jueves, 31 de marzo de 2011

Cortarse el nabo





"¿Qué hay más allá de esta ventana, cubierta de gotas y vapor de vacío?" -se dijo.

Sintiendo el vano envés del ancho mundo, la sima que apresa por los huevos al que pretende soslayar la tristeza y la ración de soledad que nos ha sido asignada, decidió que ya no quería seguir intentándolo.

Para qué tanto amor. Para qué tantos amigos. Para qué tantos proyectos. Para qué tantas esperanzas. Para qué esa eterna búsqueda. Nuestra vida como macabro juego de apilar pedazos de lo que ya no podremos reconstruir. Venimos solos y nos marchamos más solos todavía. La clave consiste en aceptar esto y no perder las ganas de seguir apostando. Su corazón había dejado de luchar, acaso de palpitar, como vagina triste sobreexplotada de meretriz recental.

Que la vida carezca de sentido es lo que hace que podamos elegir seguir vivos.

Suspiró. Sin quererlo, una lágrima rodó por su barba de oso en extinción, cercado por una civilización agotada, que moriría matando. Recordó el sol de otoño, cuando procura una vida tenue a la penúltima amapola de esta tundra que nos gobierna. Era su ánimo estéril, como un paseo triunfal por los jardines de un monarca recién ajusticiado. Como una descripción costumbrista insoportable en el planteamiento de una obra decimonónica. Como la grandeza silenciada de una estatua extraviada en el fondo del Adriático. Como la sonrisa de una hermosa mujer de cabellos ofrendados al viento, bronceada bajo el sol de Breda, al momento de abandonarnos.

Nada era original. Era todo lo mismo. Pleonasmo de anécdotas y vidas, de rutina y desagravio. Hay una lágrima infinita, que es la que nunca liberamos para poder seguir drogados de propia compasión cuando nadie queda a nuestro lado.

Os he amado. A todos. Os he querido, ahora que no estáis a mi lado. Al final lo que queda es el trasunto de la verdadera existencia. El facsímil de esa autenticidad que no alcanzamos. De la pasión vencida. De la inaplacable hostia que nos brinda el pasado. Los últimos baños de niño duermen bajo las aguas. Como los arrecifes contra los que he hecho trizas mi pasado.

Las únicas iniciativas auténticas que tomamos son aquellas en las que solo actuamos, porque pensar avejenta el tañer humano. Constriñe la anomalía pueril que nos define. Por eso decidió acabar todo. Concluir el desmembramiento que hacía ya tiempo había iniciado. Por eso no pensó gran cosa cuando cogió un cuenco para no dejar caer nada, para dejarlo todo bien depositado. Sujetó firmemente su nabo y lo apoyó sobre el cuenco grande. Le asestó un corte firme y decidido. Luego continuó cortando el resto en rodajas simétricas, echando los pedazos certeramente en el interior. Terminó removiendo el contenido del cuenco. Se limpió las manos con el paño de cocina.

Aliñó la ensalada y después, nada.

CENTENARIO DE EMIL CIORAN (1911-1995)



"Un hombre asombrado... y asombroso". Por Fernando Savater.


He tardado 16 años en visitar la tumba de Cioran en el cementerio de Montparnasse. Aunque soy pasablemente fetichista y no me disgustan los cementerios, siempre que sea para estancias breves, las tumbas por las que siento más afición son las de ilustres desconocidos: es decir, autores cuyas creaciones he frecuentado mucho pero a los que no conocí personalmente o apenas traté. En el camposanto de Montparnasse hay bastantes de ellos: Sartre y Simone de Beauvoir, Julio Cortázar y por encima de todos, Baudelaire. Pero en el caso de aquellos de quienes me he considerado amigo, soy más esquivo. Quizá por lo de que a los seres queridos uno los lleva enterrados dentro y todas esas cosas.

Cioran murió un 21 de junio, día de mi cumpleaños. Un par de años después desapareció también su maravillosa compañera Simone Boué, ahogada en la playa de Dieppe. Me es imposible decir a cuál de los dos recuerdo con mayor afecto. Ambos descansan bajo la lápida gris azulada de Montparnasse, de una sobriedad extrema, realmente minimalista. Mientras iba en su busca, sorteando mármoles, cruces y ofrendas florales por los vericuetos funerarios, a veces peligrosos para la verticalidad del paseante, recordaba sus consejos: "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas... Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Luego soltaba una de sus breves carcajadas silenciosas y yo, en mi ingenuidad juvenil, me preguntaba si hablaba realmente en serio. He tardado en aprender que hablar sinceramente de ciertos temas demasiado serios implica el tono humorístico como único modo de evitar la solemne ridiculez...

Traté a Cioran durante más de 20 años. Nos escribíamos con frecuencia y yo le visitaba siempre que iba a París una o dos veces por año. Me dispensaba una enorme amabilidad y paciencia, supongo que incluso con cariñosa resignación. Se interesaba especialmente por todo lo que yo le contaba de España, tanto durante los últimos años del franquismo como en los primeros avatares de la democracia posterior. Por supuesto no creo ni por un momento que fuesen mis comentarios apasionados y entusiastas sobre nuestras peripecias políticas lo que le fascinaba, sino la referencia al país mismo, esa segunda patria espiritual que se había buscado, la tierra nativa del desengaño. "Uno tras otro, he adorado y execrado a muchos pueblos: nunca se me pasó por la cabeza renegar del español que hubiera querido ser". Porque aunque se convirtió en gran escritor francés y se mantuvo apátrida, parece cierto que durante un tiempo pensó seriamente en hacerse español. La buena acogida que tuvieron sus libros traducidos en nuestro país le produjo una sorpresa tan grata como indudable. Creo que hubo un momento en que fue más popular -por inexacta que sea la palabra- en España que en Francia. Nunca le vi tan divertido como al contarle que en el concurso de televisión de mayor audiencia en aquella época (Un, dos, tres...) uno de los participantes citó su nombre tras el de Aristóteles cuando le preguntaron por filósofos célebres...

Apreciaba especialmente la paradoja de que tanto yo, su traductor, como la mayoría de los jóvenes españoles que se interesaban por él fuésemos gente de la izquierda antifranquista. Incluso le producía cierto asombro, porque para él la izquierda era un semillero de ilusiones vacuas y de un optimismo infundado -ese pleonasmo- de consecuencias potencialmente peligrosas, que había denunciado en Historia y utopía. Y sin embargo le halagaba tan inesperado reconocimiento. En realidad el asombro nos aproximaba, porque a mí me dejaba boquiabierto que alguien pudiera vivir y demostrar humor (Cioran y yo nos reíamos mucho cuando estábamos juntos) con tan implacable animadversión a cualquier creencia movilizadora y tan absoluto rechazo a las promesas del futuro. En cierta ocasión, tras haber demolido minuciosamente mi catálogo de candorosas esperanzas, me permití una tímida protesta: "Pero, Cioran, hay que creer en algo...". Entonces se puso momentáneamente grave: "Si usted hubiera creído en algunas cosas en que yo pude creer no me diría eso". Y acto seguido volvió a su cordial sonrisa habitual, ante mi desconcierto.

