miércoles, 23 de febrero de 2011

Canibalismo estético, de Francisco Umbral







Canibalismo estético, Francisco Umbral.



Solo robando de otro se aprende a escribir, y, por eso, la literatura está entre los delitos comunes. El estilo es una cosa de juzgado de guardia. A la burguesía y a los críticos burgueses siempre los han ofendido los estilistas como cosa personal, y los denuncian en la comisaría. Críticos como Clarín necesitan novelistas como Galdós. Prefiero el robo a la influencia. El robo y el asesinato. La literatura se erige sobre un crimen o no es verdad. El robo o el asesinato de otro autor es lo que puede nutrir de sangre y adjetivos toda una obra.

Toda gran obra es un botín múltiple. Al artista le está permitido llevarse el oro de los palacios, siempre que no lo empeñe al día siguiente en Veguillas, sino que haga, de un tenedor, una miniatura a lo Cellini.

lunes, 21 de febrero de 2011

Daos por jodidos



(Dadle al play y esperad la música como sometimiento al texto)


Campos. Campos y más campos. Los atravieso. Me atraviesan. Trigales. Doradas laderas. Fuliginosos despojos al viento. Asfódelos meciendo. Mausoleos reverdecidos, poseídos por una fina pátina de abandono como mosaicos tardoromanos pervertidos por la intemperie. Escalinatas agrestemente usurpadas, praderas como apéndices vegetales mercadeadas ante los emisarios que acarrean el tiempo que desbrozadamente desacompasamos de nuestro lado; en vano. Un horizonte eterno. Vasto como matriz de ballena azul, como bocata de lentejas, como rabo hirsuto de sumerio, como desengaño infinito llenando una y otra vez de tedio infinito nuestras aspiraciones a ser queridos de una maldita vez como verdaderamente quisiéramos.

Pero, ¿cuánto tiempo ha sido? ¿Cuánto ha pasado, maldita sea? Cuánto desde la última risa sincera, cuánto desde el último gran orgasmo que nos atraviesa como una flecha extemporánea, que resucita los ancestros defenestrados, titiriteros de nuestro maleable deseo. ¡Cuánto desde el último patadón en las cruentas tripas del desconsuelo! ¡No puedo más, tengo que liberarlo, estoy loco! ¡Loco, loco, loco! ¡Loco por joderme a la vida! ¡Loco por percutir con lágrimas de arena el maldito sustrato triste que proviene del subsuelo de nuestro errar eterno! Omofagia cúfica en forma de carne trémula, de indisimulada insanidad, Moloch follando nuestras calaveras, Yahvé inoculando nuestro desconcierto.

Diapreados listones cojos sustentando a duras penas el camastro en el que me pudro de viejo. Orquestas nazaríes, hordas de músicos balcánicos entonando los arabescos estoques de arco que dibujan la melodía descarada que nos devuelve el alma que estafamos a nosotros mismos. Bailemos. Cerremos fuertemente el puño. Vivamos. Sobre todo vivamos, cantemos, lloremos, emprendamos: sí se puede gritar que la mediocridad es un gran carguero perdido, que todos vosotros os hundiréis si no hacéis nada pronto mientras que yo nada debo temer, pues ya estoy hundido. Mi embarcación naufraga libre. Mi ilusión es un jaguar dormido. Mi frente es santiguada de ancestral láudano renegrido. El tiempo se desprende de mi existencia mientras alcanzo la inmortalidad con lo que escribo. Oxímoron acuciante. Sin la posibilidad de mi suicidio hubiera tenido que matarme. Lo que lo hace todo soportable es saber que depende de mi voluntad seguir o no integrando este manicomio de desarraigo y olvido. No necesitamos matarnos, necesitamos saber que podemos matarnos. En cualquier momento. Tras cualquier gemido.

