e vita intensa (felicita' a momenti e futuro incerto)?

Lo de los lechos conyugales tan tristes sí parece tener una explicación más sencilla y es la que sigue: parece que las esposas están entrenadas para no ponerse un liguero o hacer una mamada en la vida. Esto al principio deriva en riñas más o menos frecuentes y acaba concluyendo en resignación y búsqueda de medios de satisfacción alternativos para los instintos insignia de nuestra naturaleza animal básica. En síntesis: como fuera de casa, en ningún sitio. Lo otro, lo de escribir, resulta una ecuación más compleja.

El gran problema de la escritura es que en los países del primer mundo hay una altísima tasa de alfabetización. Esto parece a priori una buena noticia, pero en lo que se refiere a la escritura creativa, es un dato funesto. Funesto porque, de lo anterior, se infiere que hasta el más idiota del vecindario sabe escribir de un modo fáctico, y claro, cualquier imbécil puede pensar que escribir una novela no es tan difícil. Claro, por qué no. ¡Voy a escribir una novela! En otras disciplinas, como pongamos por caso la música, existe una utilísima barrera previa que supone el aprendizaje previo de los rudimentos del instrumento musical en cuestión. De este modo, el insigne gremio de los músicos se quitan toda la morralla de pelagatos neófitos que se creen que para hacer música basta con aporrear un cacharro que suena –como los que pretenden escribir creen que basta con aporrear un teclado de ordeñador (de ideas sublimes)–lo cual, a mi entender, está muy bien. El intrusismo artístico es una grave enfermedad de nuestros días. En la década de los cincuenta del siglo pasado, se editaban y publicaban una centésima parte de las obras que se publican hoy. Y claro, hoy día encontrar la valiosa perla entre tanta ostra podrida y apestosa se hace cada vez más difícil. No sé, pienso por ejemplo en Heráclito(ris), o en Séneca. Como no creo que leyeran las obras completas del poetiso persa o genial dramaturgo cartaginés que hiciera furor en su época –por aquello del choque de civilizaciones–, la cosa de leer todo lo que “hubiera que leer” entonces tenía que ser de coña. Imaginemos a Parménides tumbado a la bartola mientras sus esclavos sarracenos o nubios o morenos andaban regando sus petunias y cargando sacos de arpillera a pleno sol mientras él tocaba la lira o la flauta travesera peluda –pongamos por caso–. Y de repente, le acongoja al bueno de Parme la ya conocida por nosotros, los lectores obsesivos, ansiedad y culpabilidad por no haber leído todo lo que consideramos necesario leer de rabiosa actualidad:

«¡Ay mierda! ¡Qué desasosiego me corroe las entrañas! Ahora caigo en que esta semana, a fuerza de frecuentar tanto la taberna del bueno de Diarrea de Esófago para pegarle al vino barato, he descuidado mis lecturas obligadas. ¡Oh dioses del saber, adalides del conocimiento, apiadaos de mi disoluta alma! Rápido, hagamos acopio de tablillas de cera best seller del momento en los puestecillos del ágora. Esta semana me pongo al día. Me leeré todas las obras publicadas en el mundo civilizado. Lunes, lo nuevo de Jenófanes y unas leccioncitas teóricas con el maniático de Pitágoras y su escuela de pajilleros inasequibles al desaliento retráctil. Martes, repaso de teorías estéticas y metafísicas de Heráclito, “el defecador de los apriscos”. Miércoles, Anaximandro y su esencial problemática teórica: “arché y apeirón con dos hetairas sin condón”. Finalmente, desafío día jueves: Anaxímenes y su defensa atroz de la sodomía como alternativa a la conservación de la pureza eterna de los hímenes de las cerdas ibéricas en las orgías campero-zoofílicas para esclavos y metecos. Viernes descanso: darme cera en el gimnasio y pulírsela al algún efebo desprevenido en la sesión de masaje deportivo.»

Y así, de un plumazo, el gran Parménides se habría pelado todo lo digno de ser leído en cuestión de días. Luego podría tirarse un pedo ardoroso de los que te averían el conducto y liberan olor a pollo frito post-pelo-de-ojete-quemado sobre su triclinio empedrado. ¡Y a cagar!

Pero no, queridos amigos, nuestra responsabilidad es hercúlea, nuestra tarea por afrontar atlántica, nuestros muslos pétreos, nuestros labios insinuantes y vesánicos, nuestros glúteos firmes y jugosos, nuestros matraces de carne supurantes y tuberosos, esto… ¡que me pierdo! (como dijo Caperucita al inhalar el almizcle del lupus erectus y desasirse del recto sendero del onanismo) Jujjujj.

Todo este rollo para decir que vuelvo al ajoatao, que regreso, y que no importa el tiempo que esté sin escribir, al final siempre necesito hacerlo de nuevo, como dijo Roucco (Varela) Siffredi. Por eso sé que algo de escritor tengo, sin importar sin son cerotes mis textos. En el fondo esto es un poco como el cuco insistente dando el coñazo con el reloj: a veces, a fuerza de perseverar y ser machacón puedes acabar anunciando un buen día tu hora genial de ascenso a los cielos del arte, de la prosa en verso. Y eso es lo bonito, seguir en ello. Sin importar los lectores, las atenciones, el éxito, el fracaso, la significación social, individual o sexual, la estimación alcanzada por parte de los seres queridos, la erudición acumulada, o la estupidez puesta de manifiesto. Es un lenguaje, una forma de expresión, una liberación: el bróker hace una transacción financiera de miles de millones y se mesa el flequillo engominado satisfecho; el banquero comprueba henchido cómo en los balances de fin de ejercicio han conseguido endiñar un 30% más inversiones no rentables a plazo fijo que el periodo anterior, estafando a jubilados incautos que obtendrán un beneficio negativo; el asesino se relame satisfecho al oler la sangre que mana a borbotones del vientre de algún inocente sacrificado al efecto; el violador se nutre del ataque de pánico y estertores de la menor que se retuerce sobre el cemento de algún oscuro callejón, cuando comienza a amanecer, a lo lejos.

Queridos no-lectores, me largo. Tengo mucho que hacer.

Que os la metan en barbecho.