Como yo era tan ingenuo entonces que no quería por nada del mundo parecerlo, me empeñaba en tratar de convencerle de que mi pesimismo no era menor que el suyo. Cioran me refutaba con amable paciencia, insistiendo en demostrarme que yo era incapaz visceralmente de aceptar las consecuencias pesimistas de las premisas que asumía para ponerme a su altura, seducido por el vigor irresistible de sus fórmulas desencantadas. Confusamente, trataba de explicarle que mi pesimismo era activo: cuando no se espera la salvación de ninguna necesidad histórica ni de ninguna utopía consoladora terrenal o sobrenatural, solo queda la vocación activa y desconsolada de la propia voluntad que no se doblega. No siempre nos movemos atraídos por la luz: a veces es la sombra la que nos empuja... Más o menos disfrazadas, le repetía opiniones tomadas de Nietzsche, a quien también leía devotamente en aquella época. Solíamos dejar al fin nuestras discusiones en un amistoso empate. Pero es obvio que nunca logré convencerle... ni engañarle. Su último libro, Aveux et anathémes, me lo dedicó con estas palabras: "A F. S., agradeciéndole sus esfuerzos por ser pesimista".

Con los años, ambos fuimos poco a poco sosegando la vivacidad de nuestros debates en una especie de familiaridad cómplice. Tras el asentamiento de la democracia en España, mis fervores fueron progresivamente renunciando a la truculencia y aceptaron cauces pragmáticos: se trataba de vivir mejor, no de alcanzar el paraíso. Los excesos pesimistas, lo mismo que las demasías del conformismo ilusionado, me parecieron -y me parecen- manifestaciones culpables de pereza que ceden el timón de la vida a rutinas fatales. Pero también Cioran en sus últimos años de lucidez, tras la caída de Ceaucescu, me daba la impresión de inclinarse por una especie de pragmatismo escéptico aunque sin embargo positivo. Por primera vez le vi celebrar acontecimientos históricos, desde luego sin arrebatos triunfales. A veces hasta me daba la impresión de estar parcialmente desengañado del desengaño mismo, la suprema prueba de su honradez intelectual...

Guardo especial recuerdo de una visita que le hice en el año 90 o 91, en su apartamento del 21 de la rue de l'Odeon. Fui acompañado de mi mujer y por primera vez en tantos años me encontré a Cioran solo en casa, porque Simone había salido con unas amigas. Para nuestra cena habitual había dejado unos filetes de carne convenientemente dispuestos en la cocina, listos para freír en la sartén. Queriendo evitarle tareas culinarias, le propuse que fuésemos los tres a cenar a cualquier restaurante próximo del barrio pero no consintió en ello: yo siempre había cenado en su casa y esa noche no podía ser una excepción. Su exigente y generosa norma de hospitalidad no lo permitía. De modo que todos nos desplazamos a la minúscula cocina y allí se hizo evidente que el manejo de los fogones desbordaba ampliamente las capacidades de Cioran. Entonces mi mujer tomó el control de las operaciones, nos hizo abandonar el estrecho recinto para evitar interferencias y guisó sin muchas dificultades la sobria cena que debíamos compartir. Desde el exterior, Cioran la veía operar con rendida admiración, mientras me daba una breve charla sobre las admirables disposiciones naturales de las mujeres vascas para el arte culinario... Es una de las imágenes más conmovedoramente tiernas que guardo de él, tan incurablemente escéptico en la teoría pero capaz a veces de un asombro casi infantil ante los misteriosos mecanismos eficaces del mundo y los milagros de la amistad.

Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.

Cuando encontré su tumba en el cementerio de Montparnasse, al leer su nombre en la lápida junto al de Simone, me puse a llorar. No de pena, desde luego, aunque tanto echo de menos a ambos cada vez que vuelvo a París y recuerdo nuestras cenas en la calle del Odeon, las charlas interminables y las risas. ¿Cómo podría lamentarme por ellos, cuando tanto les admiré y tanto enriquecieron generosamente mi juventud? No, supongo que lloré de gratitud y sobre todo de asombro. El asombro porque los que aún estamos ya no estamos del todo y de que aún siguen estando los que ya no están.

viernes, 25 de marzo de 2011

Sin tener por qué


En estos tiempos de decadencia, el amor es lo único importante. ¡Lleguemos juntos, vida!



Dos viejos amigos sentados. Aniceto y Siracuso. Charlando a ratos. A ratos callando. Mirando por la ventana. Otro atardecer gris. Gris pelusa; gris fracaso. Mierda de expectativas de vida no alcanzadas. Siempre es lo mismo. Plano cenital. Zoom acercándose. Primer plano de uno de ellos. Mirando a las Batuecas. Relajado. Esparcido en el sofá. Chupando de un bote de cerveza. Eructando de cuando en cuando, desdeñosamente. Comienza a sentirse incómodo con algún aspecto de la humanidad. Lo expresa.


–Joder, Aniceto, estoy asqueado de veras. El panorama que se avecina es negro-ojete-de-babuino. Esta sociedad se está deshumanizando y echándose a perder a un ritmo vertiginoso. Como dijo un sabio, dentro de doscientos años ya no habrá más hombres y mujeres: solo habrá gilipollas.

–Talmente de acuerdo, tunante.

–No sé, tío, hay como una progresiva tendencia a la transitoriedad de los vínculos humanos, cada vez la gente va más a lo suyo sin importarle una mierda el resto. Consumimos novedad. A ver si me explico: antes la gente se ennoviaba formalmente, luego se casaba y se pasaban toda la vida juntos. Yo no digo que ese fuera el mejor sistema, naturalmente. Ya sabemos que hay cosas que se acaban, casi todo, de hecho, y no parece muy deseable llevar veinte años soportando a la misma persona como si fuera un encadenamiento perpetuo dictaminado por algún despiadado juez de familia. Pero mira lo que pasa ahora. ¡Utilizamos a la gente para nuestros fines y luego, cuando se agota lo que nos interesaba sacar de ellos, los desechamos como carcasas inútiles!

–Bueno, no sé. Tal vez haya algo de eso, no digo que no, pero la gente sigue buscando y necesitando amor. Un poco como ha sido siempre. Simplemente la gente no aguanta si no le interesa.