Vuelta al principio. Hordas gimientes de combatientes vencidos. Genghis Khan taconeando la grupa del purasangre de la destrucción, del horadar que no cesa. Collar de molares extraídos de prebostes enemigos. Un grito de guerra terrible que puedo escuchar a la perfección, milenios atrás proferido. Nunca ha existido otra cosa que el caos, ¿no os dais cuenta? Unjo la fea herida de la desmedida ausencia de genio con saponáceos ungüentos que me llevan a constatar lo que he sufrido. Lo que laceró mi pasado. Ayer palpitante ser imperfecto, adenoideo esperpento, glabro apéndice cárnico, porosa marisma de sufrimiento. Y tras todo esto está el resto. La Inhumanidad. Sus almas, sus corazones, su aburrimiento. Su abatimiento elegido. Todos tan cerca, todos tan lejos. Estuprando lo que les queda de inocencia, lo que les resta de interior incendio. No debo imitarles. No puedo consagrarme al tedio, a ese acontecimiento que no avanza, a esa externalidad del tiempo. Yo voy a coger al talento por las pelotas hasta que me revele su secreto. No entiendo otro sentimiento. Yo asfalto mi camino. Vosotros daos por jodidos.

jueves, 10 de febrero de 2011


Caperucita Roja se casó con el príncipe azul: fueron felices, comieron perdices y...
tuvieron un hijo violeta.

lunes, 7 de febrero de 2011

Qué bonito era nuestro amor



(Escuchar antes de usar)


Qué bonito era nuestro amor, ¿te acuerdas?

No sé ni cuántos años fueron, cuántos años han pasado desde entonces. Toda una vida, supongo. Todo lo bueno se parece en que pasa demasiado pronto. En que no tiene la opción de quedarse para dar algún sentido duradero a todo esto. A toda esta inmundicia que nos habita a cada podrido segundo. La posesión del vacío que nos lacera por idiotas. Por ingenuos.

Y era un amor puro, verdadero, auténtico, ¿no crees?

No había limitaciones, miedos, barreras, pasados, futuros, tragedias pretéritas. Lo dábamos todo y nos consumíamos a cada momento. Nos drogábamos. Bebíamos. Fumábamos. Follábamos, partícipes del ultraje dilecto. Nos degradábamos. Yo me untaba de coca la polla para hacer daño. Tú esnifabas como una funambulista sin red, repasando el contorno, los límites del abismo. Decías que la coca te sentaba bien porque inhibía tu reflejo faríngeo. Permitía eludir la arcada, y que entrara lo que entrara. También experimentamos la heroína. El éxtasis. Pastillas. Todo lo que acabara en nuestras manos. Eran los osados ochenta y nada nos arredraba. Morirse era no probarlo.

En medio de todo ese caos nuestro amor era una bandera que nos izaba. El iglú que resguarda del temporal, afecto congelado por dentro. Parecía tanto el tiempo, tan inevitable el gozo, el cálido desconcierto, el razonado desarreglo. Un vínculo emocional áspero, desgarrado, intenso, desaforado, degenerado, vertido hacia el interior de la plenitud, acabó germinando una semilla viva, un seno hosco de vida frágil pero medrante. Así, un domingo vano de resaca y de buscar la sombra en la tarde, supimos que esperábamos nuestro primogénito.

Los meses pasaron y seguimos arrostrando nuestra vida criminal, pero moderadamente, con más concierto. El exceso reposado. La orgía pacata. El torrente encauzado. Vendaval envasado al vacío. Cataclismo de salón. Y las sonrisas siendo iguales, pero sin serlo. Vientre florecido. Primavera en el pecho. Marejada de fluido espeso de afecto. Contábamos los días. Experimentábamos el sueño; tocándolo con los dedos.

Una noche algo operó su cambio. Fuimos a su encuentro. El hospital de madrugada parecía el salón de un trasatlántico surcando la madrugada, en medio del océano. El sudor en tus mejillas era la premisa que convida a fundar la primavera. La camilla del hospital era un altar encubierto que celebraba la iniciación a la vida, la resurrección de la carne de mis huesos. El meandro que escondía tu bajo vientre se desbordó en su misterio y esperamos su desembocadura en La Vida. Pero algo no iba bien. Algo que debiera ser no ocurría. Las horas pasaban sin remedio. El aliento de la fatalidad aherrojando nuestro cuello con su resuello funesto. Espera en la antesala de la desesperanza.