– ¡Pero tú mismo no me negarás que la gente es cada vez más interesada! Buscan el beneficio inmediato y cuando no les compensa, hacen borrón y víctima nueva. ¡Tan tranquilamente! Partimos del hecho innegable que en las relaciones humanas hay cosas buenas y cosas malas. Que la pasión por definición no dura y que también esos elementos, los perniciosos, los no tan agradables, deben entrar siempre en cualquier ecuación relacional. Sin embargo, esta mierda de sociedad de consumo, de capitalismo despiadado y obsolescencia apremiante, esta era de lo inmediato, no sólo nos lleva a consumir productos desenfrenadamente y a desecharlos al menor contratiempo, ¡es que nos está conduciendo a consumir personas, amistades, almas y a dejarlas en la cuneta por la más nimia avería, a la menor pérdida de aceite en el motor del sentimiento! ¡Pasamos de llevar al taller de la reconciliación el vehículo seminuevo de nuestras relaciones!

–Bueno, querido Siracuso, me temo que nuestra relación no sería lo mismo si el motor de tu sentimiento empezara a perder aceite, ¡jajaja! ¡Me preocuparía que me salpicases! Pero sí, entiendo lo que quieres decir. Ya se sabe que los primeros meses en las relaciones sentimentales son los buenos. Luego todo se vuelve un poco, digamos, previsible. Falto de emoción. Monótono. Y ahora además hay muchas tentaciones, mucha red social, muchas maneras de estar intercomunicados con extraños, invitaciones a pecar, a adentrarse en historias que implican innovación para las relaciones henchidas de tiempo extra. Si te aburres de alguien puedes picotear por ahí fuera en cualquier momento.

– ¡Y no solo eso! De algún modo hemos acabado interiorizando esa voracidad reinante en las sociedades de consumo desenfrenado. Nos bombardean con anuncios que nos invitan siempre a probar el último e innovador producto revolucionario de turno. De paso, salpimentan cualquier cosa que quieran vender intercalando sexo en el mensaje, porque apelan a nuestras frustraciones, a nuestra carestía de relaciones táctiles, porque la gran revolución de la intercomunicación global que nos brinda la informática lo que ha acabado haciendo es debilitar, sino herir de muerte, justo a eso: a las propias relaciones físicas en detrimento de una suerte de virtualidad de mierda que se descompone tras tristes pajas solitarias al abrigo de una webcam preñada de sordidez y ajeneidad allende las bandas anchas.

–Joder, ¡qué mundo este! Al final tanta promesa de lograr la máxima comunicación global, el contacto con la realidad, con las personas, con el mundo, ha acabado auspiciando el efecto contrario: más soledad.

–Exactamente. Pero lo dramático es que ha ido permeabilizando en la conciencia colectiva, o tal vez debiera decir en la inconsciencia colectiva, la idea de que hay que abanderar lo nuevo y desprenderse de lo que implique el más mínimo problema, la menor contrariedad técnica.

–Pues sí, creo que tienes bastante razón en lo que dices. Lo único que, oye, nos estamos poniendo demasiado profundos, ¿no te parece? A lo mejor lo que habría que hacer es aceptar las cosas como vienen, asumir nuestra condición de hormiguitas, de pequeño eslabón integrante de un todo sin mucha capacidad de cambiar la situación y adaptarnos. Ya sabes. Evolucionar. Darwin. Mutemos, ¡qué cojones! No hemos impuesto las reglas, pero podemos aprender a jugar.

–Sí, claro –dijo Siracuso, haciendo una pausa para exprimir su bote de cerveza–. Supongo que eso sería lo más práctico, pero al menos déjame quejarme de lo que pasa. De los jodidos androides en los que nos estamos convirtiendo. Soy el nuevo Nostradamus postindustrial vaticinando el Apocalipsis. Veo la decadencia y anticipo el horror. Permítome anteceder dialécticamente a la tragedia, si usted concede.

–Claro, claro. Faltaría más. Y opinas con mucha sensatez. No se te puede negar.


Pequeña pausa en la conversación. Siracuso hace un burruño con su lata y la lanza a la papelera. Falla el tiro. Gruñe contrariado. Con un deje de pereza largamente sostenida. Aniceto se pone de pie y va a la cocina, en busca del whisky, la cubitera y los hielos. Se le puede oír trasteando con la nevera. Abriendo cajones. “Ya va siendo hora de empezar con bebida de verdad, ¿no te parece? ¿Quieres que te traiga patatas, cacahuetes o alguna porquería por el estilo para acompañar?”. “No te preocupes Ani, si te empeñas, acaso unas aceitunas, pero me trae sin cuidado. Lo importante es la hidratación, que es de lo primero que se muere uno. ¡Venga esos whiskazos! ¡Enfermera, aquí!”.

El zoom se aleja. Encuadre amplio. Travelling lento, ligeramente inclinado, plano medio, recorriendo el pequeño apartamento de izquierda a derecha. Primero la cocina. Se perciben sombras chinescas: Aniceto maniobrando. La cámara se desplaza a través del salón, desordenado, anárquico. Ropa tirada. Revistas esparcidas. Bandejas con restos orgánicos encostrados, asidos a los platos como entes macrobióticos residuales porfiando por átomos de supervivencia, eones de insignificancia. El plano continúa. Siracuso repantigado sobre el sofá. El extremo de su pantorrilla rebasando el brazo del sofá, columpiándose juguetón y desordenado, como atendiendo a una sinuosa música tribal desacompasada: autómata totémico del pulso arrítmico, del desdén anodino de una tarde famélica que se extingue sin oponer resistencia ante la crónica de una oscuridad anunciada. Fin de plano. Metacrilato y plexiglás. Amplitud inhóspita. Una noche brutal, azul marinada, como el fin de la ilusión de un náufrago en medio de un vasto océano estragado de catástrofe naviera. Muy arriba, alguna estrella apartada. De tan solitaria y lejana, semejante a asteroide huérfano de Principito herido de melancolía.

Travelling veloz de derecha a izquierda. Aniceto sale de la cocina con una gran bandeja en las manos. Cuidadosamente esquiva las minas antibandeja que pueblan el suelo del salón. Deja la bandeja sobre la mesa. Botella de whisky, dos gruesos vasos de sidra, cubitera rebosante y un cuenco lleno de patatas fritas. Aniceto se pone cómodo, se rasca los cojones y luego empieza a prepararse un cubata bien cargado. Siracuso inspecciona los elementos dispuestos sobre la bandeja. Tuerce un poco el gesto. Ani le increpa.



–No tengo olivas. Te jodes, mamón sibarita.

–No pasa nada rufián. Si no hubiera whisky sí que podrías temer por tu culo.

– ¡Vaya! ¿Qué pronto empieza tu motor con lo de las pérdidas de aceite, no?

–Que más quisieras tú, ¡julandrón! Este casco alemán sólo penetra en territorio enemigo femenino, jajaja. Bueno, ¿por dónde íbamos?

–Pues por lo jodido que está el mundo para ti. Tu discurso es bastante monotemático.

– ¡Hay que joderse! Yo al menos soy un filósofo de nuestro tiempo, un epicúreo urbano. Un esteta de lo moralmente pretendible. Mi discurso puede ser monotemático pero el tuyo es temática-mono. Estás todo el día hablando de coños y tetas, tío guarro.

–Eso no es verdad. También hablo de fútbol.

– ¡Pues ya ves para lo que hemos quedado! Al final dan igual siglos y siglos de civilización. Son en vano. Antes teníamos el Pan et circensis; ahora triunfa el Fútbol et conejis.

–Eso te pasa por darte ínfulas de ser evolucionado. En realidad, no estamos tan lejos del mono como piensas. Para eso basta con pasearse un rato por el zoo y ver cómo se comportan los chimpancés, los mandriles o los macacos de culo rojo. Estoy convencido de que al comienzo de la especie, los macacos no tenían el culo así. Eso ha sido evolutivo. Una mutación. Del uso, jajaja.

–Calla filibustero, que ya me estoy acordando de la conversación de antes.

– ¿Filibustero? ¿Me llamas pirata? Vaya, vaya, lo de tu pérdida de aceite ya empieza a ser avería grave, ¿eh, sarasete?

–Jajaja, maldito filólogo de tres al cuarto, estás a la que salta, no se te puede apodar nada creativo. A todo le sacas punta, ¡malandrín!

–Tampoco te vayas a creer. Sobre todo le saco punta al matraz de carne, que para eso está, para verter soluciones químicas en otros recipientes, ¡jijiji!

–Bueno, a ver, estábamos con lo de esta transitoriedad relacional humana, este usar y tirar que no cesa.

–Ah sí. Tú estabas viéndolo todo negro, como jerbo de gay atascado en túnel del amor, para variar.

–Convendrás conmigo en que las perspectivas tampoco es que sean muy halagüeñas.

-Pues no mucho, no. Pero yo soy de los que ven el vaso medio lleno en lugar de medio vacío.

–Medio lleno de mierda, en lugar de medio vacío, ¿no?

–Venga, Sir. Lo que te vengo a decir es que según se miren las cosas, se pueden encontrar soluciones. Un pesimista en los malos tiempos sólo ve crisis galopante. Un optimista ve oportunidades, semiescondidas entre tanta ponzoña que nos circunda.

–Nos circuncida, más bien…

–Bueno, lo que quieras. La cuestión es que yo veo estos tiempos de usar y tirar personas, de profilaxis relacional, de sublimación de la utilización símica (somos jodidos simios) de la otredad como una oportunidad para el mero disfrute de los múltiples placeres que se brindan a los que saben jugar sus bazas con naipes marcados.

– ¿A saber, Anicetín?

– Pues mira, tontín, las cosas ahora funcionan por parámetros más ajustados a la realidad de nuestra mísera naturaleza de mandriles. Esto es así, aunque nos pueda incomodar reconocerlo. Hace treinta, cuarenta años, en este puto país, lo que había era infinitamente más hipocresía. Éramos iguales que ahora, pero se cuidaban más las formas por el qué dirán.

–O el “por dónde nos darán”.

– Como prefieras. Con este percal, el tipo que se casaba se condenaba a cadena perpetua, y el que no se casaba era encasillado de rarito, de individuo al margen de la normalidad, de excéntrico o bohemio de dudosa moralidad. Así que prácticamente todo el mundo se casaba y la gente se movía por estrechos márgenes. Sin embargo, ahora, ¡no hay que andar con máscaras ni siguiendo estamentos morales estandarizados!

–Vale. De acuerdo. Más libertad. ¿Y?

– ¡Cómo que “y”! Pues mira, no sé tú, pero a mi no me parece tan mal el folleteo generalizado. Al final, a todos los tíos nos gusta lo mismo, pero antes era más un problema de que te lo pudieras permitir. ¿Tú sabes la pasta que podía suponer tener una querida?

– ¡Joder si lo sé! Cómo no costaría aquello que mi abuelo Rufo tenía una querida y mi abuela se lo contaba a las amigas con cautela… ¡pero algo así como orgullosa! Que tu marido pudiera mantener a una concubina era signo de distinción, ¡de clase alta! ¡Mi abuela lo veía como normal en un hombre de su posición!

–Vaya, curiosa historia familiar. Pero, eso sí, accedía a ello quien podía permitírselo. El resto de infelices al lupanar de mala muerte, a pelarse la alcaparra, con la primera guarra, hasta que sobreviniera la muerte monetaria. ¡Toma serventesio que te ha regalado mi lírica vertiginosa! ¡Jurjurjur!

– ¡Estás hecho un poeta!

– ¡Lámeme la bragueta! ¡Jajajaja! ¿Será posible? ¡Estoy en racha poética, hay que hacer algo! ¡Corre, tráeme un bloc, que se me desparraman las ocurrencias literarias!

–Ejem, eso parecía un pareado de parvulario, o incluso de inferior nivel mental. Pongamos por caso, afín a la capacidad intelectiva de una musaraña sefardita en tiempo de recreo.

–Anda, desconocía la afiliación hebraica de tales pequeños mamíferos. Por cierto, ¿en qué trabajaba tu abuelo, el que se podía permitir la querida? ¿Cuál era su posición?

- ¿Su posición? Pues por lo que tengo entendido, a cuatro patas. Así no tenía que verle el bigote a mi abuela y no se enredaba con el nido de ratas que tenía por pelo. Aparte mi abuela era aficionada a comer ajo crudo y le olía el aliento a puré de rata muerta.

- ¡No hombre, me refería a su profesión!

- ¿Su profesión? Pues me parece que profesaba la confesión bosquimano-sintoísta, a judgar por las pipas de la paz que se fumaba con los amigotes. Pero no sabría decirte a ciencia cierta.

- ¡Será posible! ¡Me estoy refiriendo a en qué trabajaba!

– Anda, leche. ¡Haber empezado por ahí! Pues regentaba una carnicería clandestina en un cuarto piso de un bloque de oficinas en Naval-carnero.

– ¡Maldita sea! Gran elección de localidad para el tráfico ilegal de chicha. ¿Y tanto dinero da eso?

–No veas tú. Mi abuelo Rufo pagaba las letras del piso de la querida en onzas de lomo argentino. ¡No veas tú lo que era aquello! ¡Oro cárnico! ¡Tenía que esconder los fajos de billetes no declarados debajo de montones de carne picada!

–Fíjate qué cosas, Siracusete, ¡descendiente de todo un potentado bovino! ¿Y de qué falleció tu abuelo si puede saberse?

–De gota.