Máquinas de chocolatinas y refrescos. Iluminaciones tenues. Pasillos lúgubres. Batas blancas anudadas por la espalda. Goteros. Impaciencias encontradas. Silencio hendido en el corazón. Absurdo transcurso del tiempo. Descanso infértil sobre una butaca en una habitación huérfana. Televisores de monedas que enmudecen. Inadmisible amanecer violento. Hombres en bata blanca con gesto severo. Han surgido complicaciones en el parto, dicen. Me pregunto por qué siempre utilizan las mismas frases. Como observando un ceremonial de tristeza burocráticamente sintetizada.

Fístula obstétrica. Tantas horas de parto. Las heridas nacen, los tejidos mueren. Nueve de cada diez bebés no sobreviven al proceso. Las estadísticas nos arrebatan una vida antes de su comienzo. También nos matan por dentro: necrosis emergente en los compartimentos estancos que alojaban la esperanza en nuestro pecho. Un mar calmo de ahogo e inmisericordia sumergiendo la totalidad del ensueño. Y sobre el vasto manto de un fondo abisal insondable, nosotros dos, asidos a una boya errante que cede, sin ganas ya de salvarnos, aferrados al absurdo con marchitas manos de las que nada podrá volver a nacer.

La depresión. La depresión es el ansia de muerte en lo vivo que no sabe cómo abrirse paso. Es lacerar la estancia en que uno se aloja sin saber cómo destruirla del todo. Hay cosas que cuando se pierden, nunca se pueden volver a recuperar. La tristeza consiste en saberlo. La depresión en no ser capaz de aceptarlo. Olvidarlo es estar muerto.


Qué bonito era nuestro amor, ¿te acuerdas?


Después dejó de serlo. Uno pierde la capacidad de dar cuando no le queda nada dentro. De nuevo volvieron las drogas, como una tundra de sangre y fuego. El irrazonado desarreglo, ese abismo suministrado en monodosis, como escalones que descienden al erial yermo del olvido, que tanto necesitábamos para seguir resistiendo. Pero encarnábamos un exceso triste. Interpretábamos un lánguido argumento. Desafiábamos al dolor con ira: al adiós por el momento. Yo podía ver cómo te perdías, cómo te ibas consumiendo. No se puede reflotar un barco que zozobra desde la botadura misma. Igualmente se termina hundiendo. No hay remedo posible para una herida infinita.

Un firmamento cutre, preñado de invierno, te vio naufragar una mañana, tras el fugaz resplandor de la cuchilla contra el tendón y la carne que antecede al descenso despiadado por la escalinata que inaugura la pérdida irreparable. Tú querías perderte. Yo vivía perdido. Amanecí a la oscuridad definitiva cuando entré en el baño y vi tu latido hueco desperdigado en marejada triste sobre el suelo de azulejos sonrojados de vergüenza sistólica. Cuando conseguí llamar pidiendo ayuda supe que no me quedaba nada. Tus párpados cerrados transmitían una paz pobre, malversada: una llaga que deja de doler por exangüe.

Qué bonito era nuestro amor, ¿te acuerdas?

No, claro. Porque los muertos no saben recordar. Por eso yo no intento recordar nada. Cuando la vida nos abandona apenas deja tras de sí una estela desordenada de efervescencia pretérita, de tragedia soterrada. Qué será de nosotros entonces, cuando el mañana sea nunca. Hoy sé que el cielo de invierno a través de la ventana será siempre gris. Que la magnolia oscura de tu vientre, en algún lugar del tiempo fresca y perfumada, era ahora tierra deshojada. Que las avenidas turbias de contaminación y desperdicio saturarán por siempre las venas de esta ciudad abrupta que ocluye su herida infinita, resistiéndose a morir desangrada al amanecer. Que eso somos, todo y nada, en la insoportable espera. La vida es domingo. Fin de ciclo.

Ahora soy viejo, pero no tanto como lo fui entonces. Como nunca volveré a serlo.

Como no podrá serlo ya nada.