–No me digas. ¿Se comía todos los excedentes? ¿Dieta estricta de carne en todos sus formatos?

–No, no. Murió de gota, pero de gota a gota. Como la tortura china. Solía dormir la siesta en el sofá con mi abuela y a ella se le caía el moquillo. Con la mala suerte de que siempre se le caía sobre el mismo sitio de la calva del abuelo. Tras cuarenta años de convivencia le acabó llegando al cerebro. Un drama. Murió por los gases.

– ¿Gases? ¿Qué gases?

–Mi abuela sufría de flatulencias severas. Incontinencia gaseoductal. Se peía con tanta virulencia durante las siestas, en la sobremesa del cocido, que aquellas ventosidades nocivas penetraron por el agujero y acabaron necrosando el cerebro del pobre Rufo.

– ¡Pero qué me estás contando! ¡Esta historia es increíble!

–Y tanto que lo es. Me la acabo de inventar.

–Pero bueno, Aniceto, ¡cómo puedes ser tan cabrón!

–Viene de fábrica, Sir. Está en mis genes. Vengo de una estirpe de tratantes de carne. Lo quieras o no, al final todo se pega, jajaja.


Los dos amigos rieron con ganas asidos a sus cubatas de whisky. Los apuraron y rellenaron los vasos. Continuaron con sus reflexiones sin albergar grandes esperanzas acerca de nada. El futuro era lo único que les quedaba, apuntalado ante un presente siempre mutante, en eterna disolución; haces de tiempo incompleto. Minutos deshilachados en el jersey ajado que nos tricota el tiempo. Continuaron conversando hasta altas horas. Sin resolver nada. Sin pretenderlo. El uno incidiendo en la dimensión decadente de la posmodernidad. El otro, ladino, sabiendo encontrar la veta de pureza en el sustrato de turbulencia. Y así siguieron, hasta que todo pareció cobrar sentido, de algún modo.

Sin tener por qué.

martes, 22 de marzo de 2011

Haga-kaka Blues (II)





Tadao y los sueños. Tadao y el subconsciente: Tadao, el inconsciente. Tadao es partícipe de sueños atribulados, de situaciones dramáticas, de intensas emociones. Protagoniza intrépidas aventuras. Desflora hermosísimas chinchillas pardas de aterciopelados pelajes entre sábanas de espuma en el transcurso de orgías tardoromanas. En ocasiones siente terror. Otras veces se enfrenta al tedio del tiempo ingrávido que no transcurre, cuando padecemos vigilias infinitas que parecen nunca retrotraernos de nuevo a la vida.

Tadao tiene un sueño. En él descubre que no es valiente. Los sueños son útiles. Desnudan a uno de su epidermis de mentiras. Nuestro inconsciente no engaña. Somos nosotros en esencia pura, sin el embozo del autoengaño consciente tantas veces encubridor de la verdad incómoda, sonrojante. En el sueño, él y algunos amigos están en una especie de zona de campo, entre urbanizaciones alejadas de la conurbación metropolitana de Tokio. Pasan el día al aire libre. Corretean. No se sabe qué coño hacen. De pronto divisan corriendo libre a un perrazo enorme, de dimensiones inconcebibles. Como es un sueño, no huyen despavoridos ante el enorme animal. La lógica no opera con normalidad en una irrealidad onírica. Simplemente siguen paseando por allí, cohabitando con la bestia. De pronto, en sus correteos, Kagame, el amigo del alma de Tadao, coincide en su trayectoria con el perrazo del averno. El joven intenta esquivarlo cuando se lo encuentra de frente pero el perro, enfurecido, salta sobre él y muerde salvajemente su brazo. Se produce un forcejeo ante un Tadao impávido. Primero el animal engancha por el brazo a Kagame, pero luego, a medida que el aterrorizado joven intenta liberarse de la presa fatal, el perro va acaparando más terreno sobre la orografía corporal del infeliz. En el sueño, el perro es cada vez más grande. Crece por momentos. Pronto introduce la cabeza de Kagame en sus cruentas fauces y comienza a intentar tragar al muchacho. Tadao continúa paralizado por el miedo. Maldita sea, debería ayudarlo, pero, ¿y la enorme fiera? Mira a su alrededor pero todo parece un descampado pelado. No ve piedras grandes. No atisba palos decentes. Ahí sigue, bloqueado.

Mientras Tadao constata hieráticamente su cobardía, dos amigos intentan evitar que el monstruo concluya engullendo a Kagame. Uno golpea a la fiera con un palo delgado y el otro patea al bicho en la cerviz. Sin embargo, el perro, con fuerza descomunal, consigue introducir a Kagame entero en sus fauces. Ahora intenta tragarlo. Tadao es víctima de una reflexión filosófica. ¿Por qué esa impasibilidad? ¿Por qué el miedo paralizante? ¿Por qué su amigo no implica nada en su escala de valores afectivos si de arriesgar la vida por otro se trata? Tadao comprende a todas luces que nunca será valiente. Al término de su reflexión Kagame ha desaparecido deglutido por la voraz criatura y sus dos auxiliadores yacen despedazados. Sus cuerpos aún palpitan tras sus últimas diástoles. Ahora la bestia corre en dirección a él. Tadao interrumpe sus pensamientos más o menos alambicados y huye despavorido como rata acorralada por nube pesticida. Puede sentir el aliento de la bestia bufando enardecida. Gruesos colmillos rechinando a pocos metros de su trasero. Pega un salto enorme y trata de trepar a un ciruelo. Aúlla de pánico; de cobardía. Proclama la inutilidad del sufrimiento, la absurdidad de la existencia: la inevitabilidad del fracaso. El ciruelo mediano comienza a ceder; se comba por el peso. Tadap se gira y ve cómo el can flexiona las patas traseras, seguro de preparar el salto adecuado para hacer presa sobre el cobarde impenitente. Escucha un chasquido al iniciarse el salto. Está jodido. ¡Bien jodido! Cierra los ojos, acto reflejo ante lo irreflejable.

Tadao despierta en la cama profiriendo un desesperado alarido. Yace envuelto en sudor. Se ha meado y cagado en la cama. Del miedo. Maldita sea. Dos por uno. Queda poco para que suene el despertador así que se incorpora cansinamente y comienza su jornada. Entra al baño y contempla a la luz el triste aspecto de su ropa interior embadurnada en manteca de cacao casera con jugo de limón. Ya la noche anterior, al acostarse, se notó suelto intestinalmente. No debió cenar oreja de ñu con fumet de libélula bizca. Eso y el pánico atroz hicieron el resto. Se limpia concienzudamente y sale a la calle, rumbo al metro. Rumbo a la universidad. Rumbo a lo mismo de siempre. La vida es un automatismo vulgar, sacudido en ocasiones por pequeños cortocircuitos breves en los que intentamos condensar la vida que la sociedad vive por nosotros, mientras asistimos impasibles al desvanecimiento de nuestro tiempo.

En la avenida una adolescente desaliñada cubre su cabeza con una gruesa boina a la última moda; sus orejas con unos enormes auriculares que abultan más que el maldito reproductor de música; su cuerpo con un estrambótico pseudo uniforme en tonos inconexos, grotescos. Repentinamente nota que por la espalda alguien intenta sujetarla. Aun es de madrugada y apenas hay gente por la calle. ¡Intentan violarme o secuestrarme y nadie cerca para ayudarme! En un rápido movimiento saca el spray de pimienta del bolso y se vuelve antes de que el hombre a sus espaldas consiga cerrar la pinza de sus brazos sobre ella. Certeramente rocía a conciencia los ojos del tipo que la suelta al momento, chilla lastimeramente y cae al suelo con las manos en los ojos, pidiendo socorro a gritos. La adolescente, desconcertada, se aparta unos metros y ve una pancarta caída junto al hombre, que se retuerce sobre el pavimento. Lee el texto. ABRAZOS GRATIS.

Desagravio de posmodernidad.

Tadao pasa cerca sin detenerse a reparar en la escena. En la adolescente. En el hombre agonizante. Lleva prisa. Aunque ha madrugado mucho, limpiar mierda es un trabajo pesado. ¿Acaso no es eso la vida? Un ciclo ramplón. Primero nos limpian la mierda, luego nos la limpiamos. Cuando ya no podemos hacer la o con un canuto vuelven a limpiárnosla. Finalmente nosotros mismos devenimos excremento de la humanidad. Entonces la vida nos deyecciona. Inmisericordemente. Como todo lo inevitable que le ocurre al ser humano. Tadao aprieta el paso al notar un retortijón inesperado. Joder.

A cagar.

jueves, 17 de marzo de 2011

"El mundo no funcionaría sin política".


Entrevista a Federico Luppi para el diario Público.

Federico Luppi (Ramallo, Argentina, 1936) suena tan convincente como sus personajes. Alto, elegante y franco, el actor argentino regresó a España para presentar Cuestión de principios, su segunda película con Rodrigo Grande, que se estrena hoy y en la que interpreta a un contable de clase media que al final de su vida laboral afronta algunos dilemas. Achaques que el viejo Castilla, con rígido narcisismo y lubricante demagogia, convierte en ejemplares problemas de la humanidad. Se resumen en este: ¿hay cosas que no se compran con dinero? La presencia de Luppi, sin embargo, le da un espejismo de legitimidad al personaje. Como él mismo dice, una película no te ayuda a hacer la siguiente. Pero puede convertirse en un lastre.

Cuestión de principios' atañe sobre todo a asuntos privados y muy personales. ¿La verdadera política empieza en casa?

Inevitablemente. Creo que hay dos cosas que, para mí, ya empiezan a ser principios. Primero: el mundo no puede funcionar sin política. Imposible. Podemos hacer arte, crear la mejor medicina del universo, pero sin política es imposible avanzar. El grave problema es el contenido de esa política. Y segundo: si alguien puede dar cuenta real, sensata y profundamente de la realidad, es la ficción.

¿Por qué?

Porque la ficción tiene que ver con esa calidad casi metafórica de la vida humana: el soñar, el barruntar mundos mejores, el imaginar posibilidades creativas mucho más armónicas, existencialmente más alegres y más felices. ¿Por qué? Porque eso escapa además de todo este condicionamiento terrible de que todo se vende y todo se compra. De alguna forma, la ficción o el arte en general tienden a revalorizar el pensamiento desinteresado. Me parece que da una idea de la aptitud, diríamos, casi antropológica, del hombre por el juego. Pero todo eso no bastaría, insisto, si no existiera la política.

Entonces actuar no es sólo un trabajo. Es también una forma de hacer política, en ese sentido de lo lúdico y del sueño.

Yo creo que, a estas alturas, estoy pagando el precio de haberme desengañado tanto de los mentirosos relatos de la política que justamente sigo pensando profundamente en ella. Y la actuación, lo he dicho muchas veces, una actuación que tenga que ver con lo verosímil, con la verdad y la entrega, con una auténtica y bienvenida emoción, es importante porque la verdad sin emoción no sirve. La verdad, por el simple hecho de decirla, no pasa nada si no convence, si no aglutina, si no modifica el talante del que escucha. No como una actitud de gritona militancia, diciendo "yo milito por la verdad" ni nada de eso. No, es bastante más sencillo, es rendirle culto a un oficio noble.

Dice que haber hecho una película, y ha hecho muchas, no ayuda a hacer las siguientes. No sé si puede pesar. ¿Cada vez cuesta más no parecerse a uno mismo?

Cuesta, cuesta muchísimo. Primero porque uno va verificando, todos los días, desde el color de sus ojos hasta el color de su pelo, cómo todo va cambiando. Y por otra parte (y esto lo digo con cierto pudor y algo de culpa, eh) tampoco es tan importante que uno sea un gran actor. ¡Si llegara a ser un gran actor! Si yo consigo entretener una platea, enhorabuena, perfecto. Pero sigo pensando que los cambios que harían felices a los hombres serían las políticas basadas en el compromiso, la lealtad y la actitud solidaria.

A estas alturas, ¿suscribe usted esa frase de la película de que la independencia conduce a la soledad? ¿O es sólo una forma de cubrirse las espaldas?

Y también es sólo una frase. [Silencio]. Lo que creo es que siempre le damos a las palabras una suerte de necesaria consecuencia, cómo te diría, supravalorizada. La independencia es buena, pero qué hace uno con ella. Qué hace uno con la independencia, qué hace uno con la virtud, con los afectos. Es complicado eso. Porque no se crece, ni en política, ni en moral, sin pagarlo. Hay peajes inevitables.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Música triste de la medianoche





Coches que pasan. Discurren veloces por la autopista, al amparo de la oscuridad. De esta oscuridad tan nuestra. Los veo desde arriba, desde la barandilla del puente, mientras paseo. Me encanta pasear de noche, deambular, merodear de un lado para otro: menudear mi tiempo, la clepsidra inútil de mi vida. Enfundado en mi chupa de cuero. Mis vaqueros oscuros. Las botas altas. Negras. Las botas son importantes. Cuando tantas otras cosas no lo son y creemos que sí.

Mientras caen gotas de lluvia dispersas. Mientras la gente destroza sus vidas en habitaciones conyugales de fraternidad irrespirable. Me río de todos ellos. Amargamente. Cuadrilla de idiotas reproduciendo esquemas predeterminados en sus cerebros hipotróficos. El burro y la zanahoria. El galgo esprintando tras un conejo de peluche asido a un hierro. La gente corre. No sabe hacia adonde pero corre. Como pomos sin cabeza. Catarsis de posmodernidad. Por eso las enfermedades modernas son la ansiedad y la depresión. Porque ya nadie sabe dónde perderse ni cuándo se detiene la diáspora que nos conduce. Nunca he podido pertenecer a eso. No sé ser así. Encadenan perpetuamente sus expectativas de felicidad en beneficio de una hipoteca de afecto vulgar, tasable a plazo fijo. Son lo que creen que deben ser: marionetas. Tal vez no conciban otras opciones. Tal vez éstas no existan más que en las otras mentes, las de los inadaptados. Las nuestras: la mía.

Tengo trabajo que hacer esta noche, pero me recreo en el antes. Los preliminares son importantes. Se diseñaron para enjugar el coño de las timoratas, de las pacatas discípulas de la anorgasmia, pero acaban repercutiendo en casi todo: los preliminares. Tardé en entenderlo. Mis primeras novias se quejaban de que las amartillaba con el miembro seco y sin preocuparme por estimularlas. La raja estrecha. Abierta pero cerrada, de algún modo ajena a la tibieza temprana: urgente. Angosto sustrato de pliegues, como pequeño capullo de magnolia puesto a secar entre las vértebras de un libro de hojas amarillentas, como bilis de palabras vomitadas inútilmente. Hace daño pero gusta, pensaba. Ya cederá cuando lo que hay en mí de émbolo bascule. Cuando lo que hay en ella de caldera cobre temperatura. Luego comprendes que las aproximaciones iniciáticas, el modo de abordar un comienzo, comprenden un todo mucho mayor, abarcan una significación mucho más profunda. No se trata de follar. Se trata de abordar lo desconocido y hacerlo tuyo, hacerlo a tu manera. En mi caso, en mi vida, como sicario profesional vocacional, no puedo ejercer adecuadamente sin mi ritual previo. Es como el sello propio del eliminador. No importa a quién te encarguen asesinar. Tienes que hacer el acto tuyo, aportar la estética, la dimensión plástica y metafísica, establecer la liturgia específica del crimen violento que te defina como aniquilador singular: hacer una construcción de la destrucción. Crear una nada única, propia, de perdurable caducidad. Sacralizar el momento. Mi misión es inmortalizar la muerte y acabado mi trabajo, concretado mi legado, tarde o temprano, morir. Pero hasta que me despida de este circo todavía espero que pasen unas cuantas cosas realmente entretenidas. Y en absoluto pienso perdérmelas.

Desde lo alto del puente me detengo a observar el marasmo de faros de coche que discurren desordenadamente veloces, atravesando el pavimento, como luciérnagas despavoridas apurando sus interiores lumínicos, huyendo de la depredadora amenaza del amanecer sobre su reino de oscuridad y silencio. Comienzan a caer algunas gotas. Luego se transforman en una fina llovizna y yo apuro el paso para no perderme en el entreacto de una lluvia impertinente. Dejo atrás el puente y callejeo por el interior de la ciudad. He de cumplir un encargo. Tengo una foto arrugada, una dirección y algunas directrices de cómo hacer el trabajo. Lo errores que no debo cometer quedan asegurados con mi vida como caución. Generalmente se busca la discreción. La profesionalidad. La profilaxis. No facilitar el trabajo a los investigadores como garantía de estabilidad laboral. No generar alarma social. No dar titulares. No reproducir patrones de conducta identificables. No dar a entender que disfrutas con el proceso. Aunque pueda ser cierto. Si te comportas como un perfecto desequilibrado emanando punitivamente correctivos de justicia divina a los terrenales pecadores observando un minucioso plan, ten por seguro que en pocos meses tendrás a toda la policía científica y forense diseñando tu perfil, diseccionando tus patrones criminales. Solo los tontos se dejan coger. Solo los tontos son víctimas de sus propios errores. Sólo los tontos mueren.

martes, 8 de marzo de 2011

¡¡El divertido juego de la especulación económica!!



EL PERVERSO JUEGO DEL RESCATE, por Ana Flores.

Los países de Europa se endeudan para salir de la crisis que creó la banca. La banca compra los títulos de deuda. Los países tienen problemas porque la banca cada vez exige mayor interés para seguir comprando la deuda. Y cuando el precio exigido se hace insoportable, la solución de Europa es usar dinero público a fondo común para prestarlo al país con problemas. Así ese país puede devolverlo a la banca. El rescate es siempre a cambio de fuertes condiciones no sólo para el rescatado, también para todo aquel al que se señale como próximo en caer. Recortes de presupuestos, de cobertura al desempleo y el último invento francoalemán: desligar salarios e IPC.

Pero ¿qué rescate es este que después de producirse hace que a Irlanda se le exijan dos puntos porcentuales más de interés por su deuda que antes de ser salvada? ¿Qué medida es esta que permite que la deuda griega sea calificada como bono basura por una agencia de rating casi un año después de que Europa se decidiese a rescatarla? ¿Qué solución es esta que coloca a los países rescatados en peor situación que Islandia, que optó por dejar quebrar a sus bancos, devaluar su moneda e ignorar todo lo que oliese a ortodoxia en pro del crecimiento económico? Porque a Islandia le habrá caído el consumo privado un 20%, pero se han disparado sus exportaciones gracias a la devaluación y le ha aumentado el desempleo menos que a Irlanda.

"Esto está alcanzando un nivel de fraude generalizado". El catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga Juan Torres no sale de su asombro viendo a Europa insistir en la fórmula del rescate. "Se ha puesto en evidencia que genera unos problemas sociales tremendos, que no está resolviendo los problemas económicos sino salvaguardando los intereses de los acreedores", los bancos, que "tienen un agujero tan grande que el rescate no les da fuelle suficiente".

Para Torres, "es inconcebible que el BCE no haya negociado con los países con problemas mientras se permite que los bancos estén volviendo a las andadas. ¿Por qué no se financia la deuda con acuerdos de los países con el BCE?", añade, recordando cómo el banco central de EEUU, la Fed, emite dólares de forma incansable para pagar bonos públicos del país (ayer mismo anunció su intención de ampliar sus operaciones).

Ahora, el mercado mira a Portugal, que no es de extrañar que se niegue al rescate viendo a sus vecinos. Para José Carlos Díez, economista jefe de Intermoney, muy crítico con la actitud de Angela Merkel amagando de nuevo con no mejorar las condiciones de los rescates, "Europa tiene que reaccionar" y, al menos, "flexibilizar el fondo de rescate, permitiendo por ejemplo que cada país recompre su deuda". Porque el BCE, según Díez, ha demostrado ser "el bombero que es incapaz de apagar el fuego, así que hay que cambiarlo".

martes, 1 de marzo de 2011

Haga-kaka Blues



(Dale al play, así te ambientas, cacaseno!)


La luna llena irradiaba su suave luz en el interior del pequeño apartamento de la prefectura de Haga-kaka donde el joven Tadao Gustiko se aliviaba penetrando a una rebanada de tofu. La textura suave y tersa del alimento le procuraba intensos momentos de placer al avezado onanista. Además, ahorraba una barbaridad en papel higiénico post-tocamental y cuando luego reutilizaba el tofu en ensaladas y guisos, la textura cremosa y singularmente tierna que éste adquiría, merecía encendidos comentarios de elogio por parte de las visitas que eran invitadas a cenar. Tadao observó su acostumbrado ritual. Terminó el acto con júbilo escrotal, extrajo con sumo cuidado su pene del sicalíptico, nutritivo alimento, para no verter nada. Envolvió el tofu con papel de estaño y lo guardó en su respectiva balda de la nevera. ¡Qué bonito era el amor… cuando se practicaba!

Concluido el proceso seminal, siempre asaltaba a nuestro protagonista como un leve mohín de tristeza velada, de varada melancolía en el muelle del desamparo. Por eso, tan pronto alojaba el Tofu en el níveo corazón que esconde todo frigorífico, marchaba presto a conectarse a Internet. ¡Ah, qué gran invento de la modernidad! ¡Este .com, este www (Wild Wild West)! Te evitaba el engorro de tratar con los seres humanos, permitía respetar la barrera de lo físico, no descubrir las vulnerabilidades, las imperfecciones, las inconsistencias del yo volcado al crudo exterior. Abrió el buscador y se metió en su página favorita de suministradores de pienso para hamster bielorruso bubónico. Le saltó un banner en la pantalla, un spam publicitario:

«¿Busca una mortaja?».

¡Cáspita! ¡Ya no sabían qué vender! A dónde nos habían llevado los vertiginosos tiempos en la era del progreso. Luego escuchó el sonido de un mirlo extraviado, piando. Instintivamente alzó la cabeza, buscando el móvil del que pudiera proceder el sonido. Lo primero que había pensado es que había escuchado un politonto (el que lo lea). Hasta tal punto tenían metidas las nuevas tecnologías en la mollera. ¿Qué habían hecho con el ser humano subsumido en un entorno postcapitalista? ¿Por qué tal desarraigo con la propia naturaleza biológica, animal? ¿Hacia qué oscuros vericuetos se dirigía aquella sociedad inhumana? Cariacontecido, se peyó de soslayo, con abandono. Luego, huyendo de la contaminación atmosférica vernácula, se dirigió al lugar de donde procedía el inesperado piar. Abrió el ventanuco y allí, escojonado en el alféizar, vio a un pajarraco enano con un ala aparentemente rota. Pobre criatura, se dijo Tadao. ¡Extraviada en el devenir del inasible presente! ¿Y si de verdad tenía el ala rota, cómo podría descender y sobrevivir a la caída de veinte pisos que había desde el apartamento de Tadao hasta el suelo? Declinó comprobar su ala y le dio un golpe con la mano al pollo enano, dejándolo caer al vacío. Vio cómo caía haciendo algún aspaviento triste, lejanamente inútil. En cualquier caso, el ave no voló. Soltó algunas plumas al chocar contra el suelo, eso sí. Tadao se sintió en paz consigo mismo. Había auxiliado a un alma perdida.

De nuevo Tadao frente a su computadora. ¡A esto se reducía la vida moderna! ¡Menudo tedio tecnocrático! Tardes y más tardes. Y luego noches y más noches frente a la pantalla. ¿Qué había sido de jugar en las calles? ¿Qué había sido de secuestrar niños en los parques infantiles? ¿De violar a impúberes en lúgubres zulos atrayéndolos primero con caramelos a las puertas de los colegios? Hasta los violadores y pederastas se modernizaban. Trabajaban desde casa, conectados a los chats, captando víctimas con señuelos, regalos; haciéndose pasar por otros niños. Chantajeando. Usurpando. Corrompiendo. Siempre intrigando, en la red. La posmodernidad prácticamente había aniquilado las relaciones humanas en todos sus estadíos iniciales, simplificando todo hasta los últimos actos simbólicos sin los cuales, no existiría el contacto humano. Así estaban los tiempos. Ya casi nunca pasaba nada. Y si pasaba era en algún país lejano y olvidado. Pobre de solemnidad. Uno de esos países árabes o asiáticos donde la gente, aburrida de no tener Internet, de no tener nada, instigaba revoluciones para reclamar su porción de capitalismo salvaje; de Facebook y Messenger. Los tiempos de guerras santas se hallaban prontos a su fin. Ahora las sediciones eran concebidas secularmente y auspiciadas por las redes sociales. Menos mezquitas y alcazabas: más Mc Donald’s y cibercaféses. Pero el presente en las grandes ciudades industrializadas nunca avanzaba. Nada transcurría. La vida se volvía un poco como una novela de Murakami. Te pasabas todo el desarrollo, el texto de tu existencia, esperando que pasara algo. Ni siquiera algo muy sublime o genial. Ni notoriamente bueno ni singularmente nocivo. Sólo ALGO. Medianamente significativo. Singular. Reseñable, quizás. Y cuando llevabas trescientas malditas páginas de la narración de tu vida metidas para el cuerpo, te dabas cuenta de que protagonizabas un argumento pobre. Sin chicha. Una vida prescindible, a fin de cuentas. Un libro intrascendente, como tantos otros que pueblan estanterías sin faz; huecas en realidad. Entes prescindibles, como cagarro huérfano sobre viaducto. Como las infames novelas de Murakami. Como tantas de nuestras insulsas vidas. En aquellos tiempos de medianía y tibieza fatal, por no saber, no sabíamos ya ni fracasar como es debido.

Tadao se mesó el ojete con efusividad. En realidad, tampoco habíamos evolucionado tanto. Se sintió como un jodido simio rascándose impíamente. ¿Treinta siglos de civilización para qué? ¿Evolución o involución? Dicha sensación quedó refrendada cuando no intentó contener el impulso de olerse el dedo que había introducido en su recto para aliviar el picor. ¡Ah, qué aroma funesto! ¡Como el de una civilización en pos de su agonía última! ¡La antinomia irresoluble, la degeneración imparable! Trascendimos al propio hombre, a su especificidad biológica, a lo que hubiera podido esperarse de su evolución natural y he aquí nuestro premio: la autodestrucción.

Tadao dejó sus consideraciones transhistóricas existenciales a un lado, extinguió la escasa iluminación del estudio, apagó el ordenador y se metió cuidadosamente en el futón, para no deshacerlo mucho. Mañana sería otro día.

O no.


Para mi librera. Por atreverse a leerme.